El amigo Manso/Capítulo XXVII
Capítulo XXVII - La de Irene domina a las otras tres
editarO, por lo menos, fue la que más claramente vi. Cuando principié, con voz no muy segura, me hacía visajes en los ojos el decorado pseudo-morisco de los palcos: la puntería de gemelos, así como el movimiento de tanto abanico me distraían. En uno de los proscenios bajos había una bendita señora cuyo abanico, de colosal tamaño, se cerraba y se abría a cada momento con rasgueo impertinente. Parecía que me subrayaba algunas frases o que se reía de mí con carcajadas de trapo. ¡Maldito comentario! En el momento de concluir una frase, cuando yo la soltaba redonda y bien cortada, sonaba aquel ras que me ponía los nervios como alambres... Pero no había más remedio que tener paciencia y seguir adelante, porque yo no podía decirle a aquella dama, como a un alumno de mi clase, «haga usted el favor de no enredar...».
Y seguí, seguí. Un miembro tras otro, frase sobre frase, el discursito iba saliendo, limpio, claro, correcto, con aquella facilidad que me había costado tanto trabajo. Iba saliendo, sí señor, y no a disgusto mío, y a medida que lo iba pronunciando, mi facultad crítica decía: «no voy mal, no señor. Me estoy gustando, adelante...».
¿Qué diré de mi discurso? Copiarlo aquí sería impertinente. Una de las muchas Revistas que tenemos y que se distinguen por su vano empeño de hacer suscriciones, lo publicó íntegro, y allí puede verlo el curioso. No ofrecía gran novedad, no contenía ningún pensamiento de primer orden. Era una disertación breve y sencilla, a propósito para esto que llaman público, que es, como si dijéramos, una reunión de muchos, de cuya suma resulta un nadie. Todo se reducía a unas cuantas consideraciones sobre la indigencia, sus causas, sus relaciones con la ley, las costumbres y la industria. Luego seguía una reseña de las instituciones benéficas, deteniéndome principalmente en las que tienen por objeto la protección de la infancia. En esta parte logré poner en mi discurso una nota de sentimiento que levantó lisonjeros murmullos. Pero lo demás fue severo, correcto, frío y exacto. Cuanto dije era de lo que yo sabía, y sabía bien. Nada de conocimientos pegados con saliva y adquiridos la noche anterior. Todo allí era sólido; el orden lógico reinaba en las varias partes de mi obra, y no holgaban en ella frase ni vocablo. La precisión y la verdad la informaban, y las amplificaciones y golpes de efecto faltaban en absoluto. Hago estos elogios de mí mismo sin reparo alguno, porque me autoriza a ello la franqueza con que declaro que no había en mi oración ni chispa de brillantez oratoria. Era como si leyese un sesudo y docto informe o un dictamen fiscal. Y el efecto de este defecto lo notaba yo claramente en el público. Sí, al través de la urdimbre de mi discurso, como por los claros de una tela, veía yo al dragoncillo de mil cabezas, y observaba que en muchos palcos las damas y caballeros charlaban olvidados de mí y haciendo tanto caso de lo que decía como de las nubes de antaño. En cambio vi un par de catedráticos en primera fila de butacas que me flechaban con el reflejo de sus gafas, y con movimientos de cabeza apoyaban mis apreciaciones... Y el ras del dichoso abanico seguía rasguñando la limpidez de mi lenguaje como punta de diamante que raya la superficie del cristal.
Se acercaba el fin. Mis conclusiones eran que los institutos oficiales de beneficencia no resuelven la cuestión del pauperismo sino en grado insignificante; que la iniciativa personal, que esas generosas agrupaciones que se forman al calor de la idea cristiana... en fin, mis conclusiones ofrecían escasa novedad y el lector las sabe lo mismo que yo. Baste por ahora decir que terminé, cosa que yo deseaba ardientemente, y parte del público también. Un aplauso mecánico, oficial, sin entusiasmo, pero con bastante simpatía y respeto, me despidió. Había salido bien, como yo esperaba y deseaba. Por mi parte, discreción y verdad; por la del público, benevolencia y cortesía. Saludé satisfecho, y ya me retiraba cuando...
¿Qué era aquello que bajaba del techo volando y agitando cintas? Era una cosa de todos colores, un conjunto de ramos verdes, de cenefas rojas... ¡Una corona, cielos vengadores! Fue tan mal arrojada que cayó sobre las candilejas. No sé quién la cogió; no sé quién me entregó aquella descomunal pieza de hojas de trapo, de bellotas que parecían botones de librea, con más cintajos que la moña de un toro, claveles como girasoles, letras doradas, y qué sé yo... Recibí aquella ofrenda extemporánea, y no sé cómo la recibí. Me turbé tanto que no supe lo que hacía, y por poco pongo la corona en la cabeza calva del señor de Pez, que me dijo al pasar: «Muy bien ganada, muy bien ganada».
Murmullos del público me declaraban que el dragoncillo, como yo, había considerado aquella demostración absolutamente impropia, inoportuna y ridícula... Luego la habían arrojado tan mal... Me dieron ganas de tirarla en medio de las butacas.
«Es obsequio de la familia», oí que decía no sé quién.
Me confundí mucho, y después me entró una ira... ¡Ya comprendía lo que guardaba el pícaro negro dentro de aquel pañuelo! ¡Como si lo viera! Debió de ser idea de la niña Cucha...
Me interné en el escenario con mi fastidiosa carga de hojarasca de trapo. En verdad, lo mejor era tomarlo a risa, y así lo hice... Bien pronto, mientras continuaba el programa con la pieza de piano, se formó en torno mío el corrillo de amigos, y oí las felicitaciones de unos, las sinceridades o malicias de otros.
«Muy bien, amigo Manso... Tales manos lo hilaron».
-Me ha gustado mucho... pero mucho. No, no venga usted con modestias. Debe estar usted satisfecho.
-¡Orador laureado!... nada menos.
-Qué lástima que no alzara usted un poco más la voz. Desde la fila 11 apenas se oía.
-Muy bien, muy bien... Mil enhorabuenas... Un poquito más de calor no hubiera estado mal.
-¡Pero qué bien dicho... qué claridad!
-Vaya, vaya, y decía usted que era cosa ligera...
-Al pelo, Mansito, al pelo.
-Caballero Manso, bravísimo.
-Hombre, ya podías haber esforzado un poco la voz, y dar nervio, dar nervio...
-Mira, para otra vez, mueve los brazos con más garbo... Pero ha gustado mucho tu discurso. Las señoras no lo han comprendido; pero les ha gustado...
-¿Con que coronita y todo...?
También vino el arpista a felicitarme, permitiéndose presentarse a sí mismo para tener l'onore de stringere la mano de un egregio professore...
Estas lisonjas me obligaron, mal de mi grado, a dedicar algunas frases al panegírico del arpa, a sus bellos efectos y a sus dificultades, poniendo a los profesores de este instrumento por encima de todas las demás castas de músicos y danzantes.
Hablando con el italiano, con otros músicos, con algunos de mis amigos, me distraje de las partes siguientes del programa; pero hasta donde estábamos venían, como olores errantes de un próximo zahumerio, algunas emanaciones retóricas de los versos que leía Sainz del Bardal. Su declamación hinchada iba lanzando al aire bolas de jabón que admiraban las mujeres y los necios. Las bombillas estallaban, resonando de diversos modos, ya en tono grave, ya en el plañidero y sermonario; y entre el rumor de la cháchara que en derredor mío zumbaba, oíamos: creed y esperad... inmensidad sublime... místicos ensueños... salve, creencia santa. De varios vocablos sueltos y de frasecillas volantes colegimos que el señor del Bardal se guarecía bajo el manto de la religión, que bogaba en el mar de la vida, que su alma rasgaba pujante el velo del misterio, y que el muy pillín iba a romper la cadena que le ataba a la humana impureza. También oímos mucho de faros de esperanza, de puertos de refugio, de vientos bramadores y del golfo de la duda, lo que no significaba que Bardal se hubiera metido a patrón de lanchas, sino que le daba por ahí, por embarcarse en la nave de su inspiración sin rumbo, y todo era naufragios retóricos y chubascos rimados.
«Si encallará de una vez este hombre...».
-Dejarle que le dé al remo... Lástima que ya no tengamos galeras.
-¡Y cómo me le aplauden!...
-Ya... Mientras exista el sexo femenino, las Musas cotorronas tendrán alabarda segura... El público aplaude más estas vulgaridades que los versos sublimes de XXX. Así es el mundo.
-Así es el Arte... Vámonos que ya viene.
-¡Que viene Bardal! ¿Quién le aguanta ahora?
-Temo ponerme malo. Estoy perdido del estómago, y ese poeta emético siempre me produce náuseas... Huyamos.
-Sálvese el que pueda.
Yo también me marché, temeroso de que me acometiera Bardal. Salí del escenario, y en el pasillo bajo encontré mucha gente que había salido a fumar, haciendo de la lectura del poeta un cómodo entreacto. Algunos me felicitaron con frialdad; otros me miraron curiosos. Allí supe que el célebre orador que debía tomar parte en la velada se había excusado a última hora por haber sido acometido de un cólico. Faltaban ya pocos números, y era indudable que parte del público se aburría soberanamente, y pensaba que a los autores de la velada no les venía mal su poquito de caridad, terminando la inhumana fiesta lo más pronto posible.
En la escalera encontré a mi hermano. Andaba visitando palcos, traía un ramito en un ojal y estrujaba en su mano La Correspondencia.
«Has estado verdaderamente filósofo -me dijo con pegadiza bondad-, pero con muchas metafísicas que no entendemos los tristes mortales. Lástima que no hicieras uso de los datos de mortalidad que te dio Pez a última hora y del tanto por ciento de indigentes por mil habitantes que acusan las principales capitales de Europa. Yo he estudiado la cuestión, y resulta que las escuelas de instrucción primaria nos ofrecen 414 niños y 3/4 de niño por cada...».
-¿Has estado arriba, en el palco de la familia? -le pregunté para cortar el hilo funesto de su estadística.
-No, ni pienso ir. ¡Buena la han hecho! ¿Te parece?... ¡Guindarse en ese palcucho! ¡Qué inconveniencia, qué tontería y qué estupidez! Mi mujer me pone en ridículo cien veces al día... Pues digo, ¿y a ti?... ¿Qué te ha parecido lo de la coronita?
La carcajada que soltó mi hermano trajo a mi espíritu la imagen del malhadado obsequio que recibí, y no pude disimular el disgusto que esto me causaba.
-Si es la gente más tonta... Apuesto que la idea fue de la niña Chucha. En cuanto a Manuela, es verdaderamente la terquedad en figura humana. Basta que yo desee una cosa...
Yo disculpé a Lica; él se incomodó; díjome que yo, con mis tonterías de sabio, fomentaba la terquedad y los mimos de su esposa.
-Pero José...
-Tú eres otra calamidad, otra calamidad, entiéndelo bien. Nunca serás nada... porque no estás nunca en situación. ¿Ves tu discurso de esta noche, que es práctico y filosófico y todo lo que quieras? Pues no ha gustado, ni entusiasmará nunca al público nada de lo que escribas, ni harás carrera, ni pasarás de triste catedrático, ni tendrás fama... Y tú, tú eres el que hace en mi casa propaganda de modestia ridícula, de ñoñerías filosóficas y de necedades metódicas.
-Ay, José, José...
-Lo dicho, camarada...
En esto estábamos, cuando nos sorprendió un estrépito que de la sala del teatro venía. Al pronto nos asustamos. ¡Pero quia!... eran aplausos, aplausos furibundos que declaraban entusiasmo vivísimo.
«Pero ¿qué pasa?».
Los pasillos se habían quedado vacíos. Todo el mundo acudía a su sitio para ver de qué provenía tal locura.