El amigo Manso/Capítulo XL


Capítulo XL - Mentira, mentira editar

Dígolo porque ahora trae mi narración cosas tan estupendas, que no las va a creer nadie. Y no porque en ellas entre ni un adarme de ingrediente maravilloso, ni tenga el artificio más parte que la necesaria para presentar agradable y bien ataviada la verdad, sino porque esta, haciéndose tan juguetona como la loca de la casa, dispuso una serie de acontecimientos aparentemente contrarios a las propias leyes de ella, de la misma verdad, con lo que padecí nuevas confusiones. Empezó la fiesta por aquello de tener apetito fuera de sazón, contraviniendo todo lo que ordenan la idealidad, la finura en cosas de comer y hasta el buen gusto; después vino lo de volverme yo elocuente en mi cátedra; luego pasó una cosa muy rara: Doña Javiera se me presentó en mi casa a decirme que había roto toda clase de relaciones con aquel marido provisional y temporero que llamaban Ponce. Era, según ella decía, hombre ordinario, gastador, vicioso. Tiempo hacía que la señora estaba harta de él, y al fin todo acabó. Arrepentidísima de aquella larga distracción de mal género, la señora pensaba hacerla olvidar con una vida arregladísima, de intachables apariencias. El porvenir de su hijo, que entraba en el mundo rodeado de esperanzas, lo exigía así. Ya la carnicería había sido traspasada, y tal es la fuerza reparatriz del olvido, que aun la misma doña Javiera no se acordaba de haber pesado chuletas en su vida. El mundo y las relaciones hacían lo mismo. No hay cosa que tan pronto entre en la historia como un pasado mercantil que al huir ha dejado dinero. Yo observé en mi amiga visibles esfuerzos por plegar la boca, hablar bajito, escoger vocablos finos y evitar un dejo demasiado popular. Su vestido respondía bien a este plan de regeneración, que había empezado por tormento de lengua y gimnasia de laringe. Todo ello me parecía muy bien. La señora, sumamente expansiva conmigo, me dijo que parte de su capital había sido empleado en comprar una casa, hermosa finca, allá por los holgados barrios próximos al Retiro. Se reservaba el principal y las cocheras, y alquilaría lo demás. Yo le daría un disgusto si no aceptaba un tercerito muy mono que me destinaba, y que me alquilaría en el mismo precio del de la calle del Espíritu Santo.

«Gracias, muchas gracias... no sé cómo pagar...».

La señora tenía algo más que decirme. Aquellos días, encontrándose muy sola, se había entretenido en hacer pantallas de plumas, cosa bonita y vistosa, y tenía el gusto de ofrecerme una.

«¡Oh!, gracias, gracias. Está preciosísima... Vaya que tiene usted unas manos...».

Aún había más. La señora, sentándose confiadamente en mi sillón, frente al estante coronado de padrotes, me manifestó que no tenía límites el agradecimiento que hacia mí sentía por haber abierto en su hijo con mi enseñanza la brillante senda...

«Señora... por Dios... yo... No hable usted más...».

Y no parecía sino que cuantos conocían a Manuel se disputaban el enaltecerlo y abrirle paso. Ni la misma envidia, con ser tan poderosa, podía nada contra él. Se lo disputaban todas las academias y corporaciones; en lo sucesivo no habría velada que no contara con él para su completo lucimiento, y ya se hablaba de dispensarle la edad para admitirle en el Congreso. Pez y Cimarra le habían ofrecido un distrito; era seguro que Manuel sería pronto un orador parlamentario de p y p y doble h, y al cabo de algunos años ministro. La señora pensaba poner su nueva casa en altísimo pie de elegancia y lujo, porque...

«Ya puede usted figurarse, amigo Manso, que mi hijo tendrá que dar tes, y el mejor día se me casa con alguna hija de un título... A mí no me gustan oropeles, ni sirvo para hacer el randibú; como soy tan llanota... pero no tendré más remedio que violentarme para que mi hijo no desmerezca».

Todo me parecía muy bien, incluso la persona de doña Javiera, que estaba, como dicen los revisteros de salones hablando de las damas entradas en edad, más hermosa cada día. Allí era cierta la hipérbole. Por doña Javiera parecía que no pasaban años, y los que pasaban, eran seguramente años negativos que iban marchando al revés de los años de todo el mundo, y la aproximaban a la juventud.

La señora, que no acababa nunca de exponerme sus confianzas, diome el encargo de explorar a Manuel para ver si se descubría el motivo de que anduviera tan ensimismado por aquellos días, de que pasaba fuera de casa gran parte de la noche, cuando no toda ella, y de sus melancolías, inapetencia y desabrimiento de carácter.

«Por supuesto, a mí no me la da... Esto es enamoramiento, o soy tan pava que no entiendo... Me han dicho que en la casa de su hermano de usted y en otras a donde ha ido mi Manolo, todas las pollas se morían por él, empezando por las hijas de los duques y marqueses...».

Todavía le quedaba a mi vecina algo por decir; y era que cualquier cosa que se me ofreciese...

«No tiene usted más que mandarme un recadito. La verdad es, amigo Manso, que está usted muy mal servido. Esa Petra es buena mujer, pero muy tosca, y no le cabe en la cabeza la casa de un caballero. Usted necesita mejor servicio, otro tren, otro... no sé si me explico».

«Señora, mis medios...».

-Qué medios, ni medios... Usted merece más; un hombre tan notable, una gloria del país no debe vivir así...

Y temiendo sin duda ir demasiado lejos en su delicado y solícito interés por mí, se retiró, después de convidarme a comer para el día siguiente, que era domingo.

Esto que he referido entra en la lista de las cosas que entonces me parecieron tan inverosímiles como mi apetito de la noche anterior; pero aún hubo otro fenómeno más raro, y fue que en casa de José encontré a este y a Manuela partiendo un piñón. Creeríase, Dios del Cielo, que ni la más ligera nube había empañado nunca el sol de la concordia entre marido mujer. Ella estaba alegre, él festivo, aunque me pareció observarle receloso y como en expectativa, bajo aquel capisayo de jovialidad. A mí me trató con un afecto, con una dulzura que nunca había empleado conmigo. Corrió a cerrar una puerta por temor a que con el aire que violentamente entraba me constipase. Aquel día todo era plácemes. El ama se portaba bien. El médico de la familia la declaraba excelente lechera, y aunque el familión continuaba en la casa viviendo a mesa y mantel, todavía no había ocurrido ningún disgusto. Ocupadas en vestir a Robustiana con la librea de pasiega, las tres damas no hacían más que revolver telas, escoger galones y disputar sobre si sería azul o encarnado. De cualquier modo que fuese, mi adquisición había de asemejarse mucho, luego que la vistieran, a la engalanada vaca que ha obtenido el primer premio en la exposición de ganados.

En el momento que estuvimos solos, díjome Lica:

«No sé qué le ha pasado a José María que está hecho un guante conmigo. Todo es 'mi mujercita por aquí y por allá'. Ahora quiere que hagamos viaje a París. Mira, no me alegro de hacerlo sino por traerte un buen regalo, por ejemplo, un ajuar completo de tocador de hombre, como uno que he visto ayer, en que todas las piezas tienen pintado el cuerno de la abundancia... No sé, no sé, algún buen ángel ha tocado el corazón a José María. ¡Qué complaciente, qué amable! Pero no me fío, y siempre estoy en ascuas cuando lo veo tan cambambero...».

Después de tal inverosimilitud, viene la más grande y fenomenal de todas las de aquel día. Esta sí que es gorda. Estoy seguro que nadie que me lea tendrá tragaderas bastante grandes para ella; pero yo la digo, y protesto de la verdad de su mentira con toda mi energía. Pásmese el que aún tenga fuerzas para pasmarse. El absurdo es que aquel día doña Cándida me sacó dinero. ¡Se comprende que su peregrino cacumen hallara trazas y su audacia valor para pedírmelo; pero que yo se lo diera!... ¡Si me resistía yo mismo a creerlo, aunque me lo comprobaban con su elocuente vaciedad mis apurados bolsillos!... Ello fue no sé cómo, una emboscada, un lazo, un secuestro. Las circunstancias hicieron gran parte, mi debilidad lo demás. Renuncio a detallar el hecho con pormenores que suplirá el buen juicio de los que al leer se espeluznen considerando que pueden verse en trotes semejantes.

Al retirarme la noche anterior, la noche fatal, prometí volver. No lo hice porque después de las confianzas de Peña me había entrado cierta repugnancia de aquella casa y de sus habitantes. Fui cuando fui, por un vivo ímpetu de mi conciencia. Padecí mucho cuando se me presentó Irene, cuya vista renovó en mí las turbaciones pasadas; pero ya entonces tenía yo en mi espíritu fuerza poderosa con que ocultarlas. Ella estaba sumamente desmejorada, repuesta ya de la fiebre, pero sufriendo sus efectos, y yo me preguntaba confuso: ¿La debilidad y la pena aumentan su belleza o la destruyen casi por completo? ¿Está interesantísima, tal como el convencionalismo plástico exige, o completamente despoetizada? El desquiciamiento que había en mí era causa de que por momentos la viese en el primer concepto, por momentos en el segundo. Cuando me saludó, su voz temblaba tanto que casi no entendí lo que me dijo. Vergonzosa y cohibida, se sentó junto a mí y se puso a revolver una cesta de costura mientras yo me informaba de si había subido Miquis y de lo que había prescrito. Doña Cándida caracoleaba junto a los dos, ferozmente amable. Con la frescura que tan bien cuadraba contra ella, le dije:

«Ahora me va usted a hacer el favor de dejarnos solos a Irene y a mí, que tenemos que hablar. Estese usted por ahí fuera todo el tiempo que guste; mientras más mejor».

-¡Qué cosas tienes!... abur, abur. No quieres estorbos...

Y se fue riendo. Irene y yo nos quedamos solos en el gabinetito donde había muchas cosas en desorden, y otras como arrinconadas en forma condenatoria. Miré todo aquello; después, alzando los ojos a la vidriera del balcón, vi un canario en bonita y pintorreada jaula.

«Ese es obsequio especial de D. José a mi tía», me dijo Irene buscando en la conversación corriente un fácil medio de hablar sin turbarse.

-¿Y usted, qué tal se encuentra? -le pregunté, como hacen esas preguntas los médicos.

-Regular... perfectamente...

-¿Cómo entendemos eso? ¡Regular y perfectamente!

-Es bonito este canario... si lo oyera usted cantar...

-Como si lo oyera... A quien quiero oír cantar es a usted... Si usted me hiciera el favor de sentarse en esa butaca y contestarme a dos o tres preguntas...

-Ahora mismo, amigo Manso... Déjeme usted buscar una cosa que estaba cosiendo para mi tía. Es una bata que deshizo y volvió a armar, y luego desbarató para hacerla de nuevo. Esta es la tercera edición de la bata... Aguarde usted... aquí tengo ya mi costura.