El anillo de amatista: XIX

El anillo de amatista
de Anatole France
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XIX

El señor Bergeret, profesor de Literatura latina, levantóse muy temprano y salió de la ciudad con Riquet. Estaban satisfechos el uno junto al otro, y les dolía mucho separarse. Compartían los mismos gustos, y mostraban igual preferencia por la vida sosegada, monótona y sencilla.

En sus paseos, Riquet no apartaba de su amo los ojos, temeroso de perderle de vista un momento, porque difícilmente hubiera podido seguir la pista valiéndose de su torpe olfato. Pero aquella hermosa mirada fiel hacíale agradable cuando trotaba, satisfecho y afanoso, junto al señor Bergeret. El profesor de Literatura latina andaba, ya rápido, ya lento, al compás de sus varias imaginaciones.

Riquet, después de habérsele adelantado, volvía la cabeza y lo aguardaba, con el hocico en alto y una pata delantera levantada y encogida en actitud de acecho y vigilancia. Cualquier cosa les divertía a los dos. Riquet entraba impetuosamente en las bocacalles y en las tiendas, para salir al instante.

Aquella mañana, y al meterse de un salto en la carbonería, sorprendióle hallarse frente a un palomo de tamaño enorme y de blancura deslumbradora. El palomo desplegó sus radiantes alas en la penumbra, y Riquet huyó espantado.

Fue, según su costumbre, a referir su aventura con los ojos, las patas y el rabo al señor Bergeret, quien le dijo burlonamente:

—Sí, mi pobre Riquet, ha sido un encuentro terrible, y hemos escapado a las garras y al pico de un monstruo con alas. Aquel palomo es un fiero animal.

El señor Bergeret sonreía. Riquet supo interpretar aquella sonrisa, y sacó en consecuencia que su amo se burlaba; esto no le agradó. Aquietó las agitaciones de la cola, y anduvo desde allí con la cabeza baja, el lomo encogido, despatarrado en señal de disgusto.

El señor Bergeret hablóle nuevamente:

—Mi pobre Riquet, ese palomo, que tus progenitores hubieran devorado, te asusta; ellos tenían más audacia que tú, porque sufrieron más hambre; la cultura refinada te acobardó. Sería interesante saber con certeza si la civilización amengua en los hombres el valor al mismo tiempo que la ferocidad; pero los hombres cultos fingen valor por respeto humano, y se crean una virtud artificiosa, tal vez más bella que la natural; en cambio, tú manifiestas el miedo sin avergonzarte.

A decir verdad, el descontento de Riquet fue pasajero; tan poco duró, que lo había olvidado ya completamente cuando el hombre y el perro entraron en el bosque de Josde, donde la hierba estaba humedecida por el rocío y una niebla sutil flotaba sobre los barrancos.

Al señor Bergeret agradábale mucho el bosque. Ante una brizna de hierba se abismaba en infinitas divagaciones. A Riquet también le agradaba el bosque, y al olfatear las hojas secas sentía un placer misterioso. Los dos iban meditabundos por el camino que conduce a la glorieta de las Señoritas, donde se cruzaron con un jinete que regresaba a la ciudad: era el señor de Terremondre, diputado provincial.

—Buenos días, señor Bergeret —dijo mientras detenía el caballo—. ¿Ha reflexionado acerca de las razones que le di ayer?

El señor de Terremondre había explicado la víspera, en casa de Paillot el librero, las razones por las cuales era antisemita.

El señor de Terremondre era un antisemita estival y provinciano; lo era, sobre todo, en tiempo de caza. Durante el invierno, en París, sentábase a la mesa de los agiotistas judíos, a quienes demostraba estimación bastante para inducirlos a adquirir, a buen precio, algunos cuadros. Era nacionalista y antisemita en la Diputación, atento a las preocupaciones reinantes en la capital; pero como no había judíos en la ciudad, su antisemitismo consistía principalmente en atacar a los protestantes, los cuales formaban un grupo austero y aislado.

—Somos adversarios —repuso el señor de Terremondre—, y lo lamento, porque usted es un hombre inteligente, pero vive alejado del movimiento social, no se mezcla en la vida pública. Si metiera, como yo, las manos en la masa, estoy seguro de que sería también antisemita.

—Es mucha lisonja para mí —dijo el señor Bergeret—. De los semitas que poblaron en otros tiempos Caldea, Asiria, Fenicia, y que fundaban ciudades en todo el litoral mediterráneo, se derivan los judíos actuales, dispersos por el mundo, y las numerosas tribus árabes en Asia y en Africa. Me falta corazón para encerrar tantos odios. El viejo Cadmo era semita; no puedo considerarme, por esta sola circunstancia, enemigo del viejo Cadmo.

—Habla usted en broma —repuso el señor de Terremondre, sujetando el caballo, que mordiscaba las ramas de los arbustos—. Ya sabe usted que el antisemitismo se dirige solamente contra los judíos establecidos en Francia.

—De todos modos, habrá que aborrecer a ochenta mil personas —dijo el señor Bergeret—. Es demasiado para mí, y, la verdad, no me siento con fuerzas.

—Nadie le pide a usted que odie —adujo el señor de Terremondre—, sino que reconozca la incompatibilidad que se presenta entre franceses y judíos. El antagonismo es irreducible. Asunto de raza.

—Opino en contra —replicó el señor Bergeret—, pues no ignoro que los judíos son extraordinariamente asimilables y que pertenecen a la familia humana más dúctil y acomodaticia que hay en la Tierra. Con la misma facilidad que, en los tiempos bíblicos, la sobrina de Mardoqueo entró en el harén de Asuero, las hijas de nuestros adinerados judíos se casan ahora con los herederos de los más ilustres nombres de la Francia cristiana. Después de tales uniones ya no es oportuno hablar del antagonismo de las dos razas; y, por añadidura, me parece mal que haya en un país diferencias de raza. No proviene de la raza la fibra patriótica; no hay nación europea que no esté formada por una variedad múltiple de razas confundidas y revueltas. La Galia, cuando César la invadió, hallábase poblada por celtas, galos, íberos, que se diferenciaban unos de otros por su origen y sus creencias. Las tribus que alzaron los dólmenes no eran de la misma sangre que las naciones donde se honraba a los druidas y los bardos. Las invasiones añadieron germanos, romanos, sarracenos, y al mezclarse todos, formóse un pueblo heroico y encantador, esa Francia que ya entonces enseñaba la justicia, la libertad y la filosofía a toda Europa y al mundo entero. Recuerde usted la hermosa frase de Renán; quisiera poder citarla exactamente: "Lo que induce a los hombres a constituir un pueblo es la memoria de las hazañas que han realizado juntos y el propósito de realizar otras nuevas."

—Muy bien —dijo el señor de Terremondre—; pero como no tengo el propósito de realizar nada en unión de los judíos, continúo siendo antisemita.

—¿Está usted seguro de poderlo ser por completo? —preguntó el señor Bergeret.

—No le comprendo a usted —dijo el señor de Terremondre.

—Lo explicaré más claramente —dijo el señor Bergeret—. Hay un hecho indudable: cada vez que se ataca a los judíos se conquista su voluntad. Fue, precisamente, lo que le sucedió a Tito.

Cuando la conversación llegaba a este punto, Riquet, sentado en medio del camino, miraba a su amo con resignación.

—Reconocerá usted en Tito —prosiguió el señor Bergeret— las condiciones de un furibundo antisemita en los años sesenta y siete y setenta de nuestra Era. Tomó a Jotapa y exterminó a sus habitantes. Se apoderó de Jerusalén, quemó el templo, convirtió la ciudad en un montón de ruinas, que algunos años más tarde recibieron el nombre de Celia Capitolina. Hizo llevar a Roma, entre las pompas de su triunfo, el candelabro de siete brazos. No es posible dudar que su antisemitismo tenía proporciones gigantescas comparado al de usted, y perdone la comparación si le desagrada. Pues bien: Tito, destructor de Jerusalén, conservó numerosos amigos entre los judíos. Berenice sintió por él extremada ternura, y ya sabe usted que, al separarse, tanto él como ella se dolían de no poder seguir juntos. Fuele adicto Flavio Josefo, que no era uno de los menos importantes de su nación. Descendiente de los reyes asmeneos, vivía como un fariseo austero y escribía bastante correctamente en griego. Después de la destrucción del templo y de la Ciudad Santa, siguió a Tito a Roma, y se captó la simpatía del emperador. Le fueron otorgados el derecho de ciudadanía, el título de caballero romano y una pensión: pero no crea usted, amigo mío, que ni un instante hiciera traición al judaismo; todo lo contrario: seguía obediente a su ley y se aplicaba a recoger sus antigüedades nacionales; era buen judío a su manera y amigo de Tito. En todo tiempo hubo Flavios en Israel. Como usted dice atinadamente, vivo retirado del mundo y no me relaciono con las personas que en él se agitan; pero me sorprendería mucho que los judíos no estuviesen divididos una vez más y que no se contaran varios de ellos en el partido de ustedes.

—En efecto, algunos están con nosotros —adujo el señor de Terremondre—, y son gentes de mucho mérito.

—Ya lo suponía yo —dijo el señor Bergeret— y, sin duda, entre ellos los habrá bastante hábiles para prosperar en el antisemitismo. Era muy repetida, treinta años atrás, la frase de un senador, hombre de ingenio, el cual admiraba en los judíos la facultad de prosperar, y ponía como ejemplo a un capellán de la corte, de origen israelita: "Vean ustedes —decía—: un judío que se ha metido a cura y ha llegado a monseñor." No restauremos los prejuicios bárbaros; no tratemos de saber si un hombre es judío o cristiano, sino si es honrado y útil al país.

El caballo del señor de Terremondre empezaba a resoplar, y Riquet, que se había acercado a su amo, le instaba con una mirada tierna y suplicante a proseguir el paseo emprendido.

—No crea usted —dijo el señor de Terremondre— que envuelvo a todos los judíos en un mismo sentimiento de ciega reprobación. Tengo entre ellos excelentes amigos; pero soy antisemita por patriotismo.

Tendió la mano al señor Bergeret y aflojó las riendas al caballo. Seguía tranquilamente su camino, cuando el profesor de la Facultad de Letras le llamó:

—¡Eh, querido señor de Terremondre!, un consejo. Puesto que el hielo está roto, puesto que usted y sus correligionarios ahora regañan con los judíos, procuren ustedes no deberles nada y devuélvanles el Dios que les han quitado, ¡porque les han quitado ustedes su Dios!

—¿Jehová? —preguntó el señor de Terremondre.

—Jehová. En el caso de ustedes, yo desconfiaría de Jehová. Era completamente judío, y ¿quién sabe si aún lo es? ¿Quién sabe si está vengando a su pueblo en este instante? Cuanto nos rodea: esas confesiones inusitadas y abrumadoras como un trueno, esas revelaciones que brotan de todas partes, esa reunión de magistrados que no han podido impedir ustedes, que lo pueden todo, ¿no será obra de Jehová? ¿No es creíble que sea Jehová el ordenador de sorpresas tan ruidosas? Recuerden el estilo de sus maneras bíblicas. Me parece reconocerlo.

El caballo del señor de Terremondre desaparecía detrás de las ramas, en un recodo del camino, y Riquet, alegre, saltaba entre la hierba.

—Desconfíen —repitió el señor Bergeret—. No conserven el Dios de los judíos.