El amigo Manso/Capítulo XVII


Capítulo XVII - La llevaba conmigo editar

Era como si la naturaleza de ella hubiera sido inoculada milagrosamente en la mía. La sentía compenetrada en mí, espíritu con espíritu; y esto me daba una alegría que se avivó por la noche, cuando fui a la reunión de jueves; y esta alegría radiosa salía de mí como inspiración chispeante, brotando de los labios, de los ojos y aun creo que de los poros. Entrome de súbito un optimismo, algo semejante al delirio que le entra al calenturiento, y todo me parecía hermoso y placentero, como proyección de mí mismo. Con todos hablé y todos se transfiguraban a mis ojos, que, cual los de D. Quijote, hacían de las ventas castillos. Mi hermano me pareció un Bismarck; Cimarra se dejaba atrás a Catón; el poeta eclipsaba a Homero, Pez era un Maltus por la estadística, un Stuart Mill por la política, y mi cuñada Manuela la mujer más aristocrática, más fina, más elegante y distinguida que había pisado alfombras en el mundo. Para que se vea hasta qué aberraciones morbosas me condujo mi loco optimismo, diré que el poeta mismo oyó de mis labios frases de benevolencia, y que casi llegué a prometerle que me ocuparía de sus versos en un próximo trabajo crítico. Esto le puso como fuera de sí, y rodando la conversación de personalidad en personalidad, afirmó que yo me dejaba muy atrás a Kant, a Schelling y a todos los padres de la filosofía. Sus indignas lisonjas me abrieron los ojos y fueron correctivo de mi debilidad optimista. Yo creo que había en mí un desorden físico, no sé qué reblandecimiento de los órganos que más relación tienen con la entereza de carácter. De mucho sirvió para restituirme a mi ser el interminable solo que me dio Sainz del Bardal a propósito de los inmensos progresos de la Sociedad de inválidos de la industria. En servicio de ella desplegaba el poeta-secretario una actividad demente, febril, y se multiplicaba para organizar los trabajos, para aumentar el número de socios y alcanzar la protección del gobierno. Había logrado meter en ella a tres ex-ministros y a otro personaje muy conocido en Madrid, propagandista infatigable que pronunciaba seis discursos por semana en distintas sociedades. Todo marchaba admirablemente, y marcharía mejor cuando los planes de los caritativos fundadores tuvieran completo desarrollo. Por de pronto, se había acordado destinar los cuantiosos fondos reunidos a imprimir los notabilísimos discursos que se pronunciaran en las turbulentas sesiones. Lástima grande que tan admirables piezas de elocuencia se perdieran. Ante todo, España es el país clásico de la oratoria. Los autores del voto particular y la mayoría de la comisión no habían logrado ponerse de acuerdo sobre aquel sutil tema; mas para salir del paso, se había nombrado una comisión mixta, compuesta de individuos de la de propaganda y de la de aplicación para que redactasen el tema de nuevo. Reunida esta junta magna, acordó que lo primero que debía hacerse era abrir un certamen poético, para premiar la mejor oda al trabajo. El primer premio consistía en coliflor de oro e impresión de quinientos ejemplares; el accesit en girasol de plata e impresión de doscientos. Ya vi venir el nublado al enterarme de estos planes funestos, y en efecto, me nombraron presidente del jurado. También se pensaba en una gran rifa, organizada por señoras, y en una soberbia y resonante velada, o quizás matinée, en la cual, después de leída por Bardal la Memoria de los trabajos de la sociedad, habría música, discursos y lectura de versos, que son la sal de estos festejos filantrópicos.

Como pude, me sacudí de encima al moscón que me aturdía, di una vuelta por los salones, y de repente sentí un golpecito en el hombro y una simpática voz que me dijo:

«Hola, maestro... Le vi a usted con el tifus, y no quise acercarme».

-¡Ay! Peña, el ataque ha sido tan fuerte, que creo tendré convalecencia para toda la noche... Sentémonos, siento una debilidad...

-Esa es la febris carnis... Yo no me rindo a Sainz del Bardal. Cuando viene a hablarme, le vuelvo la espalda. Si a pesar de eso me habla, le echo una rociada de ácido fénico, quiero decir que le llamo necio.

-Pero, hombre, ¿qué es de tu vida?

-Ya ve usted, maestro... vámonos de aquí. Achantémonos en ese gabinete.

-¿Qué me cuentas?

-Nada de particular.

-¿Es cierto que no le haces la corte a Amalia Vendesol?

-¡Quia, maestro!... Si eso se acabó hace mil años. Es inaguantable. Unas exigencias, unas susceptibilidades... Verá usted; si un día dejaba de pasar a caballo por su casa, ¡María Santísima!, la que se armaba. Si en el Retiro me distraía y miraba para alguien... En fin, tiene peor genio que su tía Rosaura, la que le sacó un ojo a su marido riñendo por celos. Yo he visto a Amalia morder un abanico y hacerlo en cincuenta pedazos... ¿por qué creerá usted?, porque una noche no pude tomar butaca impar en la Comedia, y tuve que ponerme en las pares. Y qué educación la suya, amigo Manso. Escribe garabatos, dice pedrominio, y tiene un cariño a las haches...

-Como todas... como la mayoría... ¿Y es cierto que te has dedicado a una de las de Pez?

-Ahí están las dos. ¿Las ha visto usted? Me entretengo con ellas, con la menor principalmente, que es graciosísima. Están bien educadas, es decir, tienen un barniz...

-Eso es, nada más que un barniz. Ignoran todo lo ignorable; pero se les ha pegado algo de lo que oyen, y parecen mujeres. No son, realmente, más que muñecas, de las que dicen papá y mamá.

-Pero estas no dicen papá y mamá, sino marido, marido. La mayor, sobre todo, es muy despabilada. Cuidado que sabe unas cosas... Anoche me quedé aterrado oyéndola. Hablando con verdad, no sé si decirle a usted que son monísimas o muy cargantes. Hay en ellas algo de los visos del tornasol o de los reflejos metálicos de una mayólica. A veces marean, a veces deslumbran; cansan y enamoran. Dan alegría y amor. La mayor, Adela, es de una vanidad que no se concibe. Yo creo que si un príncipe se dirige a ella, aún le parecerá poca cosa.

-Verás cómo concluye por casarse con un distinguido teniente.

-Lo creo. Tiene un tupé la niña... Algo se le ha pegado a la pequeña. Ya se ve. Con aquella tiesa mamá que parece figura arrancada a una tabla de la Edad Media...

-Con aquel soplado papá, que es el sincretismo de las pretensiones más enfáticas...

-¿Pero no le llama la atención el lujo de esa gente?

-A mí, en materia de estupidez humana, nada me llama ya la atención.

-Es un lujo imposible, misterioso. ¿Qué hay detrás de todo eso? Los cincuenta mil reales del señor de Pez, y pare usted de contar.

-Madrid es un valle de problemas.

-Yo creo que las pretensiones de las niñas dejan muy atrás a las de los papás. La ley de herencia se ha cumplido con exceso. Y no sé yo quién va a cargar con esos apuntes. El desgraciado que se case con cualquiera de ellas, ya puede hacer la cuenta que se casa con las modistas, con los tapiceros, con los empresarios de teatros, con Binder el de los coches, con Worth el de los trajes y con todos los arruinadores de la humanidad. Acostumbradas esas niñas al lujo, ¿dónde encontrarán capital bastante fuerte para sostenerlo? Maestro, esto está perdido, aquí va a venir un desquiciamiento. Hablan de la juventud masculina y de su corrupción, de su alejamiento de la familia, de la tendencia antidoméstica que determinan en nosotros el estudio, los cafés, los casinos... Pues, ¿y qué me dice usted de las niñas? La frivolidad, el lujo y cierta precocidad de mal gusto imposibilitan a la doncella de estos países latinos para la constitución de las familias futuras. ¿Qué vendrá aquí? ¿La destrucción de la familia, la organización de la sociedad sobre la base de un individualismo atomístico, el desenfreno de la variedad, sin unidad ni armonía, la patria potestad en la mujer...?

-Lo femenino eterno -dije yo gravemente-, tiene leyes que no puede dejar de cumplir. No seas pesimista, ni generalices fundándote en hechos, que por múltiples que sean, no dejan de ser aislados.

-¡Aislados!

-Conoces poco el mundo. Eres un niño. Antes consistía la inocencia en el desconocimiento del mal; ahora, en plena edad de paradojas, suele ir unido el estado de inocencia al conocimiento de todos los males y a la ignorancia del bien, del bien que luce poco y se esconde, como todo lo que está en minoría. Créeme, créeme, te hablo con el corazón.

Y tomando entre mis dedos (¡cómo me acuerdo de esto!) el ojal de la solapa de su frac, proseguí hablándole de este modo:

-Hay mucho tesoro, mucho bien, mucha ventura que tú no ves, porque te tapa los ojos la inocencia, porque te ciega el vivo resplandor del mal. Hay seres excepcionales, criaturas privilegiadas, dotadas de cuanto la Naturaleza puede crear de más perfecto, de cuanto la educación puede ofrecer de más refinado y exquisito. Flaquearía por su base el santo, el sólido principio de armonía, si así no fuera, y sin armonía, adiós variedad, adiós unidad suprema...

-No digo que no...

Y distraído, pero atento a mis palabras, se metió la mano en el bolsillo del faldón y sacó una petaquilla.

«¡Ah!, ya no me acordaba que usted no fuma... Yo tengo unas ganas rabiosas de fumar. Con su permiso, maestro, me voy por ahí dentro a echar un pitillo. ¿Viene usted?».

No le seguí porque solicitaba mi curiosidad un grupo entusiasta que se había formado en torno de mi hermano. Parecíame oír felicitaciones, y el señor de Pez tenía un aire de protección tal que no sé cómo todo el género humano no se arrojaba contrito y agradecido a sus plantas.

El motivo de tantos plácemes y de bullanga tan estrepitosa era que se había recibido un telegrama de Cuba manifestando estar asegurada la elección de José María.