El amigo de la muerte/XII. El sol en el ocaso


XII - El sol en el ocaso editar

Amaba y era amada; adoraba y era adorada. Siguiendo la ley de la naturaleza,
las almas de los dos amantes al confundirse la una con la otra,
hubieran dejado de existir en la embriaguez de la pasión si las almas pudieran morir.

(LORD BYRON.)

Gil y Elena se amaban, se pertenecían, eran libres, estaban solos.

Los recuerdos de su infancia, los latidos de su corazón, la voluntad de sus padres, la fortuna, el nacimiento, la bendición de Dios, todo los unía, todo los enlazaba.

Los que se vieron con placer desde muy niños; los que se prendaron recíprocamente de su belleza cuando adolescentes; los que habían llorado a unas mismas horas los tormentos de la ausencia, Gil y Elena, Elena y Gil;encia, Gil y Elena, Elena y Gil; por predestinación, perdían al fin, en hora tan mística y solemne, su individualidad mísera y solitaria para confundirse en un porvenir inmenso de ventura, como dos ríos nacidos en una misma montaña, y alejados uno de otro en su tortuoso curso, se reúnen y se identifican en la soledad infinita del Océano.

Era por la tarde, pero no parecía la tarde de un solo día, sino la tarde de la existencia del mundo, la tarde de todo el tiempo transcurrido desde la Creación.

El sol declinaba melancólicamente hacia el ocaso. Las esplendorosas luces de Poniente doraban la fachada de la quinta, filtrándose a través de los lujosos y verdes pámpanos de una extensa parra, especie de dosel que cobijaba a los dos nuevos esposos. El aire sosegado y tibio, las últimas flores del año, las aves inmóviles en las ramas de los árboles, toda la naturaleza, en fin, asistía muda y asombrada a la muerte de aquel día, a aquella puesta del sol, como sí debiera ser la última que presenciasen los humanos; cual si el astro-rey no hubiera de volver al día siguiente tan generoso y alegre, tan pródigo de vida y juventud como se había presentado tantas mañanas consecutivas durante tantos miles de siglos...

Diríase que en aquel punto el tiempo se había parado; que las horas, rendidas de su continua danza, se habían sentado a descansar sobre la hierba y se contaban las patéticas historias amor y de la muerte, como jóvenes pensionistas que, fatigadas de jugar, hacen corro en el jardín de un convento y se refieren las aventuras de su niñez y los delirios de su adolescencia.

Diríase también que en aquel momento terminaba un período de la historia del mundo; que todo lo criado se daba una despedida eterna: el pájaro, a su nido; el céfiro, a las flores; los árboles, a los ríos; el sol, a las montañas; que la íntima unión en que todos habían vivido, prestándose mutuamente color o fragancia, música o movimiento, y confundiéndose en una misma palpitación de la existencia universal, habíase interrumpido para siempre y que en adelante cada uno de aquellos elementos quedaría sometido a nuevas leyes e influencias.

Diríase, en fin, que en aquella tarde iba a disolverse la asociación misteriosa que constituye la unidad y la armonía de los orbes; asociación que hace imposible la muerte de la más fútil de las cosas creadas; que transforma y resucita continuamente la materia; que de nada prescinde; que todo se lo identifica; que todo lo renueva y embellece.

Más que nada y más que nadie poseídos de esta suprema intuición y de esta alucinación extraña, Gil y Elena, inmóviles también, también silenciosos, cogidos de la mano, atentos a la augusta tragedia de la muerte de aquel día, último de sus desventuras, mirábanse con hondo afán y ciega idolatría, sin saber en qué pensaban, olvidados del universo entero, extáticos y suspendidos, como dos retratos, como dos estatuas, como dos cadáveres.

Quizá creían estar solos sobre la tierra; quizá creían haberla abandonado...

Desde que desaparecieron los testigos de su casamiento; desde que expiró el rumor de sus pasos a lo lejos del camino; desde que el mundo los abandonó completamente, nada se habían dicho, ¡nada!, absortos en la delicia de mirarse.

¡Allí estaban, sentados en un banco de césped; rodeados de flores y verdura; con un cielo infinito ante los ojos; libres y solitarios como dos gaviotas paradas en medio de los desiertos del Océano sobre un alga mecida por las olas!

Allí estaban, embebidos en su mutua contemplación; avaros de su misma dicha; con la copa de la felicidad en la mano; sin atreverse a llevar los labios a ella, temerosos de que todo fuera un sueno, o no codiciando mayor ventura por miedo de perder la que ya sentían...

¡Allí estaban, en fin, ignorantes, vírgenes, hermosos, inmortales, como Adán y Eva en el Paraíso antes del pecado!

Elena, la doncella de diecinueve años, se hallaba en toda la plenitud de su peregrina hermosura, o, por mejor decir, hallábase en aquel fugitivo momento de la juventud de la mujer, en que, poseedora ya de todos sus hechizos, conocedora de su propia naturaleza, colmada de bendiciones del cielo y de promesas de felicidad, puede sentirlo todo y aún no ha sentido nada, es mujer y niña al mismo tiempo... Rosa entreabierta al generoso influjo del sol, que ha desplegado ya todas sus hojas, muestra todos sus encantos y recibe los halagos del céfiro, pero que aún conserva aquella forma, aquel color y aquel perfume que sólo guardan los púdicos pimpollos.

Elena era alta, de formas esbeltas y esculturales, toda bella, artística y seductora. Su redonda cabeza, coronada de cabellos rubios, dorados hacia las sienes y castaños en lo más recio de sus ondas, se adelantaba valientemente sobre un cuello blanco y torneado como el de Juno. Sus ojos azules parecían reflejar lo infinito del pensamiento increado. De aquellos ojos podía decirse que, por mucho que se los miraba, nunca se acababa de verlos. Tenían algo del cielo, además del color y de la pureza.

Y era así: en la mirada de Elena había una luz de eternidad, de espíritu puro, de pasión inmortal, que no pertenecía a la tierra. Su tez, blanca y pálida como el agua al anochecer, ofrecía la transparencia del nácar, pero no reflejaba el rubor de la sangre: sólo alguna delgada vena, de color celeste, interrumpía tan serena y apacible blancura. Dijérase que Elena era de mármol.

Su rostro de ángel tenía, empero, boca de mujer. Aquella boca, bermeja como la flor del granado, húmeda y brillante como la cuna de las perlas, estaba, si puede decirse así, anegada en un vapor tibio y voluptuoso como el suspiro que la mantenía entreabierta. Hubiérase, pues, podido comparar también a Elena a la estatua labrada por Pigmalión, cuando, por primera vez y para besar al artista, movió los hechiceros labios...

Elena, en fin, vestía de blanco, lo cual aumentaba la deslumbradora magnificencia de su hermosura. Sin embargo, era una de esas mujeres que los atavíos nunca logran disfrazar. Acontecía con ella lo que con las nobles Minervas paganas, que dejan adivinar, a través de sus vestiduras, las purísimas formas de la belleza olímpica. La acabada y suprema beldad de la nueva esposa se revelaba también en todo su esplendor, aun bajo la seda y los encajes. Parecía como que su cuerpo radiaba entre los pliegues del vestido blanco, al modo que las náyades y las nereidas iluminan con sus bruñidos miembros el fondo de las olas.

Tal era Elena la tarde de sus bodas con Gil Gil...

Y tal la miraba Gil Gil: ¡tal era suya!