El amigo Manso/Capítulo XXVIII


Capítulo XXVIII - Habla Peñita editar

Esto decían, y al punto, deseoso de oír a mi discípulo, dejé a mi hermano y subí al empinado palco donde estaba la familia. Entré; nadie volvió la cara para ver quién entraba; tan embebecidas estaban las cuatro damas en contemplar y oír al orador. Sólo el negro me miró, y acariciándome una mano, se pegó a mi costado. Acerqueme sin hacer ruido, y por encima de las cuatro cabezas miré al teatro. No he visto nunca gentío más atento, ni mayor grado de interés, totalmente dirigido a un punto. Verdad es que pocas veces he visto mayor ni más brillante ejemplo de la elocuencia humana. Fascinado y sorprendido estaba el público. Un joven con su palabra arrebatadora, don semi-divino en que concurrían la elegancia de los conceptos, la audacia de las imágenes y el encanto físico de la voz robusta y flexible, había cautivado y como prendido en una red de simpatía la heterogénea masa de personas diversas, y en una misma exclamación de gozo se confundían el necio y el sabio, la mujer y el hombre, los frívolos y los graves. Él despertaba, con la vibración celestial de las cuerdas de su noble espíritu, los sentimientos cardinales del alma humana, y no había un solo espectador que no respondiese a invocación tan admirable. Doña Jesusa se volvió hacia mí, y en su cara observé que estaba como lela. Hasta el pintado esposo que campeaba en el pecho de la señora, me pareció que se había entusiasmado en su placa de marfil o porcelana. Mercedes me miró también, haciendo un gesto que quería decir: «esto sí que es bueno». Lica e Irene no movían la cabeza: la emoción las había hecho estatuas.

Por mi parte, debo declarar que la admiración que Manuel me causaba y el regocijo de presenciar triunfo tan grande del que había sido mi discípulo, me ponían un nudo en la garganta. Sí, yo podía tomar para mí una parte, siquiera pequeña, de la gloria que el divino muchacho recogía a manos llenas aquella noche. Si recibió de Naturaleza aquel extraordinario hechizo de la palabra, yo había labrado la pedrería de su grande ingenio, yo había dado a sus dones nativos la vestidura del arte, sin la cual habrían parecido desaliñados y toscos, yo le había enseñado lo que fueron y cómo se formaron los grandes modelos, y sin duda de mí procedían muchos de los medios técnicos y elementales de que se valía para obtener tan admirables efectos. Así, cuando al terminar un párrafo estallaba en el público una tronada de aplausos, yo me rompía las manos y deseaba estar cerca del orador para estrecharle entre mis brazos.

¿Y de qué hablaba? No lo sé fijamente. Hablaba de todo y de nada. No concretaba, y sus elocuentes digresiones eran como una escapatoria del espíritu y un paseo por regiones fantásticas. Y sin embargo, notábanse en él pujantes esfuerzos por encerrar su fantasía dentro de un plan lógico. Yo le veía sujetando con firme rienda el brioso caballo alado que en las alturas se encabritaba, insensible al freno y al látigo. Con estar yo tan fascinado como los demás oyentes, no dejaba de comprender que el brillante discurso, sometido a la lectura, habría de presentar algunos puntos vulnerables y tantas contradicciones como párrafos. Mi entusiasmo no embotaba en mí el don de análisis, y, temblando de gozo, hacía yo la disección del esqueleto lógico, vestido con la carne de tan opulentas galas... Pero, ¿qué importaba esto si el principal objeto del orador era conmover, y esto lo conseguía plenamente hasta el último grado? ¡Qué admirable estructura de frases, qué enumeraciones tan brillantes, qué manera de exponer, qué variedad de tonos y cadencias, qué secreto inimitable para someter la voz al sentido y obtener con la unión de ambos los más sorprendentes efectos, qué matices tan variados, y por último, qué accionar tan sobrio y elegante, qué dicción enérgica y dulce sin descomponerse nunca, sin incurrir en la declamación, sin salmodiar la frase! Las imágenes sucedían a las imágenes, y aunque no todas eran de gran novedad, y aun había alguna que aparecía un poco mustia, como flor que ha sido muy manoseada, el público, y yo también, las encontrábamos admirables, frescas, bonitas. Algunas fueron de encantadora novedad.

Pero, ¿de qué hablaba? De lo que él mismo había dicho, del Cristianismo, de la redención y enaltecimiento de la mujer, de la libertad y un poco de los ideales grandes del siglo XIX. Allí salieron a relucir Isabel la Católica dando sus alhajas, Colón redondeando la civilización y Stephenson que, con la locomotora, ha emparentado las partes del mundo. Allí oí algo de las catacumbas, de Lincoln, el Cristo del negro, de las hermanas de la Caridad, del cielo de Andalucía, de Newton, de las Pirámides y de los caprichos de Goya, todo enlazado y tejido con tal arte, que el oyente le seguía de sorpresa en sorpresa, pasmado y hechizado, a veces con fatiga de tanta luz, de tan variados tonos y de transiciones tan gallardas.

Cuando concluyó, parecía que se desplomaba el teatro, y que todo su maderamen crujía y se desarmaba con la vibración de las palmadas. Los más cercanos se abalanzaban hacía el escenario como si le quisieran abrazar, y las señoras se llevaban el pañuelo a los ojos para secarse alguna lágrima, por ser cosa corriente en ellas que toda emoción, y el entusiasmo mismo, las haga llorar. Manuel se retiraba, y los aplausos le hacían volver a salir tres, cuatro, qué sé yo cuántas veces. El señor de Pez, no queriendo dejar de hacer algún papel conspicuo en tan solemne ocasión, sacaba de la mano al joven y le presentaba al público con paternal solicitud. Alguien decía: «es un niño»; otros, «qué prodigio», y yo gritaba a los vecinos del palco próximo: «es mi discípulo, señores, es mi discípulo».

Lica se volvió a mí y me dijo:

«¡Qué lástima que no haya venido su mamita a oírle!».

Y doña Jesusa, suponiéndome desairado, me miró con benevolencia, y me dijo:

«También usted ha estado muy bien...».

¡Y yo que no me acordaba de mi discurso, ni de la funesta corona!

-¡Qué lástima que no hubiéramos traído dos guirnaldas!

-A propósito, Manuela, ¡qué inoportunas estuvisteis!...

-Calla, chinito, más mereces tú.

-Si es que Máximo -me dijo doña Jesusa, reforzando su benevolencia porque me suponía triste del bien ajeno-, estuvo también muy bueno... Todos, todos han estado buenos...

Y la otra no decía nada. Cuando concluyeron los aplausos, volvió a su asiento. La miré; tenía las mejillas encendidas; también había llorado.

«¡Qué bueno, qué bueno! -exclamaba Lica sin cesar-. Este niño es un milagro. ¿Qué le ha parecido a usted, Irene?».

Irene me miró, y tuvo una frase celestial.

«Hace honor a su maestro».

-Este muchacho -afirmé yo-, será un gran orador. Ya lo es. Parece que en él ha querido la Naturaleza hacer el hombre tipo de la época presente. Está cortado y moldeado para su siglo, y encaja en éste como encaja en una máquina su pieza principal.

-Ahí, en el palco de al lado, decía un señor que Manuel será ministro antes de diez años.

-Lo creo; será todo lo que quiera; es el niño mimado del destino. Todas las hadas le han visitado en su nacimiento...

-Me parece que debemos marcharnos. Yo estoy muy cansada. ¿Y usted, mamá?

-Por mí, vámonos.

-¿Y no oímos al tenor? -indicó Mercedes con desconsuelo.

-Niña, en el Real lo oiremos.

Levantáronse. Irene estaba en el antepalco distribuyendo abrigos. Cuando todos se abrigaron, también ella tomó el suyo. Yo atendí primero a doña Jesusa, a Lica, a Mercedes, después a ella que, con su alfiler en la boca, desdoblaba el mantón para ponérselo. Irene me dio las gracias. No sé por qué se me antojó que lloraba todavía. ¡Engaño de mis embusteros ojos!... Salimos. El negrito se colgó de mi brazo obligándome a inclinarme del costado derecho. Todo era para alcanzar mi oído con su hociquillo y decirme con tímido secreto:

«Ninguno ha estado tan bien como taita. Mi amo Máximo les gana a todos, y si dicen que no...».

-Calla, tonto.

-Po que no lo entienden.

La necesidad de acompañar a la familia me privó de ir al escenario para dar un estrecho abrazo a mi amado discípulo. Pero yo le vería pronto en su casa, y ahí hablaríamos largamente del colosal éxito de aquella noche...

¡Y mi corona que se había quedado en el escenario! Mejor: in mente se la regalaba yo al arpista. No apoyaba esta idea Lica, que me dijo al subir al coche:

«Bien dice Irene que eres un sosón... ¿Por qué no has traído la corona? ¿Crees que no la mereces?... Pues sí que la mereces. Fue idea mía, ¿qué te parece?».

-No, que fue idea mía -replicó prontamente la niña Chucha.

-No reñir, señoras; quedemos en que fue idea de las dos, lo cual no impide que sea una idea detestable.

-Mal agradecido.

-Relambido.

-Como no hubo tiempo, no pudimos escoger una cosa mejor. Lica escogió las flores.

-Y yo las hojas verdes.

-Y yo, las cintas encarnadas.

-Pues todas, todas han tenido un gusto perverso.

-Bueno, bueno, no te obsequiaremos más.

-¡Ay qué fantasioso!

Irene callaba. Iba junto a mí en el asiento delantero, y con el movimiento del coche su codo y el mío se frotaban ligeramente. Si fuera yo más inclinado a hacer retruécanos de pensamiento, diría que de aquel rozamiento brotaban chispas, y que estas chispas corrían hacia mi cerebro a producir combustiones ideológicas o ilusiones explosivas... Con el cuneo del coche se durmió doña Jesusa. Lica se echó a reír, y dijo:

«Ya mamá está en la Bienaventuranza. ¿Y usted, Irene, se ha dormido también?».

-No señora -replicó la maestra con cierta sequedad.

-Como está usted tan callada... Y tú, Máximo, ¿qué tienes, que no hablas?

Advertí, entonces, que no había desplegado mis labios en un buen espacio de tiempo. No sé si dije algo para responder a Lica. Llegamos, por fin, a casa. Nada aconteció digno de ser contado. Aburrimiento general y desfile de cada persona hacia su habitación. Yo quise decir algo a Irene; la sentí detrás de mí cuando me despedía de doña Jesusa en el pasillo; volvime, di algunos pasos y ya había desaparecido. Fui al comedor... nada. En el gabinete de Manuela... tampoco. Pregunté a la mulata... La señorita Irene se había encerrado en su cuarto... ¡Ay!, ¡qué prisa, Dios mío!... Bien, bien, yo también me retiro.

El negrito se me colgó del brazo para hacerme inclinar y hablarme al oído. Siempre me decía sus cosas en secreto, con un susurro cariñoso que parecía infiltrar en mi espíritu el extracto más puro de la inocencia humana. Sus palabras fueron breves y revelaban cándido orgullo:

«Yo taje la corona de la tienda».

-Bueno, hombre, que te aproveche. Adiós.

Antes de subir a casa quise felicitar a doña Javiera. La pobre señora estaba fuera de sí. También ella había ido al teatro, y presenciado desde el paraíso el grandioso triunfo de su querido hijo. Este le había llevado un palco; pero ella no quiso ocuparlo y lo cedió a unas amigas: temía que su amor maternal la arrastrase a demostraciones demasiado violentas, con lo que se pondría en ridículo. En el paraíso, acompañada tan sólo de la criada, había llorado a sus anchas, y cuando oyó los palmoteos y vio el loco entusiasmo del público, creyose transportada al Cielo. A la conclusión, la buena señora había perdido el conocimiento, y por poco no la llevan a la casa de socorro. Abrazome con ardiente alegría, diciéndome que yo, como maestro de aquel milagro de la Naturaleza, tenía la mejor parte de su victoria.

-Por allí no decían más sino: «Este muchacho va a hacer la gran carrera... El mejor día me lo ponen de diputado y de ministro. Vaya un hombrecito...». Figúrese usted, amigo Manso, si estaría yo hueca. Se me caía la baba, y lloraba como una tonta. Me daban ganas de ponerme en pie y gritar desde la barandilla del paraíso: «Si es mi hijo, si le he parido y le he criado a mis pechos...». La suerte que me desmayé... En fin, yo estaba loca. El corazón se me había puesto en la garganta... Por cierto que le vi a usted en un palco alto con las señoras. Yo le miré muy mucho a ver si usted me columbraba, para hacerle una seña diciendo: «aquí estamos todos». Pero usted no miró... ¡Ah!, y ahora que me acuerdo. También usted habló muy requetebién. Allí, al lado mío, había un señor muy descontentadizo, que dijo tonterías de usted... Casi nos pegamos él y yo, y cuando le echaron la corona las del palco, grité: «a ese... bien, bien...». Si he de decirle la verdad, desde arriba no se oyó nada de lo que usted dijo, porque como habla usted tan bajito... Es el caso que como oía tan mal me iba quedando dormida. Desperté asustada cuando le echaban a usted la corona, y entonces di unas palmotadas... Después vino el verso. ¡Y qué verso tan precioso! ¡A mí me daba un gusto!... Esto de oír buenos versos es como si le hicieran a una cosquillas. Se ríe y se llora... no sé si me explico.

Y por aquí siguió charlando. Yo estaba fatigadísimo y deseaba retirarme. Era muy tarde y Manuel no venía. Deseaba yo verle aquella misma noche para felicitarle con toda la efusión de mi leal cariño; pero tardaba tanto, que me fui a mi cuarto tercero, y me recogí, ávido de silencio, de quietud, de descanso.