El amigo Manso/Capítulo III


Capítulo III - Voy a hablar de mi vecina editar

Y no hablo de las demás vecindades porque no tienen relación con mi asunto. La que me ocupa es de gran importancia, y ruego a mis lectores que por nada del mundo pasen por alto este capítulo, aunque les vaya en ello una fortuna, si bien no conviene que se entusiasmen por lo de vecina, creyendo que aquí da principio un noviazgo, o que me voy a meter en enredos sentimentales. No. Los idilios de balcón a balcón no entran en mi programa, ni lo que cuento es más que un caso vulgarísimo de la vida, origen de otros que quizá no lo sean tanto.

En el piso bajo de mi casa había una carnicería, establecimiento de los más antiguos de Madrid y que llevaba el nombre de la dinastía de los Ricos. Poseía esta acreditada tienda una tal doña Javiera, muy conocida en este barrio y en los limítrofes. Era hija de un Rico y su difunto esposo era Peña, otra dinastía choricera, que ha celebrado varias alianzas con la de los Ricos. Conocí a doña Javiera en una noche de verano del 78, en que tuvimos en casa alarma de fuego, y anduvimos los vecinos todos escalera arriba y abajo, de piso en piso. Pareciome doña Javiera una excelente señora, y yo debí de parecerle persona formal, digna por todos conceptos de su estimación, porque un día se metió en mi casa (tercero derecha) sin anunciarse, y de buenas a primeras me colmó de elogios, llamándome el hombre modelo y el espejo de la juventud.

«No conozco otro ejemplo, Sr. de Manso -me dijo-. ¡Un hombre sin trapicheos, sin ningún vicio, metidito toda la mañana en su casa; un hombre que no sale más que dos veces, tempranito a clase, por las tardes a paseo, y que gasta poco, se cuida la salud y no hace tonterías...! Esto es de lo que ya se acabó, Sr. de Manso. Si a usted le debían poner en los altares... ¡Virgen!, es la verdad, ¿para qué decir otra cosa? Yo hablo todos los días de usted con cuantos me quieren oír y le pongo por modelo... Pero no nacen de estos hombres todos los días.

Desde aquel la visité, y cuando entraba en su casa (principal izquierda), me recibía poco menos que con palio.

«Yo no debiera abrir la boca delante de usted -me decía-, porque soy una ignorante, una paleta, y usted todo lo sabe. Pero no puedo estar callada. Usted me disimulará los disparates que suelte y hará como que no los oye. No crea usted que yo desconozco mi ignorancia, no, Sr. de Manso. No tengo pretensiones de sabia ni de instruida, porque sería ridículo, ¿está usted? Digo lo que siento, lo que me sale del corazón, que es mi boca... Soy así, francota, natural, más clara que el agua; como que soy de tierra de Ciudad-Rodrigo... Más vale ser así, que hablar con remilgos y plegar la boca, buscando vocablotes que una no sabe lo que significan».

La honrada amistad entre aquella buena señora y yo crecía rápidamente. Cuando yo bajaba a su casa, me enseñaba sus lujosos vestidos de charra, el manteo, el jubón de terciopelo con manga de codo, el dengue o rebociño, el pañuelo bordado de lentejuelas, el picote morado, la mantilla de rocador, las horquillas de plata, los pendientes y collares de filigrana, todo primoroso y castizo. Para que me acabara de pasmar, mostrábame luego sus pañuelos de Manila, que eran una riqueza. Un día que bajé, vi que había puesto en marco y colgado en la pared de la sala un retrato mío que publicó no sé qué periódico ilustrado. Esto me hizo reír; y ella, congratulándose de lo que había hecho, me hizo reír más.

«He quitado a San Antonio para ponerle a usted. Fuera santos y vengan catedráticos... Vamos, que el otro día, leyendo lo que de usted decía el periódico, me daba un gozo...».

No me faltaba en las fiestas principales ni en mis días el regalito de chacina, jamón u otros artículos apetitosos de lo mucho y bueno que en la tienda había, todo tan abundante, que no pudiendo consumirlo por mí solo, distribuía una buena parte entre mis compañeros de claustro, alguno de los cuales, ardiente devoto de la carne de cerdo, me daba bromas con mi vecina.

Pero las finezas de doña Javiera no escondían pensamiento amoroso, ni eran totalmente desinteresadas. Así me lo manifestó un día en que, de vuelta de la parroquia de San Ildefonso, subió a mi casa, y sentándose con su habitual llaneza en un sillón de mi sala-despacho, se puso a contemplar mi estantería de libros, rematada por unos cuantos bustos de yeso. Estaba yo aquella mañana poniendo notas y prólogo a una traducción del Sistema de Bellas Artes de Hegel, hecha por un amigo. Las ideas sobre lo bello llenaban mi mente y se revolvían en ella, produciéndome ya tal confusión, que la vista de aquella señora fue para mi pensamiento un placentero descanso. La miré y sentí que se me despejaba la cabeza, que volvía a reinar el orden en ella, como cuando entra el maestro en la sala de una escuela donde los chiquillos están en huelga y broma. Mi vecina era la autoridad estética, y mis ideas, direlo de una vez, la pillería aprisionada que, en ausencia de la realidad, se entrega a desordenados juegos y cabriolas. Siempre me había parecido doña Javiera persona de buen ver; pero aquel día se me antojó hermosísima. La mantilla negra, el gran pañolón de Manila, amarillo y rameado (pues venía de ser madrina de bautizo de un chico del carbonero), las joyas anticuadas, pero verdaderamente ricas, de pura ley, vistosas, con muchas esmeraldas y fuertes golpes de filigrana, daban grandísimo realce a su blanca tez y a su negro y bien peinado cabello. ¡Bendito sea Hegel!. Todavía estaba doña Javiera en muy buena edad, y aunque la vida sedentaria le había hecho engrosar más de lo que ordena el Maestro en el capítulo de las proporciones, su gallarda estatura, su buena conformación, y reparto de carnosidades, huecos y bultos casi casi hacían de aquel defecto una hermosura. Al mirarla destacándose sobre aquel fondo de librería, hallaba yo tan gracioso el contraste, que al punto se me ocurrió añadir a mis comentarios uno sobre la Ironía en las Bellas Artes.

«Estoy aquí mirando los padrotes», dijo, volviendo sus ojos a lo alto de la pared.

Los padrotes eran cuatro bustos comprados por mi madre en una tienda de yesos. Los había elegido sin ningún criterio, atendiendo sólo al tamaño, y eran Demóstenes, Quevedo, Marco Aurelio y Julián Romea.

«Esos son los maestros de todo cuanto se sabe -indicó la señora, llena de profundo respeto-. ¡Y cuánto libro! ¡Si habrá letras aquí... Virgen! ¡Y todo esto lo tiene usted en la cabeza! Así nos sabe tanto. Pero vamos a nuestro asunto. Atiéndame usted».

No necesitaba que me lo advirtiese, porque tenía toda mi atención puesta en ella.

«Yo le tengo a usted mucha ley, Sr. de Manso; usted es un hombre como hay pocos... miento, como no hay ninguno. Desde que le traté se me entró usted por el ojo derecho, se me metió en el cuerpo y se me aposentó en el corazón...».

Al decir esto rompió a reír, añadiendo:

«Pues no parece sino que le hago a usted el amor; y no es eso, Sr. de Manso. No lo digo porque usted no lo merezca, ¡Virgen!, pues aunque tiene usted cara de cura, y no es ofensa, no señor... Pero vamos al caso... Se ha quedado usted un poco pálido; se ha quedado usted más serio que un plato de habas».

Yo estaba un poquillo turbado, sin saber qué decir. Doña Javiera se explicó al fin con claridad. ¿Qué pretendía de mí? Una cosa muy natural y sencilla; pero que yo no esperaba en tal instante, sin duda, porque los diablillos que andaban dentro de mi cabeza jugando con la materia estética y haciendo con ella mangas y capirotes, me tenían apartado de la realidad; y estos mismos diablillos fueron causa de que me quedara confuso y aturdido cuando oí a doña Javiera manifestar su pretensión, la cual era que me encargase de educar a su hijo.

«El chico -prosiguió ella, echándose atrás el manto-, es de la piel de Satanás. Ahora va a cumplir veintiún años. Es de buena ley, eso sí, tiene los mejores sentimientos del mundo, y su corazón es de pasta de ángeles. Ni a martillazos entra en aquella cabeza un mal pensamiento. Pero no hay cristiano que le haga estudiar. Sus libros son los ojos de las muchachas bonitas; su biblioteca los palcos de los teatros. Duerme las mañanas, y las tardes se las pasa en el picadero, en el gimnasio, en eso que llaman... no sé cómo, el Ascatin, que es donde se patina con ruedas. El mejor día se me entra en casa con una pierna rota. Me gasta en ropa un caudal, y en convidar a los gorrones de sus amiguitos otro tanto. Su pasión es los novillos, las corridas de aficionados, tentar becerros, derribar reses, y su orgullo demostrar mucho pecho, mucho coraje. Tiene tanto amor propio, que el que le toque, ya tiene para un rato. ¡Virgen!... En fin, por sus cualidades buenas y hasta por sus tonterías, paréceme que hay en él mucho de perfecto caballero; pero este caballero hay que labrarlo, amigo D. Máximo, porque si no, mi hijo será un perfecto ganso... Tanto le quiero, que no puedo hacer carrera de él, porque me enfado, ¿ve usted?, hago intención de reñirle, de pegarle, me pongo furiosa, me encolerizo a mí misma para no dejarme embaucar; pero en estas viene el niño, se me pone delante con aquella carita de ángel pillo, me da dos besos, y ya estoy lela... Se me cae la baba, amigo Manso, y no puedo negarle nada... Yo conozco que le estoy echando a perder, que no tengo carácter de madre... Pues oiga usted, se me ha ocurrido que para enderezar a mi hijo y ponerle en camino y hacer de él un hombre, un gran señor, un caballero, no conviene llevarle la contraria, ni sujetarle por fuerza, sino... a ver si me explico... Conviene arrearle poco a poco, irle guiando, ahora un halago, después un palito, mucho ten con ten y estira y afloja, variarle poquito a poquito las aficiones, despertarle el gusto por otras cosas, fingirle ceder para después apretar más fuerte, aquí te toco, aquí te dejo, ponerle un freno de seda, y si a mano viene, buscarle distracciones que le enseñen algo, o hacerle de modo que las lecciones le diviertan... Si le pongo en manos de un profesorazo seco, él se reirá del profesor. Lo que le hace falta es un maestro que, al mismo tiempo que sea maestro, sea un buen amigo, un compañero que a la chita callando y de sorpresa le vaya metiendo en la cabeza las buenas ideas; que le presente la ciencia como cosa bonita y agradable; que no sea regañón, ni pesado, sino bondadoso, un alma de Dios con mucho pesquis; que se ría, si a mano viene, y tenga labia para hablar de cosas sabias con mucho aquel, metiéndolas por los ojos y por el corazón».

Quedeme asombrado de ver cómo una mujer sin lecturas había comprendido tan admirablemente el gran problema de la educación. Encantado de su charla, yo no le decía nada, y sólo le indicaba mi aquiescencia con expresivas cabezadas, cerrando un poquito los ojos, hábito que he adquirido en clase cuando un alumno me contesta bien.

«Mi hijo -añadió la carnicera-, tiene y tendrá siempre con qué vivir. Aunque me esté mal el decirlo, yo soy rica. Las cosas claras; soy de tierra de Ciudad-Rodrigo. Por eso quiero que aprenda también a ser económico, arregladito, sin ser cicatero. No tengo a deshonra el pasar mi vida detrás de una tabla de carne. ¡Virgen! Pero no me gusta, amigo Manso, que mi hijo sea carnicero, ni tratante en ganados, ni nada que se roce con el cuerno, la cerda y la tripa. Tampoco me satisface que sea un vago, un pillastre, un cabeza vacía, uno de estos que después de salir de la Universidad no saben ni persignarse. Yo quiero que sepa de todo lo que debe saber un caballero que vive de sus rentas; yo quiero que no abra un palmo de boca cuando delante de él se hable de cosas de fundamento... Y véase por dónde me han deparado Dios y la Virgen del Carmen el profesor que necesito para mi pimpollo. Ese maestro, ese sabio, ese padrote, es usted, Sr. D. Máximo... No, no se haga usted el chiquitito ni me ponga los ojos en blanco... Para que todo venga bien, mi Manolo tiene por usted unas simpatías... Como se ponga a hablar de nuestro vecino, no acaba. Y yo le digo: 'pues haz por parecerte a él, hombre, aunque no sea más que de lejos...'. Ayer le dije: 'Te voy a poner a estudiar tres o cuatro horas todos los días en casa del amigo Manso', y se puso más contento... Le tengo matriculado en la Universidad; pero de cada ocho días, me falta siete a clase. Dice que le aburren los profesores y que le da sueño la cátedra. En fin, Sr. D. Máximo, usted me lo toma por su cuenta o perdemos las amistades. En cuanto a honorarios, usted es quien los ha de fijar... Bendito sea Dios que le trajo a usted a poner su nido en el tercero de mi casa... Lo que digo, amigo Manso, usted ha bajado del sétimo Cielo...».

Mucho me agradó la confianza que en mí ponía la buena señora, y por lo agradable de la misión, así como por la honra que con ella me hacía, acepté. Resistime a tomar honorarios; pero doña Javiera opuso tal resistencia a mi generosidad, y se enojó tanto, que estuvo a punto de pegarme, y aun creo que me pegó algo. Todo quedó convenido aquel mismo día, y desde el siguiente empezaron las lecciones.