El amigo Manso/Capítulo XIX


Capítulo XIX - El reloj del comedor dio las ocho

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Haciendo el cómputo que el desorden de los relojes de aquella casa exigía, resultaba que las ocho campanadas marcaban las tres. ¡Qué tarde! Retirarme yo a casa a tal hora me parecía tan absurdo, una chanza, un criminal secuestro del tiempo. Me veía como figura de pesadilla, o como si yo fuera otro y con ese otro estuviera soñando en la plácida quietud de mi cama. Salí. La somnolencia me producía síntomas parecidos a los de la embriaguez. Cuando fui al comedor para tomar un vaso de agua vi con asombro que aún había luz en el cuarto de Irene. El rectángulo de claridad sobre la puerta atrajo mis miradas, y breve rato estuve clavado en mitad del pasillo. «Pero ¿no me dijo usted hace dos horas que tenía muchísimo sueño y que se iba a dormir en seguida?». Esto no lo dije en voz alta. Hice la pregunta de espíritu a espíritu, porque dar voces a tal hora me parecía inconveniente. ¿Rezaba? ¿Qué hacía? ¿Leer novelas? ¿Devorar mis obras filosóficas...?

Bebiendo agua me tranquilicé sobre aquel punto. En verdad, yo era un impertinente exigiendo un método imposible en los actos de Irene. ¿Qué tenía de particular que apagase la luz dos horas más tarde de lo que había dicho? Podía ser que estuviera cosiendo sus vestidos, o preparando las lecciones del día siguiente... ¡Las tres y media!... ¿Cuántas horas dormía aquella criatura, que se levantaba a las siete? ¡Deplorable costumbre la de calentarse el cerebro en las horas de la noche! ¡Oh! Yo haría cumplir en mi familia con estricta rigidez los preceptos de la higiene.

En el portal se me unió Peña. Embozados, acometimos el frío glacial de la calle.

«Maestro, ¿se va usted a su casa?».

-Desalmado, ¿a dónde he de ir? Y tú, ¿a dónde vas?

-Yo no me acuesto todavía. Es temprano.

-¡Es temprano y van a dar las cuatro!

Andando a prisa, le eché una filípica sobre el desarreglo de sus costumbres y la antihigiénica de hacer de la noche día, motivo de tantas enfermedades y del raquitismo de la generación presente. Él se reía.

«Por respeto a usted, maestro -me dijo-, voy a acompañarle hasta casa. Después me voy a la Farmacia».

-¡Y tu madre esperándote, desvelada y llena de temores! Manuel, no te conozco. Parece mentira que seas mi discípulo.

-Buen barbián está usted, maestro... ¿Pues no se retira usted tan tarde como yo? En un metafísico, eso es imperdonable. ¡Si está usted hecho un gomoso!... Concluirá usted por ir a la cátedra antes de acostarse y presentarse de frac ante los alumnos. ¡Cómo cunde el mal ejemplo!...

Sus bromitas me desconcertaron un poco; pero no quise ceder.

«Mira, perdido -le dije tomándole por un brazo-. Que quieras que no, te llevo a casa. No irás a la Farmacia. Yo lo mando y tienes que obedecer a tu maestro».

-Transacción... Procuremos conciliarlo todo, como su hermano de usted. No iré a la Farmacia; pero no puedo acostarme sin tomar algo.

-Pero, gandul, ¿no has cenado en casa de José?

-Sí... Distingamos; no es precisamente porque tenga apetito. Es por aquello de ir a alguna parte.

-¿Y a dónde quieres ir?

-Renuncio a la Farmacia con tal de que usted me acompañe a tomar buñuelos.

-¿Dónde, libertino?

-Aquí, en la buñolería de la calle de San Joaquín. Está fría la noche, y una copita de aguardiente no viene mal.

-¿Estás loco? ¿Crees que yo...?

-Vamos, magister, sea usted amable. Ya ve usted que por complacerle renuncio a ir a mi círculo. Es cuestión de diez minutos. Luego nos iremos juntos a nuestra casita, como las personas más arregladas del mundo.

Y tirando de mi capa, hizo tales esfuerzos por meterme consigo en aquel local innoble, que no pude resistirme, ni creí oportuno disputar más con él por un acto que en verdad era insignificante.

«¡Caprichoso!».

-Sentémonos, maestro.