El amigo Manso/Capítulo XVI


Capítulo XVI - ¿Qué leía usted anoche?

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Y como quien ve descubierto un secreto querido, se turbó, no supo responder, vaciló un momento, dijo dos o tres frases evasivas, y a su vez me preguntó no sé qué cosa. Interpreté su turbación de un modo favorable a mi persona, y me dije: «Quizás leería algo mío». Pero al punto pensé que no habiendo yo escrito ninguna obra de entretenimiento, si algo mío leía, había de ser o la Memoria sobre la psicogénesis y la neurosis, o los Comentarios a Du-Bois-Raymond, o la Traducción de Wundt, o quizás los artículos refutando el Transformismo y las locuras de Hæckel. Precisamente la aridez de estas materias venía a dar una sutil explicación al rubor y disgusto que noté en el rostro de mi amiga, porque, «sin duda -calculé yo- no ha querido decirme que leía estas cosas por no aparecer ante mí como pedantesca y marisabidilla».

Las dos niñas corrieron hacia mí. Eran monísimas, se llamaban mis novias y se disputaban mis besos. Pepito también corrió saltando a mi encuentro. Sólo tenía tres años; no estudiaba nada aún, y le tenían allí para que estuviera sujeto y no alborotase en la casa. Era un gracioso animalito que no pensaba más que en comer, y luchaba por la existencia de una manera furibunda. Cuando le preguntaba qué carrera quería seguir, respondía que la de confitero. Isabelita y Jesusita eran muy juiciosas; estudiaban sus lecciones con amor y hacían sus palotes con ese esfuerzo infantil que pone en ejercicio los músculos de la boca y de los ojos.

La habitación de estudio era la única de la casa en que había orden y al propio tiempo la menos clara, pues siempre se encendía luz en ella a las tres de la tarde. ¡Qué hermoso tinte de poesía y de serenidad marmórea tomabas a mis ojos, maestra pálida, a la compuesta luz de la llama y de la claridad expirante del día! Por ti salía mi espíritu de su normal centro para lanzarse a divagaciones pueriles y hacer cabriolas, impropias de todo ser bien educado. La estancia aquella había sido comedor y estaba forrada de papel imitando roble con listones negros claveteados. En un testero estaba el pupitre donde las niñas escribían; no lejos del allí una mesa grande, un sofá de gutapercha y algunas sillas negras. En la pared había algunos mapas nuevos, y dos viejísimos, de la Oceanía y de la Tierra Santa, que yo recordaba haber visto en la casa de doña Cándida. Es de suponer que mi cínife le endosaría aquellas dos piezas a Lica, haciéndolas pagar al precio de las demás gangas que a la casa llevaba.

«Vamos a ver, Isabel -decía Irene-, los verbos irregulares».

La ocasión y el sitio imponíanme la mayor seriedad; así, para aproximarme en espíritu a Irene, tenía que ayudarle en su tarea escolástica, facilitándole la conjugación y declinación, o compartiendo con ella las descripciones del mundo en la Geografía. La Historia Sagrada nos consumía mucha parte del tiempo, y la vida de José y sus hermanos, contada por mí, tenía vivísimo encanto para las niñas, y aun para la maestra. Luego venían las lecciones de francés, y en los temas les ayudaba un poco, así como en la analogía y sintaxis castellanas, partes del saber en que la misma profesora, dígase con imparcialidad, solía dormitar aliquando, como el buen Homero.

Mientras escribían, había un poco más de libertad. Isabel y Jesusa, al trazar sus letras, embadurnaban los dedos de tinta. Pepito, a quien era preciso dar un lápiz y un papel para que estuviera callado, hacía rayas y jeroglíficos en un rincón, y a cada momento venía a enseñarme sus obras, llamándolas caballos, burros y casas. Irene descansaba, y cogiendo su labor de frivolité, se ponía a hacer nudos con la lanzadera, y yo a mirarle los dedos, que eran preciosos. Con aquel trabajillo se ayudaba, reforzando su mísero peculio. ¡Bendita laboriosidad, que era el remate o coronamiento glorioso de sus múltiples atractivos! Yo inspeccionaba las planas de las niñas y decía a cada instante: «Más delgado, niña; más grueso; aprieta ahora...».

De repente, un prurito irresistible del alma me hacía volver hacia Irene y decirle:

«¿Está usted contenta con esta vida?».

Y ella alzaba los hombros, me miraba, sonreía, y... ¿Por qué negarlo, si quiero que la verdad más pura resplandezca en mi relato? Sí, me parecía sorprender en ella cansancio y aburrimiento. Pero sus palabras, llenas de profundo sentido, me revelaban cuán pronto triunfaba la voluntad de la flaqueza de ánimo.

«Es preciso tomar la vida como se presenta. Estoy contenta, Máximo, ¿qué más puedo desear por ahora?».

-Usted está llamada a grandes destinos, Irene. Por Dios, Jesusita, no pintes, no pintes; haz el trazo con libertad, y salga lo que saliere. Si sale mal, se hace otro, y adelante... Las cualidades superiores que resplandecen en usted... Pero Isabel, ¿a dónde vas con ese codo? ¿Lo quieres poner en el techo? Anda, anda; parece que vas a dar un abrazo a la mesa... No mojes tanto la pluma, criatura. Estás chorreando tinta... Ese codo, ese codo... Pues sí, las cualidades superiores...

Y aquí me detuve, porque, a semejanza de lo que la tarde anterior me había pasado en el teatro, sentí obstrucciones en mi mente, como si ciertas y determinadas ideas no quisieran prestarse a ser expresadas y se escondieran con vergüenza, huyendo de la palabra, que a tirones quería echarlas fuera. El requiebro vulgar repugnaba a mi espíritu, y no sé por qué intervenía cruelmente en ello mi gusto literario. Y como al mismo tiempo no hallaba una fórmula escogida, graciosa, de exquisita intención y originalidad que respondiese a mi pensamiento, estableciendo insuperable diferencia entre mi sensibilidad y la de los mozalbetes y estudiantes, no tuve más remedio que adoptar el grandioso estilo del silencio, poniendo de vez en cuando en él la pincelada de un elogio.

«Usted, Irene, es de lo más perfecto que conozco».

Ella siguió haciendo nudos y más nudos, y no respondió a mis alabanzas sino echándome otras tan hiperbólicas que me ofendían. Según ella, yo era el hombre acabado, el hombre sin pero, el hombre único. ¡Y cuidado con los elogios que hacían de mí todas las personas que me trataban!... No, no podía existir tal perfección en la persona humana, y por fuerza habían de descubrir algún defectillo los que me trataran de cerca. Contestando a esto, creo que estuve oportuno y algo chispeante, decidiéndome a lanzar algunas ideas preparatorias que ella, a mi parecer, comprendió perfectamente. Nuevos elogios de Irene, dirigidos en particular a lo que ella calificaba de originalidad en mi ingenio. «Es usted tremendo», me dijo, y a esta frase siguió prolongado silencio de ambos.

La tarde estaba hermosa, y salimos a paseo. No sé si fue aquella tarde u otra cuando me retiré a casa con la idea y el propósito de no precipitarme en la realización de mi plan, hasta que el tiempo y un largo trato no me revelaran con toda claridad las condiciones del suelo que pisaba.

«No conviene ir demasiado aprisa -pensaba yo-. El hecho, el hecho mismo me guiará, y la serie de fenómenos observados me trazará seguro camino. Procedamos en este asunto gravísimo con el riguroso método que empleamos hasta en las cosas triviales. Así tendré la seguridad de no equivocarme. Poniendo un freno a mis afectos, que se dejarían llevar de impetuoso movimiento, conviene observar más todavía. ¿Acaso la conozco bien? No; cada día noto que hay algo en ella que permanece velado a mis ojos. Lo que más claro veo es su prodigioso tacto para no decir sino aquello que bien le cuadra, ocultando lo demás. Demos tiempo al tiempo, que así como el trato ha de producir el descubrimiento de las regiones morales que aún están entre brumas, la amistad que del trato resulte y el coloquio frecuente han de traer espontaneidades que le revelen a ella mis propósitos y a mí su aquiescencia, sin necesidad de esa palabrería de mal gusto que tanto repugna a mi organización intelectual y estética».

Tal como lo pensaba lo hice. Muchas mañanas asistí a las lecciones y muchas tardes a los paseos, mostrando indiferencia y aun sequedad. La digna reserva de ella me agradaba más cada vez. Un día nos cogió un chaparrón en el Retiro. Tomé un coche, y con la estrechez consiguiente nos metimos en él los cinco y nos fuimos a casa. Chorreábamos agua, y nuestras ropas estaban caladas. Yo tenía un gran disgusto y el temor de que ella y los niños se constipasen.

«Por mí no tema usted -me dijo Irene-. Jamás he estado mala. Yo tengo una salud... tremenda».

¡Bendita Providencia que a tantos dones eminentes añadió en aquella criatura el de la salud, para que respondiese mejor a los fines humanos en la familia! El que tuviese la dicha de ser esposo de aquella escogida entre las escogidas, no se vería en el caso de confiar la crianza de sus hijos a una madre postiza y mercenaria; no vería entronizado en su casa ese monstruo que llaman nodriza, vilipendio de la maternidad del siglo.

«Cuídese usted, cuídese usted -le dije con afán previsor-, para que su hermosa salud no se altere nunca».

Dos días estuve sin ir a casa de mi hermano. ¿Fue casualidad o plan astuto? Crea el lector lo que quiera. Mi metódico afecto tenía también sus tácticas y algo se entendía de amorosas emboscadas. Cuando fui, después de ausencia que tan larga me parecía, sorprendí en el rostro de Irene alegría muy viva.

«¡Qué caro se vende usted!» me dijo poniéndose más pálida.

-Me parece -repliqué yo-, que hace siglos que no nos vemos. ¡He pensado tanto en usted!... Ayer hablamos... No nos vimos, y sin embargo, le dije a usted estas y estas cosas.

-Es usted... tremendo.

-No quisiera equivocarme; pero me parece que noto en usted algo de tristeza... ¿Le ha pasado a usted algo desagradable?

-No, no, nada -respondió con precipitación y un poco de sobresalto.

-Pues me parecía... No, no puede estar usted satisfecha de este género de vida, de esta rutina impropia de un alma superior.

-Ya se ve que no -dijo con vehemencia.

-Hábleme usted con franqueza, revéleme todo lo que piense, y no me oculte nada... Esta vida...

-Es tremenda.

-Usted merece otra cosa, y lo que usted merece lo tendrá. No puede ser de otra manera.

-Pues qué, ¿había de pasar toda mi juventud enseñando a hacer palotes?

-¿Y cuidando chiquillos...?

-¿Y dando lecciones de lo que no entiendo bien...?

Echó sobre los libros que en la próxima mesa estaban una mirada tan desdeñosa, que me pareció verles apenados y confundidos bajo el peso de la excomunión mayor.

-Usted se aburre, ¿no es verdad? Usted es demasiado inteligente, demasiado bella para vivir asalariada.

Me expresó con dulce mirada su gratitud por lo bien que había interpretado sus sentimientos.

-Esto se acabará, Irene. Yo respondo...

-Si no fuera por usted, Máximo -me dijo con expresión de la más generosa amistad-, ya habría salido de aquí.

-Pero qué... ¿está usted descontenta de la familia?

-No... es decir... pero no, no -murmuró contradiciéndose cuatro veces en seis palabras.

-Algo hay...

-No, no, digo a usted que no.

-Tiempo hace que nos conocemos. ¿Será posible que no tenga usted conmigo la confianza que merezco...?

-Sí la tengo, la tendré -replicó animándose-. Usted es mi único amigo, mi protector... Usted...

¡Qué hermosa espontaneidad se pintaba en su rostro! La verdad retozaba en su boca.

-Me interesa tanto usted, y su felicidad y su porvenir, que...

-Porque lo conozco así, tendré que consultar con usted algunas cosas... tremendas...

-¡Tremendas!

No daba yo gran importancia a este adjetivo, porque Irene lo usaba para todo.

-Y yo le juro a usted -añadió cruzando las manos y poniéndose bellísima, asombrosa de sentimiento, de candor y de piedad...-. Yo juro que no haré sino lo que usted me mande.

-Pues...

El corazón se me salía con aquel pues... No sé hasta dónde habría llegado yo, si no abriera la puerta Lica en aquel momento.

«Máximo -dijo sin entrar-, llégate aquí, chinito...».

Quería que yo le redactase las invitaciones de aquella noche. ¡Pobre Lica, cómo me contrarió con su inoportunidad! No volví a ver a Irene aquella tarde; pero yo estaba tan contento como si la tuviera delante y la oyese sin cesar. El discursillo del cual no dije sino una palabra, sonaba en mí como si cien veces se hubiera pronunciado y otras cien hubiera recibido de ella la hermosa aprobación que yo esperaba.