El anillo de amatista: XX

El anillo de amatista de Anatole France
''' '''


XX

La señora de Worms-Clavelin avanzaba entre la oscuridad y la lluvia, bajo su paraguas, con aquel paso firme y ligero que no había perdido su encanto al pisar las piedras desiguales de las ciudades provincianas.

Entreabrióse la portezuela de un coche de punto que aguardaba junto a la verja del parque Monceau; después abrióse por completo. La señora de Worms-Clavelin se colocó tranquilamente en el asiento, junto al joven secretario del ministerio, que le hizo la pregunta consabida: "¿Está usted bien?", a lo que ella respondió:

—Yo estoy bien siempre.

Y dijo después:

—¡Qué tiempecito!

Los cristales de las portezuelas chorreaban. Todos los ruidos de la calle se ahogaban en el ambiente húmedo, y sólo se oía el goteo de la lluvia.

Cuando el coche comenzó a rodar por las calles, la señora preguntó:

—¿Adonde vamos?

—Adonde usted quiera... Es lo mismo... Pero acaso resulte más conveniente ir hacia Neuilly.

Después de dar sus órdenes al cochero. Mauricio Cheiral dijo a la señora del prefecto:

—Siento una satisfacción al poder anunciarle que el nombramiento del padre Guitrel (Joaquín) para el obispado de Tourcoing lo publicará mañana el Diario Oficial. ¡No quiero que me agradezca el favor! Pero le aseguro a usted que no ha sido fácil arreglar este asunto. El nuncio es un especialista en el empleo de recursos dilatorios. Esas gentes tienen una fuerza de inercia prodigiosa... ¡En fin, ya está conseguido!

—¡Me alegro! —respondió la señora de Worms-Clavelin—. Le aseguro a usted que semejante resolución favorece mucho al partido republicano progresista, y que los moderados sólo tendrán alabanzas para el nuevo obispo.

—En fin —dijo Mauricio Cheiral—, ya está usted complacida.

Y después de un largo silencio, continuó:

—Imagínese que no he dormido en toda la noche pensando en usted. Estaba impaciente por verla.

Lo extraño es que decía la verdad, y que la preparación de aventura tan fácil habíale inquietado mucho; pero hablaba en tono de burla, pausadamente, como si mintiera. Además, faltábanle bríos y firmeza.

La señora de Worms-Clavelin esperaba salir indemne de aquel coche. Mostróse amable, seria, y con voz simpática dijo:

—Gracias, amigo mío. Ya podemos despedirnos aquí, si le parece. Mis afectos a su madre.

Y le alargó su mano, su manita, muy corta, dentro de unos guantes muy sucios. El la retuvo. Se mostró impulsivo y tierno, rebosante de amor propio y de sensualidad. Desde aquel instante comprendió ella lo que sucedería.

—Estoy enlodada como un perro de aguas —le dijo, cuando, al explorar regiones ocultas, él debió advertirlo ya.

Mientras el joven se obstinaba en sus propósitos, venciendo las dificultades que le oponían el lugar y las circunstancias, ella demostró buen gusto. Con suma corrección supo evitar lo que parecía extremado en una resistencia obstinada o en un abandono absoluto. Y cuando los progresos de Mauricio fueron sensibles y decisivos, guardóse también de toda manifestación que pudiera indicar indiferencia irónica o interés compartido. Estuvo admirable; y tampoco sentía ningún odio contra el joven, que tan cándidamente se creía perverso; por el contrario, hasta lamentaba con ingenuidad su descuido, al reflexionar que debió ponerse una ropa interior más lucida en previsión de lo que pudiera ocurrir. Nunca tuvo esmero en el adorno de su ropa interior; pero durante los últimos años su abandono había llegado a ser excesivo. Su acierto consistía en evitar, con una sencillez encantadora, todo lo pomposo y afectado.

Después, Mauricio se mostró satisfecho, indiferente, y hasta un poco aburrido. Hablaba de cosas insustanciales y ajenas a lo que acababa de suceder, y miraba por los cristales a la calle borrosa. Como si el coche rodara en el fondo de un acuario, sólo aparecían a través de la lluvia las luces del gas, y, de cuando en cuando, los globos de cristal de un farmacéutico.

—¡Qué tiempo! —suspiró la señora de Worms-Clavelin.

—Un tiempo imposible, desde hace ocho días —respondió Mauricio Cheiral—. Es insoportable. ¿Sucede lo mismo en su ciudad?

—Nuestro departamento es el más lluvioso de Francia —contestó la señora de Worms-Clavelin con una suavidad encantadora—; pero nunca hay lodo en las avenidas del jardín de la Prefectura. Sepa también que nosotras, las provincianas, usamos chanclos.

—Cuénteme, cuénteme —dijo Cheiral—, porque no conozco su ciudad.

—Hay paseos deliciosos —prosiguió la señora de Worms-Clavelin—, y se pueden hacer excursiones muy agradables por los alrededores. Vaya usted a visitarnos. Mi marido lo recibirá muy afectuosamente.

—¿Vive satisfecho en su Prefectura?

—Sí; muy satisfecho. Ha tenido buena suerte.

A su vez. acercando mucho los ojos al cristal, ella trató de ver algo entre la densa oscuridad, poblada de resplandores fugitivos.

—¿Dónde estamos? —dijo.

—Debemos de estar lejos de todo —respondió Cheiral con precipitación—. ¿En dónde quiere usted que la deje?

Le pidió que la dejara en una parada de coches. El ya no disimuló su deseo de separarse lo más pronto posible.

—Tengo que ir a la Cámara —dijo—; no sé qué habrá ocurrido.

—¿Había sesión?

—Sí; pero nada importante, según creo. Un aumento de tarifas. Voy a dar una vuelta por allí.

Se despidieron con agrado, con facilidad. La señora de Worms-Clavelin, al tomar un coche en el bulevar de Courcelles, cerca de la muralla, oyó vocear periódicos de la noche, y varios vendedores pasaron rápidamente; llevaban extendidas las hojas, en cuya cabecera se veía, escrito con letras muy grandes, un rótulo sensacional: "Caída del Ministerio."

La señora de Worms-CIavelin quedóse un instante con la mirada fija en aquella gente y el oído atento a las voces que se perdían en la sombra húmeda. Reflexionaba que si, en realidad, Loyer hubiera presentado su dimisión al presidente de la República, no aparecerían en el Diario Oficial de la mañana siguiente los nombres de los obispos nuevos. Pensó que acaso la condecoración de su marido no estaba comprendida en el testamento del ministro del Interior, y que había pasado inútilmente media hora entre las cortinillas azules de un coche. No lamentaba lo sucedido; pero no era propio de su carácter hacer nada inútil.

—A Neuilly —dijo al cochero—, bulevar Bineau; al convento de las Damas de la Preciosa Sangre.

Y se acomodó, pensativa, en el solitario coche. Los gritos de los vendedores atravesaban los cristales. Ella creía posible que la noticia fuese cierta; pero no compró ningún periódico por desconfianza, por desprecio hacia todo lo que se imprime en los periódicos, y por una especie de pundonor, pues no quería que la robasen ni siquiera cinco céntimos. Pensaba que si, en realidad, caía el Ministerio a los pocos instantes de haber consumado ella sus condescendencias, era un ejemplo muy expresivo de la ironía de las cosas y de la malignidad que nos acecha de continuo, rodeándonos como un ambiente sutil. Se preguntaba si el secretario del ministerio conocería ya, cuando la esperaba en la verja del parque de Monceau, la noticia que pregonaron poco después los voceadores. Ante aquella sospecha, la sangre se le agolpó en las mejillas, como si su pudor hubiera sido traicionado y su buena fe sorprendida. ¿Mauricio Cheiral se habría burlado de ella? Semejante suposición era incomprensible. Pero su juicio sereno y su experiencia de los asuntos afirmábanla en la idea de que no debemos preocuparnos por lo que dicen los periódicos. Pensó, sin alarma, en el padre Guitrel, felicitándose de haber contribuido con toda su voluntad a la elevación de aquel excelente sacerdote a la sede del bienaventurado Loup. Luego se arregló el vestido para presentarse convenientemente en el salón de las Damas de la Preciosa Sangre, que educaban a su hija.

La bruma era más tenue y más dorada en las avenidas solitarias sobre las tierras húmedas y bajas de Neuilly; y entre la lluvia, los grandes árboles, deshojados, alzaban sus formas elegantes y robustas. La señora de Worms-Clavelin, al ver unos álamos, recordó los goces tranquilos de la vida campestre, a que aspiraba con amoroso afán.

Llamó a la verja, sobre la cual, rematando un escudo de piedra, se veía el guante donde José de Arimatea recogió la divina sangre del Salvador. La hermana tornera hizo que avisaran a la señorita Clavelin, y la señora de Worms-Clavelin entró en el salón de visitas. Allí, delante de la Virgen, blanca y azul, que abría sus manos rebosantes de dones, la mujer del prefecto sintióse penetrada por un sentimiento religioso muy profundo y muy suave; para ser cristiana le faltaba todavía el bautismo, pero había hecho bautizar a su hija y la educaba en la religión católica; como la República, inclinábase hacia la devoción burguesa. En un ímpetu sincero de su alma se inclinó devotamente ante aquella dulce Virgen blanca y azul, a la que invocan en sus aflicciones las damas de buena sociedad. Con un místico ardor que el judaismo no pudo satisfacer jamás, ante aquella imagen inmaculada y clemente dio gracias a la Providencia por los favores que había cosechado en su vida.

Debíale a Dios que, nacida en la miseria de Montmartre y después de andar en su infancia con las suelas rotas sobre el sucio barro de los bulevares exteriores, al presente vivía entre personas distinguidas; pertenecía a la clase acomodada, participaba en la administración de los negocios públicos; y estábale agradecida porque en todas las transacciones (ya que la vida es difícil y con frecuencia necesitamos recurrir a los demás), trataba siempre con hombres bien educados.

—¡Buenas tardes mamá!

Lo primero que hizo la señora de Worms-Clavelin fue acercarse con su hija a la luz de la lámpara para verle bien la dentadura. Era lo que más la interesaba. Luego examinó el borde interior de los párpados, temerosa de hallarlo descolorido por la anemia, y observó al fin si llevaba el cuerpo erguido y si se había mordido las uñas. Ya satisfecha de sus investigaciones físicas, preocupóse del trabajo y de la conducta. Su solicitud se inspiraba en un justo sentido y en un conocimiento exacto de la vida. Era una madre excelente.

Y cuando al fin hubieron de separarse al oir la campana que llamaba al estudio de la noche, la señora de Worms-Clavelin sacó de su bolsillo una caja de pastillas de chocolate. Aquella caja estaba machucada y rota.

La señorita Clavelin la cogió, y dijo burlonamente:

—¡Oh mamá, parece que sale de una batalla!

—¡Con un tiempo tan cochino...! —dijo la señora de Worms-Clavelin, encogiéndose de hombros.

Después de cenar, sobre la mesa del salón de su family house encontró un periódico de la noche cuyas noticias la merecían alguna confianza, y se enteró de que no hubo dimisiones de ministros. Era cierto que al final de la sesión sufrieron una derrota en un asunto de secundario interés; pero inmediatamente habían obtenido en el mismo asunto una mayoría de ciento cinco votos.

Mostróse muy satisfecha, recordó a su marido y reflexionó: "Luciano se alegrará cuando sepa que Guitrel ha sido nombrado obispo."