El amigo Manso/Capítulo XXI


Capítulo XXI - Al día siguiente... editar

Pero antes quiero hacer una confidencia. El hecho que voy a declarar me favorece poco, me pintará quizá como hombre vulgar, insensible a los delicados gustos de nuestra sociedad reformista; pero pongo mi deber de historiador por delante de todo y así se apreciará por esta franqueza la sinceridad de las demás partes de mi narración. Vamos a ello. Las buenas comidas y los platos selectos de la mesa de mi hermano llegaron a empacharme, y como transcurrían semanas enteras sin que pudiera librarme de comer allá, concluí por echar de menos mi habitual mesa humilde y el manjar preferente de ella, los garbanzos, que para mí, como he dicho antes, no tienen sustitución posible. El apetito de aquella legumbre me fue ganando, y llegó a ser irresistible. Estaba yo como el fumador vicioso, cuando por mucho tiempo se ve privado de tabaco. Siempre que pasaba por la Corredera de San Pablo y por la tienda de que soy parroquiano, titulada la Aduana en comestibles, se me iban los ojos al gran saco de garbanzos colocado en la puerta, y no por verlos crudos se me antojaban menos sabrosos. No pudiendo refrenar más mi deseo, resistime un día a comer con Lica, y previne a Petra que me pusiera el cocido de reglamento. No tengo más que decir sino que me desquité bárbaramente de la privación que había sufrido. Y ahora, adelante.

Al día siguiente encontré a mi hermano en el cuarto de estudio. Quería enterarse personalmente de los adelantos de los niños. Festivo con la maestra y afectando hacia los alumnos una severidad enfática que me pareció fuera de lugar, el futuro marqués me estorbó para decir a Irene varias cosillas que pensadas llevaba. A ella la encontré cohibida y como atontada con la presencia, con las preguntas y con la amabilidad del amo de la casa. No daba pie con bola en las lecciones, y las alumnas corregían a la maestra. Para mayor desgracia, también me privó mi hermano de pasear, llevándome, que quieras que no, a ver al director de Instrucción Pública para un asunto que no me interesaba.

Por fin me convencí de que José María no era un modelo de maridos. Varias veces me había hecho Lica algunas indicaciones sobre este particular; pero me parecieron extravagancias y mimosidades. Una tarde ¡ay!, dispuso mi cuñada que Irene, los niños y el ama salieran en el coche. Mercedes había salido con sus amigas. Yo permanecí en la casa, pues aunque mi gusto habría sido ir al Retiro con Irene, no tuve más remedio que quedarme acompañando a Manuela. Esta me manifestó vivos deseos de hablarme a solas, y yo dije para mí: «Prepárate, amigo Máximo; ya te cayó que hacer. Despabílate y refresca tus conocimientos de ornamentación doméstica y gastronomía suntuaria».

Pero Lica se ocupó muy poco de estas cosas, y parecía haber tomado en aborrecimiento los saraos y los comistrajos, según el desprecio con que de ellos hablaba. Sus cuitas de esposa no le permitían atender a tonterías de vanidad, y apenas hubo tocado el delicado punto donde estaba su herida, comenzó a llorar. Oía yo sus quejas, y no acertaba a darle ningún consuelo eficaz. ¡Pobre Lica! Sus palabras exóticas, sus cláusulas truncadas, a las que el dolor y la verdad daban persuasiva elocuencia; sus hipérboles americanas no se me han olvidado ni se me olvidarán nunca. Estaba muy brava; tenía el alma abrasada y la vida en salmuera con las cosas de Pepe María. Ya no le valía quejarse y llorar, porque él no hacía maldito caso de sus quejas ni de sus lágrimas. Se había vuelto muy guachinango, muy pillo, y siempre encontraba palabras para escaparse y aun para probar que no rompía un plato. Tenía olvidada a su mujer, olvidados a sus hijos; todo el santo día se lo pasaba en la calle, y por la noche salía después de la reunión y ya no se le veía hasta el día siguiente a la hora de almorzar. Marido y mujer sólo cambiaban algunas palabras tocante a la invitación, al té, a la comida, y pare usted de contar... Esto podría pasar si no hubiera otras cosas peores, faltas graves. José María estaba echado a perder; la compañía y el trato de Cimarra le habían enciguatado; se había corrompido como la fruta sana al contacto de la podrida... Ya no le quedaba duda a la pobrecita de la atroz infidelidad de su esposo. Ella se sentía tan afrentada, que sólo de pensarlo se le salían los colores a la cara, y no encontraba palabras para contarlo... Pero a mí se me podía decir todo. Sí; revolviendo una mañana los bolsillos de la ropa de José María, había encontrado una carta de una sinvergüenza... ¡Una carta pidiéndole dinero!... Se volvía loca pensando que la plata de sus hijos iba a manos de una... Pero a la infeliz esposa no le importaba la plata, sino la sinvergüencería... ¡Ay! Estaba bramando. Con ser ella una persona decente, si cogiera delante a la bribona que le robaba a su marido, le había de dar una buena soba y un par de galletas bien dadas. ¡Ay qué Madrid, qué Madrid este! Vale más andar en comisión por el monte, vivir en un bohío, comer vianda, jutía y naranjas cajeles, que peinar a la moda, arrastrar cola, hablar fino y comer con ministros... Mejor estaba ella en su bendita tierra que en Madrid. Allí era reina y señora del pueblo; aquí no le hacían caso más que los que venían a comerle los codos, y después de vivir a su costa se burlaban de ella. Luego esta vida, Señor, esta vida en que todo es forzarse una, fingir y ponerse en tormento para hacer todo a la moda de acá, y tener que olvidar las palabras cubanas para aprender otras, y aprender a saludar, a recibir, a mil tontadas y boberías... No, no; esto no iba con ella. Si José no se enmendaba, ella se plantaba de un salto en su tierra, llevándose a sus hijos.

Yo la consolé diciéndole lo que tantas veces me había dicho ella a mí, a saber, que no fuera ponderativa. Su imaginación, hecha a las tintas y a las magnitudes tropicales, agrandaba las cosas. ¿No podría ser que la carta descubierta no tuviera la significación pecaminosa que ella quería darle?... A esto me respondió con ciertas aclaraciones y datos que no me dejaron dudas acerca de los malos pasos de mi hermano. Su amistad con Cimarra, que había llegado a ser muy íntima, me anunciaba desastres sin cuento y quizás rápidas mermas en el peculio del esposo de Lica. Esta no concluyó sus confidencias con lo que dejo escrito, sino que fue sacando a relucir otras grandes picardías del futuro marqués, que me dejaron absorto. En su propia casa se atrevía el indigno a hacer cosas que resultaban en desdoro de toda la familia y principalmente de su digna esposa... ¿Pues no tenía el atrevimiento de galantear a Irene...?

«¡A Irene!».

¡Sí, el muy...! La pobre Lica se ponía fuera de sí al tocar este punto. No acertaba a expresar su furor sino a medias palabras... ¡En su propia casa, en su misma cara! Pues sí; era una persecución no bien disimulada... Últimamente lo hacía con un descaro... Por las mañanas se metía en la salita de estudio y se estaba allí las horas muertas... Una noche entró en el cuarto de Irene, cuando esta se retiraba. En fin, ¿para qué hablar más de una cosa tan desagradable?, la tarde anterior hubo una escena fuerte entre marido y mujer en la puerta misma... ¡Cómo se le atragantaban las palabras a la buena Lica!... en la puerta misma del cuartito de la institutriz. Era indudable que esta no alentaba ni poco ni mucho el indecoroso galanteo del dueño de la casa. Por el contrario, Irene no disimulaba su pena; era una muchacha honesta, dignísima, que no podía tener responsabilidad de los atrevimientos de un hombre tan... En fin, aquella misma mañana Irene había manifestado a la señora que deseaba salir de la casa. Ambas habían llorado... Era una buena de Dios... Y para concluir, yo, Máximo Manso, el hombre recto, el hombre sin tacha, el pensamiento de la familia, el filósofo, el sabio era llamado a arreglarlo todo, haciendo ver a José la fealdad y atroces consecuencias de su conducta inicua; pintándole... yo no sé cuántas cosas dijo Lica que debía yo pintarle. La cuitada no guardaría rencor si su esposo se enmendaba, y estaba decidida a perdonarle, sí, a perdonarle de todo corazón, si volvía al buen camino, porque ella quería mucho a su marido, y era toda alma, sentimiento, cariño, mimito y dulzura... Y ya no me dijo más, ni era preciso que más dijera, porque bastante había sabido yo aquella tarde, y tenía materia sobrada para poner en ejercicio mis facultades de consejo.