El amigo de la muerte/XI. Gil vuelve a ser dichoso, y acaba la primera parte de este cuento


XI - Gil vuelve a ser dichoso, y acaba la primera parte de este cuento editar

Al día siguiente, el 1 de septiembre de 1724, a las nueve de la mañana, paseábase Gil Gil por una sala del palacio de Rionuevo.

Aquel palacio le pertenecía, puesto que ya era conde y estaba legitimado en virtud del testamento y demás papeles de su padre, que el duque de Monteclaro y el arzobispo de Toledo encontraron en el lugar que dijo la condesa.

Además, la noche antes un mensajero le había entregado de parte de Felipe V, quien al fin se decidía a volver al trono de San Fernando, un título de médico de cámara, el nombramiento de Duque de la Verdad y treinta mil pesos en oro.

En fin: al otro día debía verificarse su matrimonio con Elena de Monteclaro.

Por lo que respecta a la Muerte, Gil Gil la había perdido completamente de vista desde la mañana anterior que salió de palacio llevándose el alma de Luis I.

Sin embargo, nuestro joven recordaba que la implacable deidad le había ofrecido apadrinarlo en su casamiento con Elena, y ved la razón de que se paseara tan pensativo.

-¡He aquí -decía- que ya soy noble, rico y poderoso! ¡Heme aquí dueño de la mujer que idolatro!... Y, sin embargo, no soy feliz. Anoche, al mirar a Elena, y luego en mi última plática con la Muerte, he creído entrever no sé qué pavorosos misterios. ¡Yo necesito romper mis relaciones con el siniestro numen que me ha protegido!... Será una ingratitud... ¡Que lo sea! ¡Ya tendrá con el tiempo ocasión de vengarse! No... ¡No quiero ver más a la Muerte!... ¡Soy tan feliz!...

El nuevo duque púsose a excogitar la manera de no tener amistad con la Muerte sino en la última hora de su vida.

Es un hecho -continuaba- que yo no me moriré hasta que Dios quiera. ¡La Muerte, por sí y ante sí, no puede hacerme ningún daño, dado que no está en sus facultades acelerar mi fallecimiento ni el de Elena! La cuestión, por tanto, es no verla, no oírla a todas horas. Su voz me espanta, sus revelaciones me desconsuelan, sus discursos me inspiran desprecio a la vida y a las cosas. ¿Cómo haré yo para que no siga siendo mi pesadilla? ¡Ah, qué idea!... La Muerte no se presenta sino donde tiene algo que matar... ¡Viviendo en el campo..., sin ver gente..., solo con Elena..., mi enemiga me dejaría en paz hasta que, por decreto del Altísimo, fuese directamente a buscarnos a uno de los dos! Y entretanto, para no verla tampoco en Madrid, viviré con los ojos vendados...

Entusiasmado con este último pensamiento nuestro joven radió de alegría como si acabara de salir de una larga enfermedad y se creyese asegurado sobre la tierra hasta la consumación de los siglos.

A la tarde siguiente, a las seis, Gil Gil y Elena de Monteclaro contrajeron matrimonio en una hermosa quinta situada al pie del Guadarrama y perteneciente al nuevo conde y duque.

A las seis y media regresó a Madrid la comitiva, y quedaron solos nuestros desposados en un frondosísimo jardín.

El antiguo Gil Gil no había vuelto a ver a la Muerte.

Y aquí pudiera terminar la presente historia, y, sin embargo, aquí es donde verdaderamente principiará a ser interesante y clara.