El anillo de amatista: XVII
En el barrio gris de Batignoles hcbía un salón humilde, solamente decorado con grabados procedentes de la calcografía del Louvre, y con figurines, vasos, copas y platos de Sèvres, adornos de mediano efecto que atestiguaban el parentesco de la dueña de la casa con los funcionarios de la República. La señora de Cheiral, de la familia Loyer, era la hermana del ministro de Justicia y Cultos. Viuda de un comisionista de la calle de Hauteville, que nada le había dejado, se unió a su hermano por apremios del vivir y por ambición maternal, y gobernaba al viejo solterón que a su vez gobernaba al país. Le había obligado a nombrar secretario del ministerio a su hijo
Mauricio, a quien no era fácil encontrar un empleo, y que sólo servía para desempeñar empleos del Estado.
El tío Loyer tenía una habitación en la casa de la avenida de Clichy y se refugiaba en ella cada vez que le invadían sus aturdimientos y somnolencias al llegar la primavera, pues era ya viejo. Pero cuando sentía seguros los pies y la cabeza, volvíase al piso alto que habitó durante medio siglo, desde donde veía los árboles del Luxemburgo, y donde los policías del Imperio le detuvieron dos veces.
Conservaba la pipa de Julio Grévy; quizá éste era el mayor tesoro de aquel hombre, que formó parte del Parlamento en la época de la elocuencia y en la época de ios chanchullos, que había manejado en el ministerio del Interior los fondos secretos de tres situaciones políticas y había comprado para el partido muchas conciencias; corruptor incorruptible, infinitamente indulgente para las prevaricaciones de los amigos, pero celoso de conservar en el Poder la ventaja de su pobreza, casi astuta, un poco cínica, terca inveterada, honrada.
Con los ojos apagados y la inteligencia perezosa, recobraba por intervalos su antigua destreza y su carácter decidido, y aplicaba sus últimas energías al billar y a la concentración. La señora de Cheíral, a pesar de su limitada inteligencia y de su poca maña, disponía a su gusto del viejo malicioso, tranquilo, apático y picaresco, que, ministro por sexta vez en el Gobierno que sucedió al Gobierno clerical, veía con resignación a su sobrino Mauricio desempeñar sin rectitud y sin moralidad las indeterminadas funciones de secretario del ministerio. Sin duda, le sorprendió bastante a Loyer descubrir en su sobrino inclinaciones reaccionarias y clericales; pero estaba demasiado expuesto a un ataque de apoplejía para permitirse contrariar a su hermana.
La señora de Cheiral se quedaba en casa aquel día. Recibió muy afectuosamente a la señora de Worms-Clavelin, que fue a verla un peco tarde, cuando no esperaba ya ninguna visita.
Se despidieron. La esposa del prefecto regresaba al día siguiente a su prefectura.
—¿Ya, monina?
—Es preciso que me vaya —respondió la señora de Worms-Clavelin, con suavidad y con expresión ingenua, bajo las plumas negras de su sombrero.
Era su adorno de visita, lo que ella llamaba enjaezarse como un caballo de los coches fúnebres.
—¿Comerá usted con nosotros, monína? ¡Se la ve a usted con tan poca frecuencia en París!... Estaremos en intimidad. No creo que venga mi hermano. ¡Se halla tan ocupado, tan absorbido en este momento! Pero probablemente vendrá Mauricio. Los jóvenes de ahora no son tan bulliciosos y atolondrados como los de antes. Mauricio suele pasar la mayoria de las veladas en casa, conmigo.
Empleó para persuadir a la señora de Worms-Clavelin la unción penetrante de un alma sociable:
—¡Sin etiqueta ninguna! Está usted muy bien así. Comeremos en familia.
La señora de Worms-Clavelin había conseguido ya del ministro del Interior la Legión de Honor para su marido, y del ministro de Justicia y de Cultos —Loyer— la promesa de presentar al padre Guitrel como candidato al obispado de Tourcoing, en una lista formada con los nombres de los eclesiásticos propuestos para los seis obispados y arzobispados vacantes. Nada la retenía en París. Su intención era marcharse aquella misma noche a la prefectura.
Se excusó con "un sinnúmero de diligencias", pero la señora de Cheiral mostróse insistente. Como la resistencia de la señora del prefecto se prolongara, la señora de Cheiral, con voz agria y con los labios apretados, demostró su contrariedad. La señora de Worms-Clavelin no quería disgustarla, y cedió al fin.
—¡Gracias a Dios! Repito que comeremos en familia, en la mayor intimidad.
Así fue. Loyer no compareció. Mauricio, a quien esperaban, tampoco. Pero hubo una señora —una estanquera— y un viejo con cargo importante en la enseñanza primaria. La conversación fue pesada. La señora de Cheiral, que realmente sólo se interesaba por sus propios asuntos y que no era benévola con sus amigas íntimas, designó los hombres que la parecían dignos del Senado, de la Cámara y de la Academia, no porque se ocupase de política, de ciencias ni de letras, sino porque se creía en la obligación, como hermana de un ministro, de tener ideas propias sobre todo lo que constituye el engrandecimiento intelectual y moral de la patria. La señora de Worms-Clavelin escuchaba con dulzura encantadora, y conservó constantemente aquella expresión de inocencia que sabía mostrar entre las personas que no eran muy de su gusto; en tales circunstancias, entornaba los ojos de una manera especial para encalabrinar a los viejos, y aquella noche sacó de sus casillas al canoso administrador de la gramática y de la gimnasia nacionales, el cual buscaba el pie de la mojigata por debajo de la mesa. Entretanto, ella pensaba tomar el tranvía que desde la avenida Clichy conduce al Arco de Triunfo, donde, en el cruce de avenidas, semejante a una estrella, estaba su family house.
Pero al entrar en el salón, del brazo del viejo caballero que había hecho señalados servicios a la instrucción primaria, encontró al joven Mauricio Cheiral, quien, retenido basta muy tarde en el ministerio después de la sesión de las Cámaras, había comido en un figón, y volvía a su casa para vestirse, con el propósito de pasar el resto de la noche en un teatro. Miró interesado a ia señora Worms-Clavelin y sentóse junto a ella en el viejo diván maternal, debajo de un gran plato de Sèvres de estilo neochino, pendiente de la pared en un cuadro de peluche azul.
—Señora Clavelin... Precisamente necesito hablarle.
La señora de Worms-Clavelin había sido morena y delgada, y de tal modo nunca desagradó a los hombres. Con el tiempo volvióse gruesa y rubia. En aquel nuevo aspecto tampoco les era desagradable.
—¿Ayer vio usted a mi tío?
—Sí. Me recibió con mucha amabilidad. ¿Cómo está hoy?
—Rendido; en absoluto, rendido... Ya me dio el expediente.
—¿Qué expediente?
-—El expediente con las candidaturas de los seis obispados vacantes. A usted la interesa mucho que el padre Guitrel sea nombrado, ¿eh?
—Mi marido es quien lo desea. Su tío de usted me ha dicho que no echaría el asunto en saco roto.
—Mi tío... Si se fía usted de lo que dice mi tío... Es ministro y no puede enterarse de nada. Le engañan. Además... sólo dice lo que le conviene. ¿Por qué no se dirigió usted a mí?
Encantadoramente púdica y amable, la señora de Worms-Clavelin respondió en voz baja:
—Pues bien: a usted me dirijo.
—Así debe hacerlo —arguyó el secretario—. Me satisface, puesto que su asunto no está en buen camino, y de mí depende que se arregle o no se arregle. ¿La dijo mi tío que iba a hacer las seis presentaciones al Papa?
—Sí.
—Pues bien: ya están hechas. Lo sé perfectamente. Yo mismo las he enviado. Me interesan especialmente las cuestiones eclesiásticas. Mi tío es del antiguo sistema; no comprende la importancia de la religión; estoy convencido. He aquí lo que ocurre: las propuestas de los seis candidatos ya están presentadas al Santo Padre, que sólo acepta cuatro; y por lo que se refiere a los otros dos, el padre Guitrel y el padre Morrue, sin rechazarlos en absoluto, se declara mal informado.
Mauricio Cheiral meneó la cabeza.
—Está mal informado. Y aunque lo estuviera mejor, no sé lo que diría. En confianza, adorable señora: Guitrel me parece un tunante, y toda precaución es poca para elegir obispos. El episcopado es una fuerza sobre la cual un Gobierno cauto debe poder apoyarse. Ahora empiezan a comprenderlo.
—Discurre usted acertadamente —dijo la señora de Worms-Clavelin.
—Por otra parte —prosiguió el secretario del ministro—. el candidato de usted parece inteligente, instruido, de carácter franco...
—En ese caso... —dijo la señora de Worms-Clavelin con una sonrisa deliciosa.
—¡Es un asunto dificultoso! —objetó Cheiral.
La inteligencia de Cheiral no era mucha; pero solía discurrir acerca de un reducido número de asuntos, inclinándose a razonamientos que, por su misma insignificancia, no habían sido aún desembrollados, y, por esto, en sus años juveniles, no faltó quien le considerase capaz de tener ideas propias. Acababa de leer un libro de Imberte de Saint-Amand referente a las Tullerías durante el segundo Imperio; admiraba en su lectura ei fausto de una Corte brillante; había concebido un género de vida, en la cual asociaba los placeres a la política, y proponíase disfrutar del Poder en variadas formas, como lo hizo el duque de Morny. Contempló a la señora de Worms- Clavelin con una intención que fue bien comprendida; ella se mantuvo silenciosa y con los ojos bajos.
—Mi tío —prosiguió Cheiral— me concede absoluta libertad en este asunto, que a él no le interesa. Puedo seguir dos procedimientos: proponer desde ahora los cuatro candidatos agradables a Roma... o advertir al nuncio que ninguna propuesta episcopal se someterá a la firma del presidente de la República mientras la Santa Sede no haya aceptado a los seis candidatos. No he decidido nada todavía, y quisiera obrar de acuerdo con usted en esta cuestión. La esperaré pasado mañana, a las cinco, en un coche cerrado, junto a la verja de! parque Monceau. en la esquina de la calle de Vigny.
"El peligro no es grande" —se dijo la señora de Worms-Clavelin; y sólo contestó a Mauricio con el aleteo de sus largas pestañas.