El amigo Manso/Capítulo XLI


Capítulo XLI - La pícara se sentó con la espalda a la luz editar

Había entornado las maderas del balcón para atenuar la viva claridad del día, y de esta manera su rostro estaba en sombra. Todos estos procedimientos denotaban su práctica en el arte del disimulo.

«Vamos a ver, ¿cuándo vio usted por primera vez a Manuel Peña?».

Inclinado el rostro sobre la costura, yo no podía verla bien mientras me contestaba con humilde voz de escolar:

«Una noche, cuando entró con usted en el comedor a tomar un refresco...».

-¿Habló él con usted en aquellos días?

-No señor... Una tarde... yo entraba del paseo con las niñas, él salía, bajaba la escalera... No sé cómo tropecé y me caí.

-Una tarde... Y yo, ¿dónde estaba esa tarde?

-Se había quedado usted en el portal, hablando con un catedrático amigo suyo.

-Y poco más o menos, ¿cuándo ocurrió eso?

-Antes de Navidad... Después le vi otra tarde que salí con Ruperto. Él me siguió, empeñándose en hablar conmigo. Me dijo muchas tonterías. Yo iba tan sofocada; no sabía qué hacer... Al día siguiente...

-Le escribió a usted una carta, que sin duda era larga. Se la mandó a usted con la mulata. ¡Estas razas mezcladas son terribles!... Usted leyó su carta a media noche, encerrada en su cuarto.

-Es cierto -respondió, sin levantar los ojos de su costura-. ¿Cómo lo sabe usted?

-Y otras noches también pasó usted largas horas leyendo cartas de Manuel y contestándolas. Se acostaba usted muy tarde...

Tardó mucho la contestación, que fue un humilde «sí, señor».

«Y en las noches de gran reunión solían ustedes verse a escape en el pasillo, por algunas partes no bien alumbrado...».

Con leve sonrisa me contestó afirmativamente. Y vedme ahí convertido en el hombre más bondadoso y paternal del mundo, como esos viejos componedores que salen en añejas comedias, y cuya exclusiva misión es echar bendiciones y arreglar a todo el mundo. Sin saber bien qué razones espirituales me llevaban al desempeño de este papel, me dejé mover de mi bondad y le dije:

«Se trata aquí de un buen amigo mío y discípulo a quien quiero mucho; pero no le perdono el secreto que ha guardado en esto. Quizás haya sido usted la más empeñada en rodear de sombras sus amores... Es usted muy secretera. Hace tiempo que lo he conocido. No he sido engañado por completo. Yo observaba en usted los síntomas del trastorno, y tenía por seguro que en su vida había algo más de lo que constituye la vida ordinaria. Y para prueba de que no me engañó la maestra, voy a ayudarla en su confesión, como hacen los curas viejos con los chicos tímidos que por primera vez van al confesonario. Usted vio a Manuel, que es de los chicos más simpáticos que pueden ofrecerse a la contemplación de una joven apasionada. Ambos se agradaron, se ofrecieron con mutuo placer el regalo de las miradas, se comunicaron después por cartas, y en este comercio epistolar en que se cambia alma por alma, la de usted, que es la de que ahora tratamos, se fue empapando en ese rocío de dulzura ideal que desciende del cielo... No dirá usted que no estoy poético. Sigo adelante. Las cartas, algún diálogo corto, y por lo corto más intenso; las miradas furtivas, por lo escasas más fulminantes, iban sosteniendo en ambos la pasión primera, en la cual, quiero y debo reconocerlo, todo era ternura, honestidad, nobleza, los fines más puros y legítimos del alma humana... Las cualidades de Manuel debían de producir en usted efectos de otro orden, porque siendo él un joven de gran porvenir, y que ya ocupa excelente posición en el mundo, usted debía de sentir halagado su amor propio, debía de sentir además algún estímulo de ambición... ¿por qué no declararlo francamente? La enamorada gustaría de encuadrar sus sueños amorosos dentro de un marco de positivismo... así, así, como suena... las cosas claritas... y añadir a lo ideal una cosa extremadamente hermosa también, cual es ser la mujer de un hombre notable, rico y rodeado de preeminencias mundanas».

La vi acercar más la cabeza a la costura, acercarla tanto que casi se iba a meter la aguja por los ojos. De estos se deslizó una lágrima que fue a refrescar la séptima edición de la bata de Calígula. Ni una palabra dijo Irene; mas con su silencio yo me envalentonaba, y seguí:

«Todavía su espíritu de usted no había adquirido fijeza; amaba, pero sin llegar a ese afecto exaltado que no admite contradicción, y que suele proponerse el dilema de la victoria o la muerte. Pasaban días, y con las cartitas, las miradas y alguna que otra palabreja se alimentaba esa pasión, sin llegar a mayores. Pero había de llegar la crisis, el momento en que usted perdiera la chaveta, como se suele decir, y esa crisis, ese momento vinieron con la velada, aquella famosa noche en que vio usted a su ídolo rodeado de todo el prestigio de su talento, bañado en luz de gloria... Aquella noche firmó Manuel su pacto con la suerte, abrió de par en par las puertas de su brillante porvenir... ¡Qué hermosura, Irene, qué dicha infinita suponerse unida para siempre al héroe de aquella fiesta, al orador insigne, al que ha de ser pronto diputado, ministro...!».

Esta vez herí tan en lo vivo, que no fue una lágrima, sino un torrente lo que bajó a inundar la metamorfoseada bata. Irene se llevó el pañuelo a los ojos, y con voz de ahogo me dijo:

«Sabe usted... más que Dios...».

-Quedamos en que aquella noche perdió usted la chaveta -añadí bromeando-. Sigamos ahora. Desde aquel momento le entró a mi amiga el desasosiego de un querer ya indomable y abrumador. Su alma aspiraba ya con sed furiosa a la satisfacción de su ardiente anhelo. La persona querida se salía ya de los términos de persona humana para ser criatura sobrenatural. Se interesaba igualmente su corazón de usted, su mente, su fantasía proyectista. Manuel era el ángel de sus sueños, el marido rico y célebre... Me parece que me explico... Parece que estoy leyendo un libro, y sin embargo, no hago más que generalizar... Paciencia, y hablaré un momento más. Entonces nació en usted el deseo de salir de la casa de mi hermano... ¿Me equivoco? Usted necesitaba resolver pronto el problema de su destino. Manuel se declararía más amante después de la velada, y probablemente incitaría a su amada a procurarse independencia. Usted se sintió con bríos de actividad. Su instinto de mujer, su corazón, su talento no le permitían un triste papel pasivo. Era preciso dar algunos pasos y alargar la mano para coger los tesoros que ofrecía la Providencia... Pero ahora tenemos una cosa muy singular. ¿Es la Providencia o el Demonio quien, permitiendo la trampa armada por mi hermano, le facilita a usted lo que ardientemente desea, que es salir de la casa, adquirir libertad y comunicarse fácilmente con Manuel? Al fin y al cabo, los dos deben tener cierto agradecimiento a José María, que puso esta casa, y a doña Cándida, que trajo aquí a su sobrina para repetir confabulados el pasaje de las tentaciones de San Antón. Usted vino a la ratonera sin sospechar lo que había en ella; usted también creyó la patraña de que mi cínife había variado de fortuna... Bueno: consigue usted su objeto; se pone al habla con Manuel, que soborna a la criada, y se mete aquí. Las sugestiones de mi hermano producen momentánea contrariedad. Para vencerla me llama usted a mí. Intervengo. Quito de en medio el gran estorbo. Manuel, entre bastidores, triunfa en toda la línea. ¿Y ahora qué queda por hacer? Manuel y usted han de decidirlo.

Esto último que dije lo dije a gritos, porque el canario empezó a cantar tan fuerte que mi voz apenas se oía. Ella se levantó alterada; no sabía qué hacer... Volviose al pájaro, le mandó callar, y viendo que no obedecía, me dijo:

«No callará mientras no cierre el balcón».

Y diciéndolo, entornó tanto las maderas, que nos quedamos casi a oscuras. Lo que quería la muy pícara era estar en penumbra para que no se le viera la alteración ruborosa de su semblante... En vez de volver a tomar la costura, que era tan sólo un pretexto para no mirarme de frente, sentose en una banqueta que en el ángulo de la pieza estaba, y siguió el lloriqueo.

No quise hacerle por el momento más preguntas. Mi procedimiento de confesión interrogatoria y deductiva no podía ser empleado delicadamente en lo que aún restaba por declarar. En realidad, nada estaba ya oculto, y yo veía tan clara la historia toda, cual si la hubiese leído en un libro. La historia tenía un final triste y embrollado; mejor dicho, no tenía final, y estaba como los pleitos pendientes de sentencia. Esta podía ser feliz o atrozmente desdichada. ¿Me correspondía intervenir en ella, o, por el contrario, debería yo evadirme lindamente dejando que los criminales se arreglaran como pudieran?... ¡Pobre Manso!, o yo no entendía nada de penas humanas, o Irene esperaba de mí un salvador y providencial auxilio. Mucho tiempo pasó hasta el momento en que me dijo, sin dejar de llorar:

«Usted lo sabe todo. Parece que adivina...».

Este descomedido elogio me llevó a hacer una observación sobre mí mismo. No quiero guardármela, porque es de mucho interés, y quizás sirva de explicación a aparentes contradicciones de mi vida. Yo, que tan torpe había sido en aquel asunto de Irene, cuando ante mí no tenía más que hechos particulares y aislados, acababa de mostrar gran perspicacia escudriñando y apreciando aquellos mismos hechos desde la altura de la generalización. No supe conocer sino por vagas sospechas lo que pasaba entre Irene y mi discípulo, y en cambio, desde que tuve noticia cierta de una sola parte de aquel sucedido, lo vi y comprendí todo hasta en sus últimos detalles, y pude presentar a Irene un cuadro de sus propios sentimientos y aun denunciarle sus propios secretos. Aquella falta de habilidad mundana y esta sobra de destreza generalizadora, provienen de la diferencia que hay entre mi razón práctica y mi razón pura; la una incapaz, como facultad de persona alejada del vivir activo, la otra expeditísima como don cultivado en el estudio. Todo lo que dije a Irene al confesarla, y que tanto la pasmó, fue dicho en teoría, fundándome en conocimientos académicos del espíritu humano. ¡Ella me llamaba adivino, cuando en realidad no mostraba más que memoria y aprovechamiento! ¡Bonito espíritu de adivinación tenía este triste pensador de cosas pensadas antes por otros; este teórico que con sus sutilezas, sus métodos y sus timideces había estado haciendo charadas ideológicas alrededor de su ídolo, mientras el ser verdaderamente humano, desordenado en su espíritu, voluntarioso en sus afectos, desconocedor del método, pero dotado del instinto de los hechos, de corazón valeroso y alientos dramáticos, se iba derecho al objeto y lo acometía!... Ved en mí al estratégico de gabinete que en su vida ha olido la pólvora y que se consagra con metódica pachorra a estudiar las paralelas de la plaza que se propone tomar; y ved en Peñita al soldado raso que jamás ha cogido un libro del arte, y mientras el otro calcula, se lanza él espada en mano a la plaza, y la asalta y toma a degüello... Esto es de lo más triste...

Sacome de mis reflexiones Irene, que dejó de llorar para obsequiarme con nuevas lisonjas. Helas aquí:

«Usted no tiene precio... Es la persona mejor del mundo... Manuel le respeta a usted tanto, que para él no hay autoridad como la del amigo Manso... Si ahora le dice usted que es de noche se lo creerá. No hace más que lo que usted le mande».

-Te veo venir, palomita -pensé sonriendo en mi interior-. Ahora quieres que yo te case... Temes, y lo temes con razón, que haya inconvenientes... Primero: doña Javiera se opondrá; segundo: el mismo Manuel... (estos soldados rasos son así...) después de su triunfo y de haber tomado la plaza con tanto brío, no tendrá gran empeño en conservarla. Es de la escuela de Bonaparte... Veo, Irenita, que no pierdes ripio... ¿Con que yo mediador, yo diplomático, yo componedor y casamentero...? Es lo que me faltaba.

Díjele esto en espíritu, que es como se dicen ciertas cosas. Y en aquel punto pareciome oír ruido en la puerta que a la sala daba. Otra prueba de mis facultades adivinatorias. Doña Cándida estaba tras las frágiles maderas, oyendo lo que decíamos. Para cerciorarme, abrí la puerta. Desconcertada al verse sorprendida, la señora hizo como que limpiaba la puerta con un gran zorro que en la mano traía.

«Hoy sí que no te nos escapas, Máximo», me dijo.

-Pues qué, señora, ¿me va usted a enjaular?

-No; es que hoy tienes que quedarte a comer con nosotras.

Desde el rincón en que estaba, Irene me hizo señales afirmativas con la cabeza.

-Bueno -respondí.

-No tendrás las cosas ricas de tu casa... Dime, ¿te gustan los pichones? Porque tengo pichones.

-A mí me gusta todo.

-Ayer me han regalado una anguila, ¿te gusta?

-¿Qué más anguila que usted?

No; esto también lo dije en espíritu... Luego se tocó el bolsillo, donde sonaban muchas llaves. Yo temblé como la espiga en el tallo.

«Tengo que salir a buscar algunas cosas... Mira, Irene te va a hacer un pastel que a ti te gusta mucho».

Miré a Irene, que se apretaba la boca con el pañuelo, muerta de risa, y con las lágrimas corriendo todavía por sus pálidas mejillas. ¡Pastel de risa y llanto, qué amargo eras!