El amigo de la muerte/XIII. Eclipse de luna


XIII - Eclipse de luna editar


Nunca pusieran fin al triste lloro
los pastores, ni fueran acabadas
la canciones que sólo el monte oía,
si mirando la nubes coloradas,
el transmontar del sol, bordadas de oro,
no vieran que era ya pasado el día.
La sombra se veía
venir corriendo apriesa,
ya por la falda espesa
del altísimo monte...
   
(GARCILASO.)


¡Oh! Sí; el joven la miraba... como el ciego mira al sol; que no ve el astro, pero siente el calor en las muertas pupilas.

Después de tantos años de soledad y pena, después de tantas horas de fúnebres visiones, ¡él, EL AMIGO DE LA MUERTE, contemplábase engolfado en un océano de vida, en un mundo de luz, de esperanza, de felicidad!

¿Qué había de decir, qué había de pensar el desventurado, si todavía no acertaba a creer que existía, que aquella mujer era Elena, que él era su esposo, que ambos habían escapado a las garras de la Muerte?

-¡Habla, Elena mía!... ¡Dímelo todo! -exclamó al cabo Gil Gil, cuando ya se hubo puesto el sol y los pájaros interrumpieron el silencio-. ¡Habla, bien mío!...

Entonces le contó Elena todo lo que había pensado y sentido durante aquellos tres últimos años; su pena cuando dejó de ver a Gil Gil; su desesperación al marchar a Francia; cómo lo divisó, al partir, a la puerta de su palacio; cómo el duque de Monteclaro se había opuesto a este amor, de que le enteró la condesa de Rionuevo; cómo gozó al encontrarlo en el atrio de San Millán hacía tres días; cuánto sufrió al verlo caer herido por la terrible frase de la condesa... ¡Todo..., todo se lo contó...; porque todo había aumentado su cariño, lejos de entibiarlo!

Caía la noche... y, a medida que se espesaban sus tinieblas, calmábase la secreta angustia que turbaba la dicha de Gil Gil.

«¡Oh! -pensaba el joven atrayendo a Elena sobre su corazón-. La Muerte ha perdido mi rastro, y no sabe dónde me encuentro... ¡No vendrá aquí, no!... ¡Nuestro amor inmortal la ahuyentaría! ¿Qué había de hacer la Muerte a nuestro lado? ¡Ven, ven, noche tenebrosa, y envuélvenos en tu negro velo!... ¡Ven, aunque hayas de durar siempre!... ¡Ven, aunque el día de mañana no amanezca nunca!

-¡Tiemblas..., Gil!... -balbuceó Elena-. ¡Lloras!...

-¡Esposa mía! -murmuró el joven-. ¡Mi bien!... ¡Mi cielo! ¡Lloro de felicidad!

Dijo, y, cogiendo en sus manos la hechicera cabeza de la desposada, fijó en sus ojos una mirada intensa, delirante, loca.

Un hondo y abrasador suspiro, un grito de embriagadora pasión, se confundió entre los labios de Gil y de Elena.

-¡Amor mío! -tartamudearon los dos en el delirio de aquel primer beso, a cuyo regalado son se estremecieron los espíritus invisibles de la soledad.

En esto salió súbitamente la luna, plena, magnífica, esplendorosa.

Su fantástica luz, no esperada, asustó a los dos esposos, que volvieron la cabeza a un mismo tiempo hacia el Oriente, alejándose el uno del otro no sabemos por qué misterioso instinto, pero sin desenlazar sus manos trémulas y crispadas, frías en aquel instante como el alabastro de un sepulcro.

-¡Es la luna! -murmuraron los dos con enronquecido acento.

Tornaron a mirarse extáticamente, y Gil extendió los brazos hacia Elena con un afán indefinible, con tanto amor como desesperación...

Pero Elena estaba pálida como una muerta.

Gil se estremeció.

-Elena..., ¿qué tienes? -dijo.

-¡Oh, Gil!... -respondió la niña-. ¡Estás muy pálido!

En este momento se eclipsó la luna, como si una nube se hubiese interpuesto entre ella y los dos jóvenes...

Pero, ¡ay! ¡No era una nube!...

Era una larga sombra negra, que, vista por Gil Gil desde el césped en que se reclinaba, tocaba en los cielos y en la tierra, enlutando casi todo el horizonte...

Era una colosal figura, que acaso agrandaba su imaginación...

Era un terrible ser, envuelto en larguísima capa oscura, el cual se hallaba de pie, a su lado, inmóvil, silencioso, cubriéndolos con su sombra...

¡Gil Gil adivinó quién era!

Elena no veía al lúgubre personaje... Elena seguía viendo a la luna.