El amigo Manso/Capítulo XVIII


Capítulo XVIII - Verdaderamente, señores... editar

Dijo mi hermano; y atascado en su exordio por la obstrucción mental que padecía en los momentos críticos, repitió al poco rato:

«Verdaderamente...».

Pudo al fin formular un premioso discursejo, cuyas cláusulas iban saliendo a golpecitos, como el agua de una fuente en cuyo caño se hubiese atragantado una piedra. Acerqueme un poco y oí frases sueltas, como: «Yo no quiero salir de mis cuatro paredes... porque también se puede servir al país desde el rincón de una casa... Pero estos señores se empeñan... A la benevolencia de estos señores debo... En fin, esto es para mí un verdadero sacrificio; pero estoy verdaderamente dispuesto a defender los sagrados intereses...».

Desde entonces tomó el sarao un aspecto político que le daba extraordinario brillo. Había tres ex-ministros y muchos diputados y periodistas, que hablaban por los codos. La sala del tresillo parecía un rinconcito del Salón de Conferencias. Los que más bulla metían eran los de la democracia rampante, partido tan joven como inquieto, al cual se había afiliado José, llevado de sus preferencias por todo lo que fuera transacción.

El espíritu reconciliatorio de José llega hasta el delirio, y sueña con acoplar y emparejar las cosas más heterogéneas. Esto, según él, es lo verdaderamente inglés. Lo de la sucesiva serie de transacciones no se le cae de la boca: es su Padre Nuestro político, y así, todo lo transige y siempre halla modo de aplicar sus ideales casamenteros. No existe rivalidad histórica y fatal que él no se proponga resolver con un abrazo de Vergara. Eso es: abrácense como hermanos el separatismo y la nacionalidad, la insurrección y el ejército, la monarquía y la república, la Iglesia y el libre examen, la aristocracia y la igualdad. Toda idea pura es para él una verdadera exageración, y corta las cuestiones diciendo: basta de exclusivismos. Para él no conviene que haya exclusivismos en el arte, ni en religión, ni en filosofía. Toda idea, toda teoría artística o moral debe ceder una parte de sus regios dominios a la teoría y a la idea contrarias. Lo bello deja de serlo si este fenómeno no cruza con lo vulgar el famoso abrazo de Vergara. Jesús y los Santos Padres son unos exagerados y exclusivistas por no haber intentado un arreglito con la herejía.

Las majaderías de aquella gente me aburrían tanto, que me alejé del salón y me interné en la casa. Harto de poetas, periodistas y políticos, mi espíritu me pedía el descanso de un párrafo con doña Jesusa. En el lejano aposento donde residía, estaba aquella noche, fija en su butaca, envuelta en su mantón y acompañada de Rupertico, a quien contaba cuentos.

«No me quiero acostar -me dijo-, porque el sambeque del salón y esta bulla de criados que van y vienen no me dejan dormir. Esta casa parece un trapiche los jueves por la noche. ¡Jesús qué terremoto! A usted no le gusta esto; ya lo sé. ¡Y qué gente tan comilona! Con el té, los dulces, los fiambres, las pastas, los helados que se han comido ya, habría para mantener un ejército. La pobre Lica no es para esto; si sigue así va a perder la salud... Le contaré a usted lo de anoche, si me promete ser reservado... Pues tuvieron ella y José María una peleíta. ¡Jesús qué jarana!... por si él entraba tarde, por si ella no sabía hacer los honores. Yo bien sé que Lica está muy chiqueada. Pero José ha echado un genio... No sé cuánta cosa sacaron: que él no piensa más que en sencilleces; que se pasa la noche en el Casino, y quién sabe, quién sabe, si en otras partes peores... Parece que hay descubrimiento...».

Acercó su sillón al mío y casi al oído me dijo:

«Falditicas, ¿eh?... José María es como todos. Esta vida de Madrid... Tenemos calaveradas... Ya se ve... un hombre que va a ser diputado y ministro... Hay en Madrid cada gancho... ¡Ay!, qué mujeres las de esta tierra; son capaces de pervertir al cordero de San Juan. Yo les diría si las viera: «Grandísimas sinvergüenzas, ¿para qué engatusáis a un padre de familia, a un sencillo, a un hombre tan bueno?... Porque José María ha sido muy bueno hasta ahora; pero niño, de algún tiempo acá, no le conocemos».

Yo defendí a mi hermano como pude y tranquilicé a su suegra, tratando de hacerle comprender que la licencia de nuestras costumbres está más en la forma que en el fondo, y que no debía tomar como señales de pecado ciertos detalles corrientes... Fue lo único que me ocurrió.

«Yo -dijo ella, bajando más la voz-, no me meto en nada. Allá se entiendan; allá se les haya. No me muevo de este sillón, porque no tengo salud para nada. Aquí me acompaña Ruperto. Esta noche, mientras allá reían y alborotaban, Irene y yo hemos rezado el rosario y hemos hablado de cosas pasadas... ¿Pero dónde se ha ido ese ángel de Dios?».

Miraba a todos los lados de la pieza.

«¿Pero no se ha recogido aún? -pregunté-. Esto es contrario a sus costumbres».

-Calle, niño; si debe de andar por ahí. Algunos raros se va al corredor a ver un poquitico de la sala.

Ya iba yo a buscarla, cuando entró ella. Su fisonomía revelaba gozo y estaba menos pálida. Parecía agitada, con mucho brillo en los ojos y algo de ardor en las mejillas como si volviese de una larga carrera.

«Irene, ¿qué tal? ¿Ha visto usted...?».

-Un poquito... desde el pasillo... ¡Qué lujo, qué trajes! Es cosa que deslumbra...

-Yo creí que a estas horas... es la una... estaba usted recogida.

-Me he quedado aquí para acompañar un poco a doña Jesusa... Luego, es preciso ver algo, amigo Manso, ver algo de estas cosas que no conocemos.

-¡Oh!, es justo -dije pensando en lo mucho que luciría Irene si penetrara en los círculos de la sociedad elegante, y en el valor que sus grandes atractivos tomarían realzados por el lujo-. Pero es cuestión de carácter; ni a usted ni a mí nos agrada esto. Por fortuna, estamos conformados de manera que no echamos de menos estos ruidosos y brillantes placeres, y preferimos los goces tranquilos de la vida doméstica, el modesto pan de cada día con su natural mixtura de pena y felicidad, siempre dentro del inalterable círculo del orden.

«¡Jesús de mi alma!, ¡qué talento tiene este hombre, y qué bien dice las cosas!» exclamó doña Jesusa.

Irene se reía del entusiasmo de la niña Chucha, y con enérgicos movimientos de cabeza daba su aprobación a aquellos elogios.

«Máximo -dijo de súbito la señora-, ¿por qué no se casa usted? ¿A cuándo espera, niño?».

-Todavía hay tiempo, señora. Ya veremos...

-En veremos se le pasa a usted la vida.

Mirando a Irene, que atenta me miraba, le dije, por decir algo: «¿Y las niñas?».

-Han estado muy desveladas. Ya se ve... con la bulla... También han querido ver algo. Después han estado jugando, de broma y fiesta, pasándose de una cama a otra y arrojándose las almohadas... Pero ya se han dormido.

-¿Y usted no tiene sueño?

-Ni chispa.

-Pero es muy tarde.

-Me voy a mi cuarto.

-¿Va usted a leer? -dije siguiéndola y llevándole la luz.

-Es tardísimo... Veré si me duermo al momento. Mañana...

-¿Mañana, qué?

-Digo que mañana será otro día.

-Eso no tiene duda.

-Y hablaremos de aquello...

-Hablaremos de aquello... -repetí sintiendo en mi pensamiento el estímulo que los novelistas llaman un mundo de ideas, y en mis labios cosquilleo de palabras impacientes.

Pero ella me quitó de las manos la luz, entró en su cuarto con una presteza que me parecía resbaladiza, diome las buenas noches, y a poco sentí el ruido de la llave cerrando por dentro. Después dio un golpecito en la madera, como para llamarme, si me alejaba, y dijo:

«Tráigame usted lo que me prometió».

-¿Qué, criatura? -le pregunté, sospechando, en un momento de ansiedad, que le había prometido mi vida toda entera.

-¡Qué memoria! La Gramática inglesa de Ahn...

-¡Ah!, ya... bueno...

-Y los dos lápices de Fáber, números 2 y 3.

-Vamos, acabe usted de pedir. Pida usted el sol y la luna...

-No sea usted tremendo... Abur.

-No se fatigue usted la imaginación con la lectura...

-Si me estoy durmiendo ya.

-Eso es, descansar... buenas noches.

-Pero qué, ¿todavía está usted ahí?, amigo Manso.

-Creí que ya estaba usted dormida.

-Hombre, si estoy rezando... Adiós.

Retireme. Algo me daba que pensar aquel humorismo de Irene, un poquito desconforme con la seriedad y mesura que yo había observado en ella; pero reflexionando más, consideré que este fenómeno contingente no alteraba el hecho en sí, o mejor dicho, que un desentono pasajero y accidental no destruía la admirable armonía de su carácter.

Era ya hora de abandonar la reunión; pero Cimarra y mi hermano me entretuvieron, dando una batida en toda regla a mi modestia para que consintiese en ser hombre político y en lanzarme con ellos por la única senda que conduce a la prosperidad. Yo me resistí, alegando razones de carácter, de conveniencia y de ideas. Cimarra me aseguraba que era posible facilitarme la entrada en el Congreso, arreglándome uno de los distritos que estaban vacantes. Ya José había hecho algunas indicaciones al ministro, el cual había dicho: «¡Oh!, sí verdaderamente...». Mi hermano se prestaba benévolo a arreglar la incompatibilidad de mis ideas con el régimen oligárquico que hoy priva, y me incitaba con empeño a ser hombre verdaderamente práctico y a abandonar de una vez para siempre las utopías y exageraciones, buscando en el ancho campo de mi saber una fórmula de transacción, una manera de reconciliar la teoría con el uso y el pensamiento con el hecho. De la misma opinión era el marqués de Tellería, que se hallaba presente, encarnizado enemigo de las utopías, hombre esencialmente práctico, y tan práctico que vivía a costa del prójimo; santo varón que llamaba logomaquias a todo lo que no entendía. Este señor me dio después un solo, adulándome sin tasa y diciéndome, en conclusión, que los hombres como yo debían consagrarse a defender los intereses de las clases productoras contra las amenazas del proletariado, las creencias venerandas de nuestros mayores contra la irrupción de la barbarie libre-pensadora, y las buenas prácticas de gobierno contra los delirios de los teóricos. Yo ocultaba con frases de cortesía el desprecio que me merecía este sujeto, a quien de oídas conocía desde algunos años atrás por lo que me había contado su yerno y mi amigo León Roch. Al soltarme, me dijo:

«Le voy a mandar a usted un folletito que he hecho, donde están todos los discursos, todos los incidentes que motivó la proposición de ley que presenté al Senado sobre la vagancia. Me hará usted el favor de leerlo y decirme su opinión imparcial...».

Manuela, que se enteró de que me querían enjaretar la diputación, no me ocultaba su gozo. Pero no le cabía en la cabeza mi resistencia a entrar por las vías políticas, y riñéndome por mi carácter retraído y mi amor a la vida oscura, me decía:

«Pero, chinito, no seas jollullo».