El amigo Manso/Capítulo XXIII


Capítulo XXIII - ¡La historia en un papelito! editar

¿Cuándo se ha visto extravagancia semejante? Me parece que menudean demasiado los antojos. Un día la Gramática de la Academia, que apenas entiende; otro día lápices y dibujos que no usa, primero las poesías en bable, después la canción de Tosti, y ahora la historia de los Alfonsos en un papelito... Al demonio se le ocurre... Vaya, vaya, que no es tan grande en ella el dominio de la razón, que no hay en su espíritu la fijeza que imaginé ni aquel desprecio de las frivolidades y caprichos que tanto me agradaba cuando en ella lo suponía. Pero lo extraño es que no por perder a mis ojos alguna de las raras cualidades de que la creí dotada, amengua la vivísima inclinación que siento hacia ella; al contrario... Parece que a medida que es menos perfecta es más mujer, y mientras más se altera y rebaja el ideal soñado, más la quiero y...

Esto pensaba yo aquella noche. Hondamente abstraído no asistía a la reunión. Ocupome completamente al otro día un asunto universitario, que me tuvo no sé cuántas horas de Herodes a Pilatos, desde el despacho del rector a la Dirección de Instrucción pública. Asistí a una comida dada por mis discípulos a tres catedráticos, y antes de retirarme a mi casa di una vuelta por la de mi hermano, donde encontré una gran novedad, que me refirió puntualmente Lica. La noche anterior habían cruzado palabras bastante agrias Manuel Peña y el marqués de Casa-Bojío. Fue cuestión de etiqueta que trajo al punto la cuestión de clases, y prontamente la de personas; tres cuestiones que se encerraban en una, en la necesidad de que ambos jóvenes se descrismaran a sablazos o a tiros en lo que llaman el campo del honor. La dureza provocativa de las frases dichas por Peña en la malhadada disputa, y su resistencia a dar explicaciones, hacían inevitable el duelo. Había querido José María arreglar el asunto hurgándose el caletre para buscar fórmulas de transacción; que tal era su fuerte; mas por aquella vez el abrazo de Vergara no vendría, como en 1839, sino después de la efusión de sangre, y ya estaba todo concertado para el día siguiente muy temprano. Cimarra y no sé qué otro caballerito eran padrinos de mi discípulo. El disgusto de Lica era grande, y yo deploraba con toda mi alma que un joven de talento claro y de sanas ideas, educado por mí en el aborrecimiento de la barbarie humana, incurriera en la estúpida flaqueza de desafiarse. Lo que yo hablé aquella noche sobre este particular no es para contado aquí. Estuve casi elocuente, y Lica aprobaba con toda su alma mis ideas, y se admiraba de que un criterio tan sano no triunfara en la sociedad anonadando el error y las preocupaciones.

Grande era la pena que yo sentía aquella noche para que no respondiera de malísimo gusto al insufrible y cada vez más pesado poeta, secretario de la sociedad de inválidos. Pero él, rechazado fuertemente por mi desvío, volvía a la carga con más empuje, y me acribillaba con sus inhumanas pretensiones. Quería, ni más ni menos, que yo tomase parte en la gran velada que se estaba organizando, y que echase también mi discursito, rivalizando con los demás oradores que ya estaban comprometidos, entre los cuales los había de primera fuerza. Resistime a todo trance, me blindé con la razón de mi escaso poder oratorio; pero ni aun esto me valía, porque mi hermano, Pez y otros dos graves señores (uno de ellos ex-ministro) que presentes estaban, me atacaron de flanco diciéndome que no hacían falta discursos brillantes, sino sólidos y razonados; que con mi palabra tendría la solemne fiesta una autoridad que no le darían los cantorrios y los discursos floridos; y por último, que la Sociedad, si yo la desairaba negándole mi valioso concurso vería en mi ausencia de la velada un vacío imposible de llenar con otro discurso ni con poesías ni con música. Estas lisonjas no hacían mella en mi rígido carácter, y obstinadamente negué mi concurso. Díjome mi hermanito que yo era una calamidad; llamome Lica jollullo, y la cabeza parlante me agració con un juicio bastante duro acerca del poco sentido práctico de los filósofos y de la escasa ayuda que prestan al movimiento de la civilización. El párrafo que este señor me echó, como una rociada de sabiduría, algo semejante al vinagrillo aromático, parecía un artículo de periódico, de esos que se escriben por el vulgo y para el vulgo, y que constituyen la escuela diaria y constante de la vulgaridad. No hice caso, y me marché a casa.

Deseaba saber si Manuel Peña estaba en la suya, y si doña Javiera se había enterado de las andanzas caballerescas de su niño. Buen sermón preparaba yo a mi discípulo, aunque en rigor de verdad, ya no había medio de retroceder en el lance, y la feroz preocupación social, verruga de la cultura moderna y escándalo de la filosofía, sería inevitablemente respetada y cumplida. La idolatría del punto de honra me parece tan absurda hoy, como si a mis contemporáneos les diera de repente la humorada de restablecer los sacrificios humanos y de inmolar a sus semejantes en el altar de un muñeco de barro que presentase cualquier divinidad salvaje. Pero tal es la fuerza del medio social, que yo, con todo el vigor y pureza intolerante de mis ideas, no habría osado alejar a Peña del bárbaro terreno ni sugerirle la idea de faltar al emplazamiento. ¿Qué más? Siendo quien soy, creo que no podría ni sabría eximirme de acudir al llamado campo del honor, si me viera impulsado a ello por circunstancias excepcionales. No olvidemos nunca los grandes ejemplos de la debilidad humana, mejor dicho, de transacciones de la conciencia, determinadas por el medio ambiente. Sócrates sacrificó un gallo a Esculapio, San Pedro negó a Jesús.

Doña Javiera no sabía nada. Manuel había tenido el buen acuerdo de engañarla diciéndole que iba a Toledo con unos amigos, y que no volvería hasta el día siguiente. Con esto, la pobre señora estaba tranquila. Yo no lo estaba, pues aunque en la generalidad de los casos los duelos del día son verdaderos sainetes, y esta es la tendencia de todos los que intervienen en ellos como padrinos o componedores, bien podría suceder que las leyes físicas con su fatalidad profundamente seria y enemiga de bromitas, nos regalasen una tragedia.

Desde muy temprano salí, al siguiente día, para enterarme de lo ocurrido, mas nada pude averiguar. A las diez no había entrado Peña en su casa, lo que me puso en cuidado; pero doña Javiera, sin sospechar cosa mala, decía: «Vendrá en el tren de la noche. Figúrese usted; en un día no tienen tiempo de ver nada, pues sólo en la catedral dicen que hay para una semana».

Corrí a casa de José, donde Lica, atrozmente inmutada, me dio la tremenda noticia de que Peñita había matado al marqués de Casa-Bojío. Sentí pena y terror tan grandes, que no acertaba a hacer comentarios sobre tan lamentable suceso, prueba evidente de la injusticia y barbarie del duelo. ¡Aquel joven, dotado de corazón noble, de inteligencia tan clara y simpática, interesantísimo y amable por su figura, por su trato, por las prendas todas de su alma, había asesinado a un infeliz inocente de todo delito que no fuera el ser tonto!... ¿y por qué?, por unas cuantas palabras vanas comunes y baldías, accidente de la voz y producto de la tontería, ¡palabras que no tenían valor bastante para que la naturaleza permitiera, por causa de ellas, la muerte de un mosquito, ni el cambio más insignificante en el estado de los seres!

Pero ¡qué demonio!, la noticia la había traído Sainz del Bardal. ¿No era el conducto motivo bastante para dudar...?

«Sí, sí -me dijo Lica-. Corre a enterarte en casa de Cimarra. José María salió muy temprano. No le visto hoy. Dijo que no volvería hasta la noche».

¡Que todos los demonios juntos, si es que hay demonios, o todos los genios del mal, si es que existe genio del mal fuera del alma humana, carguen con Sainz del Bardal, y le puncen y le rajen, y le pinchen y le corten, y le sajen y acribillen, y le arañen y le acogoten, y le estrangulen y le muelan, y le pulvericen y le machaquen hasta reducirle a pedacitos tan pequeños que no puedan juntarse otra vez, y hasta lograr la imposibilidad de que vuelvan a existir en el mundo poetas de su ralea!... ¡Valiente susto nos dio el maldito!... ¿De dónde sacaste, infernal criatura, que el escogido entre los escogidos, Manolo Peña, había quitado la preciosa vida al pobrecito Leopoldito, que por estar blindado de sandeces, como lo está de conchas un galápago, tiene en su inútil condición garantías sólidas de inmortalidad? ¿En qué fuente bebiste, poeta miasmático, peste del Parnaso y sarampión de las Musas? ¿Quién te engañó, quién te sopló, trompa de sandeces? Si no pasó nada, si no hubo más sino que el filo del sable de Peña rozó la oreja derecha del espejo de los mentecatos y le hizo un rasguño, del cual brotaron obra de catorce gotas de sangre de Tellería, y como la cosa era a primera sangre, aquí paró el lance y ambos caballeros se quedaron repletos de honor hasta reventar, y luego se dieron las manos, y el que hacía de médico sacó un pedacito de tafetán inglés y lo aplicó a la oreja de Tellería, dejándosela como nueva, y todo quedó así felizmente terminado para regocijo de la humanidad y descrédito de las malditas ideas de la Edad Media que aún viven...

Me contó todo el mismo Cimarra, haciendo ardientes elogios de la serenidad, valor y generosa bravura de Manuel Peña. Faltome tiempo para llevar la buena noticia a Lica, que se había tomado ya cinco tazas de café para quitar el susto. Doña Jesusa dio gracias a Dios en voz alta, Mercedes cantó de alegría, y hasta el ama, Rupertico y la mulata se alegraron de que no hubiera pasado nada.

Después de almorzar, entramos Manuela y yo en el cuarto de estudio para ver escribir a las niñas. Recibionos Irene con viva alegría. ¿Por qué estaba tan poco pálida que casi casi eran sonrosadas sus mejillas? La observé inquieta, con no sé qué viveza infantil en sus bellos ojos, decidora y de humor más festivo, pronto y ocurrente que de ordinario.

«Perdóneme usted -le dije-, pero he tenido muchas ocupaciones y no he podido traerle la historia en un papelito...».

-¡Ah, qué tontería! No se incomode usted... No merece la pena... La verdad; no sé cómo usted me aguanta... Soy de lo más impertinente... En fin, como usted es tan bueno, y yo tan ignorante, me permito a veces molestarle con preguntas. Pero no haga usted caso de mí. ¿No es verdad, señora, que no debe hacer caso?...

-¡Oh!, no, que trabaje, que le ayude, niña... Pues no faltaba más. ¿Para qué le sirve todo lo que sabe?

-Pero qué soso, ¡qué soso es! -dijo Irene mirándome y riendo, fusilándome con el fuego de sus ojos y haciéndome temblar con escalofrío nervioso-. ¿Ve usted cómo no quiere tomar parte en la velada?... Lo que yo digo, es de lo más tremendo...

-¡Jollullo!

-Pues tiene usted que hablar, sí, señor. Mándeselo usted, señora, mándeselo usted, pues no hace caso de nadie...

-Pues sí, tienes que hablar, Máximo.

-Se deslucirá la fiesta si no habla -añadió Irene-. Ya le he dicho: «Si usted no abre el pico, amigo Manso, yo no voy», y la señora ha prometido llevarme a un palquito de los de arriba.

-Sí, iremos a un palquito de los altos, donde podamos estar con comodidad... Mamá dice que si hablas, irá también.

Una voz gangosa, lánguida, que arrastraba perezosamente las sílabas, resonó en la puerta, murmurando:

«Tiene que hablar, sí señó...».

Era doña Jesusa que pasaba. Y al mismo tiempo Isabelita se abrazaba a mis piernas y se colgaba de mis manos, chillando también:

«Tienes que hablar, tiito».

Mirome Irene de un modo terrible y dulce... Debió de mirarme como siempre; pero mi espíritu, desencajado en aquellos días, estaba dispuesto a la poesía y a las hipérboles, y lo menos que vio en los ojos de la maestra fue toda la miel del monte Hymeto mezclada a toda la amargura de las olas del mar... Y de estos océanos agridulces emergían, como náufragos que se salvan en una pastilla, estas palabras de acíbar y mazapán:

«Es preciso que hable... tiene usted que hablar...».