El amigo Manso/Capítulo XXII


Capítulo XXII - Esto marcha editar

«Esto se complica -pensé al retirarme-. Henos aquí en plena evolución de los sucesos, asistiendo a su natural desarrollo y con el fatal deber de figurar en ellos, bien como simple testigo, lo cual no es muy agradable a veces, bien como víctima, lo que es menos agradable todavía. Ya tenemos que las energías morales, o llámense caracteres, actuando en la reducida escena de un círculo doméstico o de un grupo social, han concluido lo que podríamos llamar en términos dramáticos su período de prótasis, y ahora, maduradas y crecidas las tales energías, principian a estorbarse y se disputan el espacio, dando origen a razonamientos primero, a choques después, y quizás a furiosas embestidas. Tengamos calma y ojo certero. Conservemos la serenidad de espíritu que tan útil es en medio de una batalla, y si la suerte o las sugestiones de los demás o el propio interés no llevan a desempeñar el papel de general en jefe, procuremos llevar al terreno toda la táctica aprendida en el estudio y todo el golpe de vista adquirido en la topografía comparada del corazón humano».

Desveláronme aquella noche la idea de lo que pasaba y las presunciones de lo que pasaría. Al día siguiente corrí a casa de mi hermano y dije a Lica:

«Vigila tú a doña Cándida, que yo vigilaré a Irene».

Ella extrañó que yo recelase de Calígula, y me dijo que no sospechaba cosa mala de amiga tan cariñosa y servicial.

«Cuidado, cuidado con esa mujer... -le respondí creyendo hallarme en lo firme-. A pesar de la protección que se le da en esta casa, mi cínife no ha variado de fortuna y se crea todos los días nuevas necesidades. Nada le basta, y mientras más tiene más quiere. Se le ha matado el hambre, y ahora aspira a ciertas comodidades que antes no tenía. Proporciónale las comodidades y aspirará al lujo. Dale lujo y pretenderá la opulencia. Es insaciable. Sus apetitos adquieren con los años cierta ferocidad».

-Pero ¿qué tiene que ver, chinito...?

-Vigila, te digo; observa sin decir una palabra.

-¿Y tú observarás a Irene?

-Sí. La creo buena, la tengo por excepcional entre las jóvenes del día. Es superior a cuanto conozco, es una maravilla; pero...

-A todo has de poner pero...

-¡Ay! Manuela, no sabes a qué tentaciones vive expuesta la virtud en nuestros días. Tú figúrate. Se dan casos de criaturas inocentes, angelicales, que en un momento de desfallecimiento han cedido a una sugestión de vanidad, y desde la altura de su mérito casi sobrehumano han descendido al abismo del pecado. La serpiente les ha mordido, inoculando en su sangre pura el virus de un loco apetito. ¿Sabes cuál? El lujo. El lujo es lo que antes se llamaba el demonio, la serpiente, el ángel caído; porque el lujo fue también querubín, fue arte, generosidad, realeza, y ahora es un maleficio mesocrático, al alcance de la burguesía, pues con la industria y las máquinas se han puesto en condiciones perfectas para corromper a todo el género humano, sin distinción de clases.

-Aguaita, Máximo; si quieres que te diga la verdad, no entiendo lo que has hablado; pero ello será cierto, pues tú lo dices... Bueno; cuidadito con la maestra...

Y en mi cerebro se estampó aquello de cuidadito con la maestra, de tal modo, que sólo la idea de mi papel de vigía aumentaba mi suspicacia.

Porque en mí habían surgido terribles desconfianzas, ¿a qué negarlo? Mi fe en Irene se había quebrantado un poco, sin ningún motivo racional. Es que el procedimiento de duda que he cultivado en mis estudios como punto de apoyo para llegar al descubrimiento de la verdad, sostiene en mi espíritu esta levadura de malicia, que es como el planteamiento de todos los problemas. Así, en aquel caso, mientras más me mortificaba la duda, más quería yo dudar, seguro de la eficacia de este modo del pensamiento; y de la misma manera que este ha realizado grandes progresos por el camino de la duda, mi suspicacia sería precursora del triunfo moral de Irene, y tras de mi poca fe vendría la evidencia de su virtud, y tras de las pruebas rigurosas a que la sometería mi espíritu de hipótesis resultarían probadas racionalmente las perfecciones de su alma preciosa. Por otra parte, aquel desasosiego en que yo estaba desde que supe las acometidas de José, me revelaba el profundo interés, el amor, digámoslo de una vez, que Irene me inspiraba, y que hasta entonces podía haberse confundido ante mi conciencia con cualquier aberración caprichosa del sentimiento o de los sentidos. Yo tenía ardientes celos; luego yo quería con igual ardor a la persona que los motivaba.

Lo primero que resolví fue no declarar a Irene nada de lo que sentía, mientras no fuera para mí claro como la luz del sol que la maestra resistiría las torpes asechanzas de mi hermano. Entré a verla y hablarle. ¡Qué confusión tan grande se apoderó de mí al hallarla meditabunda, tristísima, más pálida que nunca, como si embargaran su alma graves y contradictorios pensamientos! ¿Qué le pasaba? Toda mi habilidad y mi charla capciosa no consiguieron abrir el sagrario de su alma, ni sorprender por una frase el misterio encerrado en ella. Aquel día funesto no la vi sonreír. Desmintió por completo la idea que yo tenía de su ecuanimidad y del reposo y sereno equilibrio de su carácter. No pude obtener de ella más que monosílabos. Fija su vista en la labor, hacía nudos y más nudos, y yo me figuraba que cada uno de estos era un ergo de la enmarañada dialéctica que había en su cabeza, porque indudablemente pensaba, y pensaba mucho, y discutía y ergotizaba y hacía prodigios de sofística.

Muy mal impresionado me retiré a mi casa, y tan inquieto estuve, tan hostigado del recelo, de la curiosidad, que a la siguiente mañana, luego que concluyó la lección de los niños, abordé mi asunto y le dije:

«Ya sé todo lo que le pasa a usted. Manuela me ha contado las locuras de José María».

Oyome tranquila y se sonrió un poco. Yo esperaba sorprender en ella turbación grande.

«Su hermanito de usted -me contestó-, es muy particular. Qué poco se parece a usted, amigo Manso. Son ustedes el día y la noche».

Y seguí hablando de mi hermano, de su carácter ligero y vanidoso; le disculpé un poco; puse en las nubes a Lica, y...

Irene me interrumpió diciéndome:

«Aunque D. José no ha vuelto a entrar aquí, ni me ha dirigido una palabra desde la escena aquella, me parece que no puedo seguir en esta casa».

No hice más que un signo de sorpresa, porque me atreví a contestarle negativamente. Comprendí que tenía razón. Preguntele si el motivo de la tristeza que había notado en ella el día anterior tenía por causa las desagradables galanterías del amo de la casa, y me contestó:

«Sí y no... sería largo de explicar, pues... sí y no».

¡Sí y no! Admirable fórmula para llegar al colmo de la confusión o a la locura misma.

«Pero sea usted sincera conmigo. Usted me ha dicho que me consultaría no sé qué asunto grave, y aun creo que dijo: 'Juro hacer lo que usted me mande'».

Entonces me miró muy atenta. Sus ojos penetraban en mi alma como una espada luminosa. Nunca me había parecido tan guapa, ni se me había revelado en ella, como entonces, aquella hermosura inteligente que los más excelsos artistas han sabido remedar en esas pinturas alegóricas que representan la Teología o la Astronomía. Yo me sentí inferior a ella, tan inferior que casi temblaba cuando le oí decir:

«Usted ha dudado de mí... Luego no es usted digno de que yo le consulte nada».

Era verdad, era verdad. Mis preguntas capciosas, mis inquisitoriales averiguaciones del día anterior debieron de serle poco gratas. Su resentimiento me pareció bellísimo, y diome tanto placer, que no pude ocultarle cuánto me agradaba aquel noble tesón suyo. Hícele declaraciones de firme amistad; pero sin excederme ni dar a entender otra cosa, pues no era llegada la ocasión, ni había logrado yo la evidencia que buscaba, aunque tenía el presentimiento de ella.

Salimos de paseo. Mostrose apacible y cordial; pero en nuestra conversación, en nuestros escarceos y juegos de diálogo me manifestaba que algo había que no estaba dispuesta a revelarme, y ese algo era lo que se me ponía a mí entre ceja y ceja, mortificándome mucho.

«Yo haré méritos -le dije-, para ganar otra vez su confianza y oír las consultillas que quiere usted hacerme».

-Veremos. Por de pronto...

-¿Qué?

-Por de pronto no me ametralle usted a preguntas. Quien mucho pregunta poco averigua. Tenga usted más paciencia, y confianza en mi espontaneidad. En esto soy tremenda; quiero decir que cuando no me chistan me entran en mí deseos de contar algo. Y en cuanto a las consultillas, pierden toda su sal si no se hacen en tiempo oportuno y cuando ellas solas se salen del corazón.

Esto me hizo reír, y cuando nos despedimos en casa de Lica, me reí más con esta salida de Irene.

«Para que haga usted más méritos, le voy a pedir otro favor... ¡Cuánto le agradecería que me hiciera una notita, un resumen, pues, en un papelito así... de la historia de España! ¿Creerá usted que se me confunden los once Alfonsos y no les distingo bien? Todos me parece que han hecho lo mismo. Luego se me forma en la cabeza una ensalada de Castilla con León, que no sé lo que me pasa. ¿Hará usted la nota?...».

-Pero, criatura, ¿la historia de España en un papelito?...

-Nada más que los once Alfonsos. De D. Pedro el Cruel para aca ya me las manejo bien... ¡Qué cosa más aburrida!, ¡aquellas guerras de moros, siempre lo mismo, y luego los casamientos de el de acá con la de allá, y reinos que se juntan, y reinos que se separan, y tanto Alfonso para arriba y para abajo!... Es tremendo. Le soy a usted franca. Si yo fuera el Gobierno suprimiría todo eso.

-¿La historia?

-Eso, eso que he dicho. No se enfade usted por estas herejías, y abur.