El amigo Manso/Capítulo XXIX


Capítulo XXIX - ¡Oh, negra tristeza!

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Fúnebre y pesado velo, ¿quién te echó sobre mí? ¿Por qué os elevasteis lentos y pavorosos sobre mi alma, pensamientos de muerte, como vapores que suben de la superficie de un lago caldeado? Y vosotras, horas de la noche, ¿qué agravio recibisteis de mí para que me martirizarais una tras otra, implacables, pinchándome el cerebro con vuestro compás de agudos minutos? Y tú, sueño, ¿por qué me mirabas con dorados ojos de búho haciendo cosquillas en los míos, y sin querer apagar con tu bendito soplo la antorcha que ardía en mi mente? Pero a nadie debo increpar como a vosotros, argumentos tenues de un raciocinio quisquilloso y sofístico...

Tú, imaginación, fuiste la causa de mis tormentos en aquella noche aciaga. Tú, haciendo pajaritas con una idea y enredando toda la noche; tú, la mal criada, la mimosa, la intrusa, fuiste quien recalentó mi cerebro, quien puso mis nervios como las cuerdas del arpa que oí tocar en la velada. Y cuando yo creía tenerte sujeta para siempre, cortaste el grillete; y juntándote con el recelo, con el amor propio, otros pillos como tú, me manteasteis sin compasión, me lanzasteis al aire. Así amaneció mi triste espíritu rendido, contuso, ofreciendo todo lo que en él pudiera valer algo por un poco de sueño...

La verdad es que no tenían explicación racional mi desvelo y mis tristezas. Se equivoca el que atribuya aquella desazón a heridas del amor propio por el pasmoso éxito del discurso de Manuel Peña comparado con el mío, que fue un éxito de benevolencia. Yo estaba, sí, muy arrepentido de haberme metido en veladas; pero no tenía celos de mi discípulo a quien quería entrañablemente, ni había pensado nunca disputarle el premio en la oratoria brillante. La causa de mi hondísima pena era un presentimiento de desgracias que me dominaba sobreponiéndose a toda las energías que mi espíritu posee contra la superstición; era un cálculo basado en datos muy vagos, pero seductores, y que con lógica admirable llegaba a la más desconsoladora afirmación. En vano demostraba yo que los datos eran falsos; la imaginación me presentaba al instante otros nuevos, marcados con el sello de la evidencia. Al levantarme, me dije:

«Soy una especie de Leverrier de mi desdicha. Este célebre astrónomo descubrió al planeta Neptuno sin verle, sólo por la fuerza del cálculo, porque las desviaciones de la órbita de Urano le anunciaban la existencia de un cuerpo celeste hasta entonces no visto por humanos ojos, y él, con su labor matemática, llegó a determinar la existencia de este lejano y misterioso viajero del espacio. Del mismo modo yo adivino que por mi cielo anda un cuerpo desconocido; no lo he visto, ni nadie me ha dado noticias de él; pero como el cálculo me dice que existe, ahora voy a poner en práctica todas mis matemáticas para descubrirlo. Y lo descubriré; me lo profetiza la irregular trayectoria de Urano, el planeta querido, irregularidades que no pueden ser producidas sino por atracciones físicas. Esta pena profunda que siento consiste en que llega hasta mí la influencia de aquel cuerpo lejano y desconocido. Mi razón declara su existencia. Falta que mis sentidos lo comprueben, y lo comprobarán o me tendré por loco».

Esto dije, y me fui a mi cátedra, donde varios alumnos me felicitaron. Yo estaba tan triste, que no expliqué aquel día. Hice preguntas, y no sé si me contestaron bien o mal. Impaciente por ir a la casa de mi hermano, abandoné la clase antes de que el bedel anunciara la hora. Cuando satisfice mi deseo, la primera persona a quien vi fue Manuela, que me dijo con misterio:

«Cosa nueva. Sabes que doña Cándida está encerrada con José María en el despacho. Negocios...».

Pobre José; de esta va a San Bernardino.

Cállate, niño. Si está más rica... Si ha vendido unas tierras...

¡Tierras!... Será la que se le pegue a la suela de los zapatos. Lica, Lica, aquí hay algo... Voy a defender a José. Calígula es terrible; le habrá embestido con mil mentiras, y como es tan generoso...

-No, déjalos... Pero chitito; aquí viene la de García Grande.

Era ella, sí; entró en el gabinete como recelosa, acomodándose algo en el luengo bolsillo de su traje. ¡Ah!, sin duda acariciaba su presa, el pingüe esquilmo de sus últimas depredaciones. ¡Cómo revelaba su mirar verdoso la feroz codicia calmada, la reciente satisfacción de un rapaz apetito!... Nos miró con postiza dulzura, sentose majestuosa, y volviéndose a tocar el bolsillo, se dejó decir:

«Ya, ya negocié esas letras... ¡Es tan bueno José!... ¡Hola!, ¿estás ahí, sosón? Me han dicho que anoche estuviste medianillo. Parece que se durmió el público en masa. Eso me han contado. El que parece que estuvo admirable fue ese Peñilla... ese que es hijo de la carnicera tu vecina... Vamos a otra cosa, Manolita; ¿sabe usted que tengo que darle un disgusto?».

-¿A mí? ¿Qué? -exclamó mi pobre cuñada asustadísima.

-Hija, creo que tendré que llevarme a Irene. Ya ve usted... Estoy tan sola y tan delicadita de salud... Luego mi posición ha variado tanto, que verdaderamente no está bien que Irene... me parece a mí... sea institutriz asalariada, teniendo una tía...

-Rica.

-Rica no; pero que tiene lo necesario para vivir cómodamente. ¿No cree usted lo mismo? ¿No cree usted que debo llevarla conmigo para que me acompañe, para que me cuide?...

-Claro...

-Es mi única familia; yo la he criado, ella será mi heredera... porque estoy tan mal, tan mal, Manuela, créalo usted...

Soltó una lágrima pequeñita, que se disolvió en una arruga y no se supo más de ella.

«Esto no quiere decir -prosiguió-, que yo me lleve a Irene de prisa y corriendo; sería una cosa atroz. Puede estar aquí algunos días, para que complete las lecciones... o si quiere usted que se quede hasta que se le encuentre sucesora... Eso usted y ella lo decidirán. Está tan agradecida, que... ya, ya le costará algunas lágrimas salir de aquí. Adora a las niñas».

Manuela estaba algo desorientada.

«¿Y el ama? -preguntó mi cínife, demostrando vivísimo interés-. ¿Siguen los antojos y las...?».

-¡Ah! -exclamó Manuela-; no me hable usted, doña Cándida... Insoportable, insoportable. Es un demonio.

Dejelas hablando del ama, y corrí a donde me impelía mi ardiente curiosidad. Estaba Irene dando la lección de Gramática, y la sorprendí diciendo con voz dulcísima: hubieras, habríais y hubieseis amado.

Mi ansiedad me quitaba el aliento, y apenas lo tuve para preguntarle: