El amigo Manso/Capítulo XLII


Capítulo XLII - ¡Qué amargo! editar

«Yo tengo que salir. Melchora vendrá pronto -dijo Calígula entrando-. ¿Pero qué tienes, niña?, ¿por qué lloras? ¿La has reñido, Máximo?... Nada, nada, tonterías. Vete a la cocina y te distraerás. ¿Harás el pastel? Mira, Máximo te ayudará, que de todo entiende... ¿Sabes lo que puedes hacer también? Sacar la vajilla, mantel, servilletas; ahí está todo en el baúl grande. Toma las llaves. Distráete, tonta, ¿qué es eso? ¡Ay Máximo, en diciendo que vienes tú aquí, esta joven filosófica se desconcierta!... Por supuesto, Máximo, que a ti no te gusta el cocido. Te voy a dar de comer a la francesa. ¡Verás qué bien!, una cosa atroz... Oye, Irene, la lumbre está encendida. Todo va a ser frito, asado, y nada de cazuela ni guisotes. Vamos, que ya quedará acostumbrado el mocito para volver otro día. Abur, abur. Cuidado, Irene, que al volver, me lo encuentre todo arreglado».

«¡Qué cosas tiene mi tía! -me dijo Irene cuando nos quedamos solos-. Le va a matar a usted de hambre. Aquí no hay nada, ni tenedores... Eso que mi tía llama la vajilla son unos cuantos platos desiguales que aún están en los baúles. ¡El comedor! Falta que haya mesa para los tres. Hasta ahora hemos comido en un veladorcito de hierro que tiene una pata menos y que hay que calzarlo con una caja de galletas... Se va usted a divertir... Le juro a usted que yo preferiría mil veces comer el rancho de un hospicio a vivir más tiempo con mi tía.

No olvidaré nunca la expresión de antipatía, de horror, de asco que vi en su semblante.

«Pues usted ha venido aquí por su gusto... Vuelvo a mi tema».

-Sí; pero creí venir de paso -me respondió con una decisión que me parecía nueva en ella-. Vine como se va a una estación de ferro-carril para tomar el tren.

Y luego arrogante, altiva, como no la había visto nunca, revelándome una energía que me pasmó, me dijo:

«Créalo usted, pronto saldré de aquí, o casada o muerta».

Me dejó frío...

«Pero, en fin, Irene, será preciso que nos resolvamos a ayudar a doña Cándida. Si no, es fácil que al levantarnos de la mesa, tengamos que ir a comer a una fonda».

Echose a reír. Hízome seña de que la siguiera. Me enseñó el comedor, que era una pieza digna del mayor estudio. Viejo estante de libros sin cristales y con cortinillas verdes hacía de aparador; pero no se vaya a creer que allí estaba la vajilla, a no ser que por tal se conceptuaran dos avecillas disecadas, dos tinteros de cobre, una cabeza de palo semejante a la que usan los peluqueros para exhibir sus trabajos, un perro de porcelana, dos o tres platos de dudoso mérito, una zapatilla mora, un puño de espada, una ratonera y otras baratijas, que eran lo que la señora no había podido vender de sus antiguos ajuares.

«Este es el museo de mi tía -dijo Irene burlándose-. Ahora, explaye usted sus miradas por esta suntuosa salle à manger. Ella dice que es del gusto de la renaissance por esas dos arquitas talladas que tiene ahí, y por aquel cuadro de la cacería. Ambas cosas se hallan en tan mal estado, que nada ha podido sacar por ellas... Vea qué estilo nuevo de mueblaje. Es moda vieja esa de sentarse en sillas para comer. Aquí nos sentamos en baúles y cajas, y ponemos la mesa, ¿dónde dirá usted?... En días de gran ceremonia, en el veladorcillo que se trae del gabinete; en días comunes, sobre una tabla que se coloca encima de los brazos de aquel sillón. Hoy es día de demasiada suntuosidad, y voy a traer la mesa de la cocina. No tema usted que haga falta allí: la cocina funciona poco en esta casa, y hoy me parece que harán el gasto los fiambres. Esto está montado a la alta escuela, amigo Manso... Aprenda usted para cuando se case...».

Bien comprendía yo el horror de Irene a la casa de su tía, y aquella enérgica frase: «o muerta o...». Ella me la quitó de la boca para remacharla así:

«¿Comprende usted ahora lo que le dije hace poco? ¿Vivir así es vivir?... Y si yo no me ocupo de salvarme, de abrirme un camino, ¿quién lo va a hacer?».

-¡Es verdad, es verdad!

-¡Yo he pensado tanto en esto, he cavilado tanto...! Difícil es abrirse un camino, en las circunstancias mías... una pobre chica sola, sin padres, sin guía...

Complacíame mucho verla tan expansiva.

«Ahora, si usted quiere -añadió-, vamos a traer la mesa de la cocina. Amigo, es preciso trabajar. Si no...».

Llevome a la cocina, que me sorprendió por dos cosas, por su mucha limpieza y porque no se veía allí, fuera del caldero que a la lumbre estaba y que despedía rumoroso vapor, ningún síntoma, señal, ni indicio de cosa comestible.

«Eso sí -observó Irene-, hay que hacer justicia a mi tía. Todo el día se lo lleva fregoteando la cocina. A ver, Manso, coja usted por ahí».

-Yo la llevaré solo... Si puedo muy bien...

-No, no, que quiero hacer ejercicio. Me gusta esto. Obedezca usted... coja por ese lado.

Levantamos la mesa, y andando yo hacia atrás, pasito a paso, ella riendo, yo también, llevamos nuestra carga al comedor.

«Bueno... Ahora manteles, vajilla... Hay que abrir esos baúles... Pruebe usted las llaves, pues sólo mi tía entiende bien esto. Todavía no se han vaciado los baúles en que se trajo todo cuando la mudanza».

-Vengan esas llaves... abriremos.

Después de diversas y no fáciles probaturas, abrimos los tres baúles y dimos con aquel en que la loza estaba. Fue preciso para extraerla de lo profundo sacar antes el Año Cristiano en doce tomos, algunas colchas, un bastidor de bordar y no sé qué más.

-Vaya, vaya... ya tenemos platos... la sopera... precisamente es lo que menos se necesita... pero venga... En fin, no está del todo mal. En lo que hay escasez es en el ramo de cubiertos... Mi tía y yo con un par de tenedores nos arreglamos; pero no sé si nuestro convidado... ¡Ah!, sí, en el otro baúl, allí donde están las escrituras de las fincas que fueron de mi tía, los papeles viejos y documentos, debe de haber un juego de cubiertos... Y si no, en el museo está una daga que dicen es de Toledo...

Yo no podía contener la risa... Y por fin, la mesa fue puesta, y no quedó mal. El mantel limpio, recién comprado, y alguna cristalería nueva dábanle excelente aspecto.

«Ahora falta lo principal -dijo Irene-. Veremos cómo sale del paso... Será una comedia graciosa, tremenda... Fíjese usted en lo que dirá al entrar... Como si lo oyera...».

Fatigada del trabajo, se sentó en una de las dos sillas que yo traje de diferentes regiones de la casa, y apoyó el codo desnudo en la mesa y la sien en el puño, dedicándose a observar las rayas del mantel. Yo, en pie al otro extremo, observaba las de la bata de ella, de color claro, veraniega y tan almidonada, que por donde quiera que iba, la tela tiesa producía vibraciones extrañas y una música... Dejemos esto.

«Le parece a usted, le parece si esta vida, si esta casa son para desear seguir en ella... ¿No está justificado que yo, por cualquier medio, quiera emanciparme?... Y lo más particular es que así me he criado. Pero es tan distinto mi genio; soy tan contraria a este desorden, a esta miseria, como si hubiera estado toda mi vida en palacios...».

Esto me dijo sin mirarme. Y yo a ella:

«Medios tenía usted de sobra para emanciparse, como joven de mérito. Usted no debía dudar que se emanciparía, sin precipitarse por malos caminos».

-Los caminos, amigo Manso, se nos ponen delante, y hay que seguirlos. No sé si es Dios o quién es el que los abre. Vea usted... le voy a contar...

Y no ya un codo, sino los dos puso sobre la mesa, y vuelta hacia mí, frente a frente, manera de esfinge, me hizo estas revelaciones que no olvidaré nunca:

«Pues mire usted, cuando yo era chiquita, cuando yo iba a la escuela, ¿sabe usted lo que pensaba y cuáles eran mis ilusiones?... No sé si esto dependía de ver la aplicación de otras niñas o de lo mucho que quería a mi maestra... Pues bien, mis ilusiones eran instruirme mucho, aprender de todas las cosas, saber lo que saben los hombres... ¡qué tontería! Y me apliqué tanto que llegué a tomar un barniz... tremendo... La vocación de profesora durome hasta que salí de la escuela de institutrices. Entonces me pareció que me asomaba a la puerta del mundo y que lo veía todo, y me decía: «¿qué voy yo a hacer aquí con mis sabidurías...?». No, yo no tenía vocación para maestra, aunque otra cosa pareciera. Cuando habló usted a mi tía para que fuera yo a educar a las niñas de don José, acepté con gozo, no porque me gustara el oficio, sino por salir de esta cárcel tremenda, por perder de vista esto y respirar otra atmósfera. Allí descansé, estaba al menos tranquila; pero mi imaginación no descansaba...».

¡Error de los errores! ¡Y yo que, juzgándola por su apariencia, la creía dominada por la razón, pobre de fantasía; yo que vi en ella la mujer del Norte, igual, equilibrada, estudiosa, seria, sin caprichos!!... Pero atendamos ahora.

«Yo he sido siempre muy metida en mí misma, amigo Manso. Así es que no se me conoce bien lo que pienso. ¡Me gusta tanto estar yo a solas conmigo pensando mis cosas, sin que nadie se entrometa a averiguar lo que anda por mi cabeza...! En casa de D. José yo cumplía bien mis deberes de maestra, yo ganaba mi pan; pero ¡ay!, si supiera usted, amigo, lo que padecía para vencer mi tristeza y mi resistencia a enseñar... ¡qué cargante oficio! ¡Enseñar gramática y aritmética! Lidiar con chicos ajenos, aguantar sus pesadeces... Se necesita un heroísmo tremendo y ese heroísmo yo lo he tenido... Pero estaba llena de esperanza, confiaba en Dios, y me decía: 'aguanta, aguanta un poco más, que Dios te sacará de esto y te llevará a donde debes estar...'».

¡Error, crasa y estúpida equivocación! Y yo que la tenía por... Pero chitón, y oigamos.

«¡Y qué agradecida estaba yo al interés que usted se tomaba por mí! Pero como yo me guardaba de contarle a usted mis pensamientos, usted no me comprendía bien... Usted veía y admiraba en mí a la maestra, mientras yo aborrecía los libros; no puede usted figurarse lo que los aborrecía y lo que ahora los aborrezco... Hablo de esas tremendas gramáticas, aritméticas y geografías...».

¡Y yo que creía...! ¡Y para esto, santo Dios, nos sirve el estudio! Para equivocarnos respecto a todo lo que es individual y del corazón... Yo la oía y me pasmaba de la magnitud de mis errores. Pero no me gusta declararlos y confesar mis torpezas. Al contrario, podía en aquel momento mostrarme agudo, pues con los datos positivos y de verdad que acababa de obtener podía filosofar otra vez a mis anchas, como lo había hecho lucidamente una hora antes.

«Mire usted, Irene -le dije envalentonándome mucho y empleando ese acento, esa seguridad que siempre tengo cuando generalizo-. Lo que usted acaba de decirme no me sorprende mucho. Yo, sin comprender bien lo que usted pensaba, advertía que el fondo difería muchísimo de la superficie. Tenemos cierta práctica en estas cosas, ¿me entiende usted? Así es que a todos los engañaría usted menos a mí... La antipatía a los libros de enseñanza no estaba tan bien disimulada como otros secretos de usted más o menos tremendos. Y tanto lo creo así, que me parece podría seguir y marcar, sin equivocarme, la evolución, así decimos, de su pensamiento. Usted nació con delicados gustos, con instintos de señora principal, con aptitudes de esas que llamo sociales, y que constituyen el arte de agradar, de vivir bien, de conversar, de hacer honores y de recibirlos, todo con exquisita gracia y delicadeza. Faltan las condiciones atmosféricas para desarrollar esos instintos y esas aptitudes; y por lo mismo que le faltan, usted las desea, aspira a ellas, sueña con ellas... y véase por qué inesperado camino se las depara la Providencia. Cumple usted fatalmente la ley asignada a la juventud y a la belleza; usted cae en eso que antes se llamaba las redes del amor... cosa muy natural; pero que, a más de natural, resulta ahora oportunísima, porque... Hablemos con claridad. Si Manuel se casa con Irene, como creo, y tal es su deber, tendrá Irene lo que desea, será usted lo que debe ser... vaya usted contando: esposa de un hombre notable; señora de una excelente casa, donde podrá darse toda la importancia que quiera; dueña de mil comodidades, coche, criados, palco...».

«Cállese usted, cállese», me dijo poniéndose roja, y echándose a reír y escondiendo la cara.

-No, si esto no quiere decir que vaya usted por malos caminos. Al contrario, la mayor cultura trae, generalmente, mayores ventajas en el orden moral. Será usted una excelente madre de familia, una buena esposa, una señora benéfica, distinguidísima, que sirva de modelo... Lucirá usted...

-Cállese usted, cállese usted...

Y la perspicacia que en época anterior me había faltado para comprenderla, la tuve entonces para ver claramente toda la extensión de sus ambiciones burguesas, tan desconformes con el ideal que yo me había forjado. En el fondo de aquellos pruritos de sociabilidad ¡había tanto de común y rutinario...! Irene, tal como entonces se me revelaba, era una persona de esas que llamaríamos de distinción vulgar, una dama de tantas, hecha por el patrón corriente, formada según el modelo de mediocridad en el gusto y hasta en la honradez, que constituye el relleno de la sociedad actual. ¡Cuánto más alto y noble el tipo mío!, la Irene que yo había visto desde la cumbre de mis generalizaciones; aquel tipo que partía de una infancia consagrada a los estudios graves y terminaba en la mujer esencialmente práctica y educadora; aquella Minerva coetánea en que todo era comedimiento, aplomo, verdad, rectitud, razón, orden, higiene...

«Lo que yo aseguro a usted -me dijo-, es que mis deseos han sido siempre los deseos más nobles del mundo. Yo quiero ser feliz como lo son otras... ¿Hay alguien que no desee ser feliz? No... Pues yo he visto a otras que se han casado con jóvenes de mérito y de buena posición. ¿Por qué no he de ser yo lo mismo? Yo se lo he pedido a Dios, Manso. Para que me concediera esto, he rezado tanto a Dios y a la Virgen...».

¡También santurrona!... Era lo que me faltaba ya para el completo desengaño... Horror del estudio; ambición de figurar en la numerosa clase de la aristocracia ordinaria; secreto entusiasmo por cosas triviales; devoción insana que consiste en pedir a Dios carretelas, un hotelito y saneadas rentas; pasión exaltada, debilidad de espíritu y elasticidad de conciencia: he aquí lo que iba saliendo a medida que se descubría; y sobre todas estas imperfecciones, descollaba, dominándolas y al mismo tiempo protegiéndolas de la curiosidad, un arte incomparable para el disimulo, arte con el cual supo mi amiga presentárseme con caracteres absolutamente contrarios a los que tenía. ¿Dónde estaba aquel contento de la propia suerte, la serenidad y temple de ánimo, la conciencia pura, el exacto golpe de vista para apreciar las cosas de la vida?, ¿dónde aquel reposo y los maravillosos equilibrios de mujer del Norte que en ella vi, y por cuyas calidades, así como por otras, se me antojó la más perfecta criatura de cuantas había yo visto sobre la tierra? ¡Ay!, aquellas prendas estaban en mis libros; producto fueron de mi facultad pensadora y sintetizante, de mi trato frecuente con la unidad y las grandes leyes, de aquel funesto don de apreciar arque-tipos y no personas. ¡Y todo para que el muñeco fabricado por mí se rompiera más tarde en mis propias manos, dejándome en el mayor desconsuelo!... No sé a dónde habría llegado yo con mis lamentaciones internas si no apareciera doña Cándida cuando menos la esperábamos...

«¡Ah!... ¡angelitos! Veo que habéis trabajo bien... la mesa puesta... ¡Jesús qué lujo! ¿Pero es verdad, Máximo, que te quedas a comer? Yo creí... como eres tan raro, nunca has querido sentarte a mi mesa...».

Irene sofocaba la risa. Yo no sé lo que dije.

«No es que no tenga qué darte. Por si comías con nosotros he traído aquí...».

De un pañuelo empezó a sacar varias cosas envueltas en papeles, un trozo de pavo trufado, un pastelón, lengua escarlata, cabeza de jabalí y otros fiambres... Cuando pasó Calígula a la cocina para traer platos en que poner su compra, Irene me dijo con expresión desdeñosa:

«Ahí tiene usted a mi tía... Cuando llega dinero a sus manos compra fiambres y no come otra cosa. Dice que no puede perder la costumbre de las buenas comidas, y sólo cuando está en la miseria pone una olla al fuego...».

Un momento después nos asomábamos Irene y yo al balcón. Había que esperar algún tiempo para que la comida estuviese dispuesta, y no sabíamos cómo pasar el rato, porque ni ella ni yo teníamos muchas ganas de hablar.

«Dígame usted, Irene -le pregunté con interés profundo-. Si Manuel tuviese ahora un mal pensamiento y...».

No me dejó concluir. Respondiome con una grandísima descomposición de su semblante que anunciaba dolor y vergüenza, y después me dijo:

«Me mata usted sólo con suponerlo... Si Manuel... Me moriría de pena...».

-¿Y si no se moría usted?... pues se dan casos...

-Me mataría... tengo fuerzas para matarme y volverme a matar, si no quedaba bien muerta... Usted no me conoce...

¡Y qué verdad! Pero ya empezaba a conocerla, sí.

Doña Cándida nos desconcertó presentándose de improviso para decirme:

«Te tengo una botella de Champagne que me regalaron el año pasado... ¡Verás qué buena! Ya pronto comemos. Melchora ha venido ya, y al momento va a freír la carne y hacer la tortilla».

-¡Tortilla para comer... tía!

-¿Tú qué sabes, tonta? No me gustan bazofias... aborrezco las ollas. ¿No eres de mi opinión, Máximo?

-Sí señora; todo lo que usted quiera...

-Dentro de un momento ya podéis venir. ¿Qué hora es?

¡Qué banquete más triste! Faltaban en él las dos cosas que hacen agradable la mesa, es decir, alegría y comida. Nos sirvió primero Melchora una desabrida tortilla, que verdaderamente no sé cómo la pude pasar. Luego vino un plato de carne, escaso y seco, al cual dio doña Cándida el retumbante apodo de filet à la Marechalle.

«Es riquísimo, Máximo. Aquí tienes un plato que nadie sabe hacerlo ya en Madrid más que yo...».

-Cuando digo que se van perdiendo las tradiciones culinarias.

Irene me hacía guiños, gestos y mohines graciosísimos para burlarse de la comida, de su tía y de la menguada mesa, en la cual no aparecieron ni en efigie los pichones y la anguila anunciados.

«Aquí tienes un pavo trufado -declaró Calígula-, que lo ha hecho expresamente para mí el señor de Lhardy... Luego te daré un platito a la francesa, que te gustará mucho... Vamos, destapa la botella de Champagne...».

-Pero, señora, si esto es sidra, y no de la mejor...

-Te digo que es del propio Duc de Montebello. Tú entenderás de filosofía; pero no de bebidas...

-Pero qué... ¿vamos a comer otra tortilla?

-Es el platito de que te hablé... haricaut à la sauce provençale... Lo hace Melchora a maravilla.

-Si usted me permite una franqueza, señora, le diré que esto me parece una cataplasma... pero en fin, se puede pasar...

-¡Mal agradecido!... Prueba este pastel... Irene, ¿no comes?... Así es todos los días; se mantiene del aire como los pájaros.

Y en efecto, Irene apenas comía más que pan y un poco del famoso filet à la Marechalle. Considerando su sobriedad, pasé a reflexionar otra vez sobre el tema eterno.

«Quién sabe -me dije-, si una crítica completamente sana y fría podría llevarte a declarar que aquellas supuestas, soñadas y rebuscadas perfecciones constituirían, caso de ser reales, el estado más imperfecto del mundo... Eso de la mujer-razón que tanto te entusiasmaba, ¿no será un necio juego del pensamiento? Hay retruécanos de ideas como los hay de palabras... Ponte en el terreno firme de la realidad y haz un estudio serio de la mujer-mujer... Estos que ahora te parecen defectos, ¿no serán las manifestaciones naturales del temperamento, de la edad, del medio ambiente?... ¿De dónde sacaste aquel tipo septentrional más frío que el hielo, compuesto no de pasiones, virtudes, debilidades y prendas diferentes, sino de capítulos de libro y de hojas de Enciclopedia? Observa ahora la verdad palpitante, y no vengas con refunfuños de una moral de cátedra a llamar graves defectos a los que en realidad son tan sólo accidentes humanos, partes y modos de la verdad natural que en todo se manifiesta. La pasión es propio fruto de la juventud, y el arte de disimular que tanto te espeluzna es una forma de carácter adquirida en el estado de soledad en que ha vivido esa criatura, sin padres, sin apoyo alguno. Un poderoso instinto de defensa le ha dado ese arte, con el cual sabe suplir la falta de amparo natural de la familia. Ese disimulo ha sido su gran arma en la lucha por la vida. Se ha defendido del mundo con su reserva. Y esa ambición que tanto te desagrada no es más que un producto del mismo desamparo en que ha vivido. Se ha acostumbrado a deberlo todo a sí misma, y de ahí ha venido el prurito de emprenderlo todo por sí misma. Arrastrada por la pasión, ha tenido flaquezas lamentables. Su agudeza y su prudencia han sido vencidas por el temperamento... Hay que considerar lo extraordinario de las seducciones con que luchaba. Enamorada, la atraía el galán de sus sueños; pobre, la atraía el joven de posición. ¡Amor satisfecho y miseria remediada! Estos grandes imanes, ¿a quién no llevan tras sí? El espíritu utilitario de la actual sociedad no podía menos de hacer sentir su influjo en ella. He aquí una huérfana desamparada que se abre camino, y su pasión esconde un genio práctico de primer orden...».

¡No sé qué más pensé! Levanteme de aquella antipática mesa, hastiado de alimentos fríos y desabridos, de las sillas que rechinaban amenazando desbaratarse, de los cuchillos a los cuales se les caía del mango, y de aquella anfitrionisa insoportable, cuyas farsas rayaban ya en lo maravilloso.

Irene me acompañó a la sala; nos sentamos, pero no hablábamos nada. Caía la tarde y nos rodeaban sombras melancólicas. La tristeza de haber estado todo el día sin ver al objeto de su cariño la tenía muda y tétrica. Y a mí me ponía lo mismo un nuevo trastorno de que fui acometido a consecuencia de lo que arriba dije. Consistía mi nuevo mal en que al representármela despojada de aquellas perfecciones con que la vistió mi pensamiento, me interesaba mucho más, la quería más, en una palabra, llegando a sentir por ella ferviente idolatría. ¡Contradicción extraña! Perfecta, la quise a la moda Petrarquista, con fríos alientos sentimentales que habrían sido capaces de hacerme escribir sonetos. Imperfecta, la adoraba con nuevo y atropellado afecto, más fuerte que yo y que todas mis filosofías.

Aquella pasión suya terminada en flaqueza de carácter; aquella reserva interesantísima, que permitía suponer siempre un más allá en los horizontes de su alma; aquella decisión de triunfar o morir; aquel mismo resabio utilitario, todo me enamoraba en ella. Hasta su graciosa muletilla, aquella pobreza de estilo por la cual llamaba tremendas a todas las cosas, me encantaba. ¡Oh!, ¡cuánto más valía ser lo que fue Manuel, ser hombre, ser Adán, que lo que yo había sido, el ángel armado con la espada del método defendiendo la puerta del paraíso de la razón!... Pero ya era tarde.

Y en aquella oscuridad, a la cual llegaban tímidas luces del crepúsculo y el amarillo resplandor de los faroles públicos, la vi tan soberanamente guapa, que tuve miedo de mí mismo y me dije: «es necesario que yo salga de aquí, no sea que mi sentimiento se sobreponga a mi razón y diga o haga las tonterías de que hasta ahora, a Dios gracias, me he visto libre». Y en efecto, peligros noté en mí de ponerme en ridículo, si permitía salir alguna parte de la procesión que por dentro andaba. Yo me sentía mozalbete, calaverilla y un si es no es cursi... Dije tres o cuatro frases de fórmula y me marché... porque si no me marchaba... Casos se han visto de caracteres profundamente serios que en un momento infeliz han caído de golpe en los sumideros de la tontería.