El amigo Manso/Capítulo XXV


Capítulo XXV - Mis pensamientos me atormentaban...

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Me atormentaron toda la noche dentro y fuera de mi casa. No sé cómo vino a mí aquella imagen. La encontré, la vi pasar sola y acelerada delante de mí por la otra acera, por la acera del Tribunal de Cuentas. Yo estaba al amparo de una de las acacias que adornan la puerta del Hospicio, y ella no me vio. La seguí. Iba apresurada y como recelosa... A veces se detenía para ver los escaparates. Cuando se paró delante de uno muy iluminado, la miré bien para cerciorarme de que era ella. Sí, ella era; llevaba el vestido azul marinero, sombrero oscuro, como un gran cuervo disecado, que daba sombra a cara. Su aire elegante y algo extranjero distinguíala de todas las demás mujeres que iban por la calle.

Pasó junto a la esterería, junto al estanco, entretúvose un momento viendo las telas en el Comercio del Catalán. Después acortó el paso; había descarrilado el tranvía, y un coche de plaza se había metido en la acera. El tumulto era grande. Ella miró un poco y pasó a la otra acera, alzándose ligeramente las faldas, porque había muchos charcos. Aquella tarde había llovido. Tomó la acera de los pares por junto a la botica dosimétrica, y siguió luego con alguna prisa, como persona que no quiere hacer esperar a otra. Pasó junto a la capilla del Arco de Santa María, y mirando hacia dentro, se persignó. ¡También mojigata!... Siguió adelante. Crueles sospechas me mordían el corazón. Para observarla mejor, yo seguía por la acera contraria. Pasó por una esquina, luego por otra. Detúvose para reconocer una casa. En el ángulo se ve el pilastrón de un registro de agua, y arriba una chapa verde de hierro con un letrero que dice: Viaje de la Alcubilla. Registro núm. 6, B. Arca núm. 18, B. Leyó el letrero y yo también lo leí. Era el rótulo del infierno... Dio algunos pasos y se escurrió por el portal oscuro... Yo estaba anonadado, presa del más vivo terror, y sentía agonías de muerte. Clavado en la acera de en frente miraba al lóbrego, angosto y antipático portal, cuando llegó un coche y se paró también allí. Abriose la portezuela, salió un hombre... ¡Era mi hermano!...

Concluiré esta febril jornada diciendo con la candidez de los autores de cuentos, después de que se han despachado a su gusto narrando los más locos desatinos.

Entonces desperté. Todo había sido un sueño.

Pero este atroz sueño mío que me atormentó a la mañana, fue nacido de mis hipótesis de la noche anterior, y llevaba en sí no sé qué probabilidad terrible. Me impresionó tanto, que después recordaba el soñado paseo por la calle de Fuencarral y me parecían tan claros sus accidentes como los de la misma verdad. No es puramente arbitrario y vano el mundo del sueño, y analizando con paciencia los fenómenos cerebrales que lo informan, se hallará quizás una lógica recóndita. Y despierto me di a escudriñar la relación que podría existir entre la realidad y la serie de impresiones que recibí. Si el sueño es el reposo intermitente del pensamiento y de los órganos sensorios, ¿cómo pensé y vi...? ¡Pero qué tontería! Me estaba yo tan fresco en la cama, interpretando sueños como un Faraón, ¡y eran las nueve, y tenía que ir a clase, y después preparar mi discurso para la gran velada que habría de celebrarse aquella noche!... Las cavilaciones de los dos pasados días no me habían permitido ocuparme de semejante cosa, y aún no tenía plan ni ideas claras sobre lo que había de decir. Como improvisador, he sido y soy detestable. No quedaba, pues, más recurso que enjaretar de cualquier modo una oracioncilla en los términos de fácil claridad y sencillez que me habían parecido más propios.

Tal empeño puse, que al anochecer estaba todo concluido satisfactoriamente. Había escrito todo mi discurso y lo había leído tres o cuatro veces en voz alta para fijar en mi espíritu, si no las frases todas, las partes principales de él y de su armónica estructura. Hecho esto, podía salir del paso, pues fijando bien las ideas, estaba seguro de que no se me rebelaría el lenguaje.

Cuando llegó la hora, me vestí y ¡al teatro con mi persona! Dígolo así, porque me llevé como quien lleva a un criminal que quiere escaparse. Yo era polizonte de mí mismo, y necesité toda la fuerza de mi dignidad para no evadirme en mitad del camino y volverme a mi casa; pero el yo autoridad tenía tan fuertemente cogido y agarrotado al yo timidez, que este no se podía mover. Bien se conocía, en la proximidad del teatro, que en éste había aquella noche solemnidad grande. Era aún temprano, y ya se agolpaba el público en las puertas. Aunque se habían tomado precauciones para evitar la reventa de billetes, diez o doce gandules con gorra galonada entorpecían el paso, molestando a todo el mundo. Llegaban coches sin cesar, sonaban las portezuelas como disparos de armas de fuego, y cuando me venía al pensamiento que yo formaba parte del espectáculo que atraía tanta gente, se me paseaba por la espina dorsal un cosquilleo... El discurso se me borraba súbitamente del espíritu, y luego volvía a aparecer bien claro para eclipsarse de nuevo, como los letreros de gas encendidos sobre la puerta del teatro, y cuyas luces barría a intervalos el fuerte viento sin apagarlas.

No había dado dos pasos dentro del vestíbulo cuando tropecé con un objeto duro y atrozmente movedizo. Era Sainz del Bardal, que se multiplicaba aquella noche como nunca; tal era su actividad. En el espacio de un cuarto de hora le vi en diferentes partes del coliseo, y llegué a creer que las energías reproductrices del universo habían creado aquella noche una docena de Bardales para tormento y desesperación del humano linaje. Él estaba en el escenario arreglando la decoración, los atriles, el piano; él en el vestíbulo disponiendo los tiestos de plantas vivas que a última hora no habían sido bien colocados; él en los palcos saludando a no sé cuántas familias; él adentro, afuera, arriba y abajo, y aun creo que le vi colgado de la lucerna y saliendo por los agujeros de la caja de un contrabajo. Una de las tantas veces que pasó junto a mí, como exhalación, me dijo:

«Arriba, en el palco segundo de proscenio, están Manuela, Mercedes, y... abur, abur».

Subí. Sorprendiome ver a Lica en lugar tan eminente, en un palco que lindaba con el paraíso. El público extrañaría seguramente no ver a la señora de Manso en uno de los proscenios bajos. Parecía aquello una deserción, harto chocante tratándose de la dama en cuya casa se había organizado la fiesta. Cuando entré, Irene estaba colgando los abrigos en el estrecho antepalco. Saludome en voz baja, dulcísimamente, con algo como secreto o confidencia de amigo íntimo.

«Ya estaba yo con cuidado -dijo-, temiendo que usted...».

-¿Qué?

-Nos hiciera una jugarreta, y a última hora no quisiera hablar.

-¿Pero no prometí...?