El amigo Manso/Capítulo XXVI


Capítulo XXVI - Llevose el dedo a la boca imponiéndome silencio editar

Su discreción me pareció encantadora. Parecía decirme: «Ya hablaremos largamente de ello y de otras mil cosas agradables».

«¿No sabes? -me dijo Lica-. José María se ha puesto muy bravo, porque no he querido ir al palco proscenio. Dice que esto es una gansada... Mejor; que rabie. No me da la gana de ponerme en evidencia. Aquí estamos muy bien... Aguaita, chinito: hemos venido de bata. No te chancees. Aquí vemos todo y nadie nos ve... ¡Jesús, cómo está mi marido! Dice que no sirvo más que para vivir en un potrero... ¡Qué cosa! En fin, que rabie».

Mercedes miraba hacia las butacas, y aquel animado panorama a vista de pájaro la desconsolaba un poco, por no encontrarse ella en medio de tanto brillo y hermosura. También estaba doña Jesusa; inaudito fenómeno, tan contrario a sus costumbres sedentarias.

«No he venido más que a oírle, niño -me dijo con toda la bondad del mundo-. Pues si no fuera porque usted se va a lucir, no me sacarían de mi sillón ni toítas las Potencias celestiales».

Estaba la buena señora horriblemente vestida de día de fiesta, con gruesas y relumbrantes alhajas, y un medallón en el pecho con la fotografía de su difunto esposo, casi tan grande como un mediano plato. Yo no me había enterado hasta aquella noche de las facciones del papá de Lica, que era un señor muy bien barbado, vestido de voluntario de Cuba.

«Parece que hay solo de arpa», me dijo Mercedes ilusionada con los misteriosos atractivos del programa.

-Creo que sí. Y también...

-¡Ah!, ¡los versos de Sainz de Bardal son más lindos!... -indicó Manuela-. Me los leyó esta tarde. Hablan de Sócrates y de un tal... no sé cómo.

-¿Y quién más recita?

-Creo que recitarán los principales actores. Voy a que Sainz del Bardal les mande a ustedes un programa.

Irene no despegaba los labios. Sentada tan lejos del antepecho como del fondo del palco, manteníase a decorosa distancia de Lica, acusando su inferioridad, pero sin dar a conocer ni sombra de servilismo. Modesta y digna, me habría cautivado en aquella ocasión, si entonces la hubiera visto por primera vez. Al salir vi en la penumbra roja del palco un objeto, una cosa negra, una cara... Me eché a reír, reconociendo a Rupertico, que me miraba y se apretaba la nariz con los dedos para contener sus carcajadas. Estaba sentado en una banqueta, tieso, estirado por la circunspección y el respeto, sin atreverse a mover brazo ni pierna. No había en él más señales de vida que los ímpetus de risa, y para sofocarla se apretaba la boca con las palmas de las manos.

«No hemos tenido más remedio que traerle -me dijo la niña Chucha-. ¡Ay!, ¡qué enemigo! Toda la tarde llorando porque quería venir a oírle».

«Yo creo que le da un accidente, si no le traemos -añadió Lica-. Nos tenía locas. 'Yo quiero oír a mi amo Máximo, yo quiero oír a mi amo Máximo...'. Y llora que llora».

Al tirarle de la oreja vi que en el rincón había un bulto envuelto en un pañuelo rojo. El negrito, al observar que yo miraba aquello, acudió con sus manos a acomodar el pañuelo y a ocultar lo que dentro estaba. Reía convulsivamente, y Lica y Mercedes reían también...

«Fresco, relambido, márchate, márchate, que aquí no haces falta -me dijo Lica-. Después de que hables vendrás a vernos».

En el escenario no se podía dar un paso. Sainz del Bardal y los que le habían ayudado en la organización, no supieron impedir que entrase allí el que quisiese, y todo era desorden y apreturas. Periodistas que iban en busca de pormenores para redactar sus crónicas, oradores, los amigos de los oradores, músicos y todos los amigos de los músicos, actores que habían de recitar y poetas que iban a que les recitaran, individuos afiliados a la Sociedad y multitud de personas a quienes nadie conocía llenaban el escenario. Sainz del Bardal, rojo como un cangrejo, y otro señor filántropo y discursista que tiene la especialidad de estas cosas, se esforzaban por imponer orden y expulsaban galantemente a los intrusos. A todas estas concluía la sinfonía, el telón se había corrido, y los individuos de la junta ocupaban una fila de sillas, junto a pomposa mesa, tras la cual aparecía la imagen más grave de todas las imágenes imaginables, D. Ramón María Pez. Este señor debía pronunciar breves palabras, explicando el objeto de la ceremonia, y dando las gracias a las distinguidísimas y eminentes personas que se habían dignado cooperar a su esplendor en bien de la humanidad y de los pobres. Era la oratoria de este señor acabado ejemplo del género ampuloso, hueco y vacío, formado de pleonasmos y amplificaciones, revestido de hojarasca y matizado de pedacitos de talco, oratoria que sirve a las nulidades para hacer un breve papel parlamentario, fatigar a los taquígrafos y macizar esa inmensa pirámide papirácea que se llama el Diario de las Sesiones. Para descubrir una idea del señor Pez era preciso demoler a pico un paredón de palabras, y aún no había seguridad de encontrar cosa de provecho. Decía así:

«Es ciertamente laudable, es altamente consolador, es en sumo grado lisonjero para nuestra edad, para nuestro tiempo, para nuestra generación, que tantas personas eminentes, que tantos varones ilustres en las artes y en las letras, que tantas glorias de la patria, en uno y otro ramo del saber, se presten, se ofrezcan, se brinden a...». Todos estos miembros del discurso iban perfectamente espaciados con enfáticas pausas, entre graves compases, con cadencia pomposa y campanuda que fatigaba como los mazos de un batán. No seguí prestándole atención, porque necesitaba enterarme a prisa del orden de la fiesta, para ver cuál era mi puesto y en qué momento me tocaba ¡ay, Dios mío!, salir a las candilejas.

El programa era vasto, inmenso, vario y complejo como ningún otro. A la legua se conocía que había andado en ello Sainz del Bardal y su destornillada cabeza. Hablaríamos un célebre orador, Manuel Peña y yo; habría cuarteto por eminencias del Conservatorio; leerían versos de celebrados poetas tres actores de los mejorcitos. El único poeta que sería leído por sí mismo era Sainz del Bardal, quien por condiciones especiales de carácter no confiaba a boca ajena las hechuras de su ingenio. Habría además concierto de piano, desempeñado por una señorita de doce años que era un prodigio en teclas; habría gran solo de arpa, tocada por un célebre profesor italiano que había llegado a Madrid pocos días antes. Por último, cantaría un tenor del Real la célebre aria de Mozart Al mio tesoro intanto, y entre el tenor y el barítono despacharían el dúo I marinari... No sé si había algo más. Creo que no.

Sainz del Bardal me notificó que mi puesto en el programa seguía inmediatamente al solo de arpa, lo que me desconcertó un poco, mucho más cuando acerté a ver al solista, que parecía sujeto de mala sombra. Estaba en el fondo del escenario preparando su instrumento y rodeado de una nube de músicos y gente italiana del Real. Mirándole yo, consideré supersticiosamente que en la compañía de aquel dichoso hombre no podía haber cosa buena. Era bastante obeso, con cara de mujer gorda, el peinado en dos cuernecitos muy monos, el bigote pequeño y de moco retorcido, también en cuernecillos, y con dos chapitas en los carrillos que parecían de colorete.

Yo me paseaba solo esperando mi turno. Un noticiero se me acercó y me dijo:

«¿Sobre qué va usted a hablar? ¿Quiere darme usted un extracto de su discurso?».

-Cuatro generalidades... en fin, ya lo verá usted.

-¡Qué poco feliz ha estado ese señor de Pez!

Otro llegó y dijo:

«Ya se acabó el dies iræ. Es un piporro ese señor de Pez... ¡Ah!, vea usted el arpa. ¡Qué figura, amigo Manso! Pues si eso sonara...».

-Parece mentira -añadió un tercero, gomoso, discípulo mío por más señas, buen chico, ateneísta...-. ¡Qué escándalo con los revendedores! Esto no pasa más que en España. El gobernador ha mandado detener a alguno. Sería curioso saber quién les había dado los billetes que no se han vendido en el despacho y son todos personales...

Poco a poco iban llegando conocidos, y se formaba animado corrillo junto a mí.

-Señor de Manso, ¿cuándo va usted?

-Después del arpa. ¡Lástima que mi discurso sea tan pobre de arpegios!

-Yo, a ser usted, hubiera pedido un lugar más adelantado.

-¿Qué más da? Antes o después lo he de hacer bastante mal.

-¡Hombre, hombre, qué pillín es usted!... ¿Con que mal?

-Ps...

-Demasiado sabe usted que...

-Quia. Si este buen señor no sabe lo que vale.

-Diga usted, Sr. de Manso, ¿le convendría a usted darme su discurso para la Revista?... Lo pondremos en el número 15, y después, si usted quiere, se le puede hacer una tirada corta... pues, un folletito.

-Quia, hombre, es demasiado breve.

-¡Ah!, mejor... De todos modos, para la Revista ya me sirve.

-¿De qué se trata?

-De nada, señores, de nada. ¿Se puede hablar de cosas serias delante de esta gente, entre un solo de arpa y una tirada de versos? Cuatro generalidades...

-Ya sale el actor a leer el poema de XXX... Es soberbio. Me lo leyó su autor ayer tarde. Es un asombro...

-Sí; pero vean ustedes qué manera de leer.

-Ese hombre es un epiléptico. Se pone verde.

-Milagro será que no se le reviente una vena.

-Esa descripción del naufragio... ¿eh?

-Es la primera fuerza...

-Y ahora el incendio de la cabaña... ¡Bravísimo!

-El poema es de barba de pato.

-¡Calzones, qué verso!

-Pero esa manera de declamar... ¡Ah!, los actores italianos...

-En las transiciones saca una voz de vieja...

-¡Muy bien, muy bien!

Todos aplaudimos al final, rompiéndonos las palmas de las manos. De las localidades venía un rumor de aplausos que parecía una tempestad. De pronto en el círculo amistoso, que se había formado alredor de mí, apareció Manuel Peña con las manos en los bolsillos y el sombrero echado atrás. Parecía un libertino que salía de la ruleta.

-Hola perdis...

-Maestro, dichoso usted que está tranquilo.

-Y tú ¿tienes miedo?...

-¿Miedo?... Estoy como el reo en capilla.

-¿Sobre qué vas a hablar?

-Sobre lo primero que se me ocurra.

-¿No has preparado nada?

-Este es lo más célebre... ¿Creerá usted, amigo Manso, que esta mañana no tenía ni idea siquiera del discurso que va a pronunciar?

-Ni la tengo ahora... Veremos lo que sale. Yo me las arreglo de este modo. Esta tarde me he leído unos versos de Víctor Hugo y he tomado una docena de imágenes.

-De esas de patrón de mico... ¿eh?

-Cada imagen como la copa de un pino. Y con esto me basta... Hablaré de las damas, de la influencia de la mujer en la historia, del Cristianismo...

-De la mujer cristiana, ¿eh?...

-Eso, y de la caridad... Mucho de la caridad... A ver señores, ¿quién dijo aquello de la caridad corre a la desgracia como el agua al mar?

-Chateaubriand.

-No, hombre, me parece que es el Padre Gratry.

-No, no. Usted, Manso, ¿sabe...?

-Pues no recuerdo...

-En fin, lo diré como mío.

-¡Ah!... esa frase es de Víctor Cousin...

-Sea de quien fuere... usted, maestro, pronto entra.

-Detrás del arpa... Ahí va.

El italiano y su comitiva italianesca pasó junto a nosotros. Hacía mi benemérito predecesor gimnasia con los dedos, como si quisiera rasguñar el aire.

Hubo un silencio expectante que me impresionó, haciéndome pensar que pronto se abriría ante mí la cavidad muda y temerosa de un silencio semejante. Después oyéronse pizzcatos. Parecían pellizcos dados al aire, el cual, cosquilloso, respondía con vibraciones de risa pueril. Luego oímos un rasgueado sonoro y firme como el romper de una tela, después un caer de gotas tenues, lluvia de soniditos duros, puntiagudos, acerados, y al fin una racha musical, inmensa, flagelante, con armonías misteriosas.

«¡Caramba, que este hombre toca bien!».

-¡Vaya!

-Ahora, ahora, ¡qué melodía! ¿Pero de dónde es esto?

-Es una fantasía sobre La Estrella del Norte.

-¡Qué dedos!

-Si parecen patas de araña corriendo por los hilos.

-¡Y cómo se sofoca el buen señor!... Mire usted, Manso, cómo se le mueven los cuernecitos del pelo.

-Pero ¿han visto ustedes las cruces que tiene ese hombre?

-¿Qué es eso del hombre? Si es la mujer con barbas... esa que estaba en la feria...

-Ps... silencio, señores; esas risas...

Cuando concluyó el solo y sonaron los aplausos, parecía que se me arrugaba el corazón y que se me desvanecía la vista. Mi hora había llegado. Di algunos pasos mecánicos.

«Todavía no. Va a repetir. Tocará otra pieza».

-¡Qué placer!... cinco minutos de vida.

Para animarme, afecté alegría, despreocupación y un valor que estaba muy lejos de tener. La reflexión de estos estímulos artificiales suele ser de momentánea eficacia. Y por último, llegó el segundo fatal. El italiano entró, volvió a salir llamado por el público, y al fin retirose definitivamente. Yo le vi limpiándose el sudor de su amoratado rostro, que parecía un lustroso tomate y oí felicitaciones de los músicos que le rodeaban. Cuando rompí por medio de ellos para salir, las piernas me temblaban.

Y me vi delante del dragón, como quien va a ser tragado, pues las candilejas eran como dentadura de fuego, las filas de butacas, surcos de una lengua replegada, y el cóncavo espacio rojo, cálido y halitoso de la sala, la capacidad de una horrenda boca. Pero la vista misma del peligro parecía restituirme mi valor y fortalecerme. Verdaderamente, pensé, es una tontería tener miedo a esa buena gente. Ni lo he de hacer tan mal que me ponga en ridículo...

Alcé la vista, y allá arriba, sobre el mal pintado celaje del techo, vi destacarse un grupo de cabezas.