El amigo Manso/Capítulo II


Capítulo II - Yo soy Máximo Manso

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Y tenía treinta cinco años cuando me pasó lo que me pasó. Y si a esto añado que el caso es reciente y que muchos de los acontecimientos incluidos en este verdadero relato ocurrieron en menos de un año, quedarán satisfechos los lectores más exigentes en materias cronológicas. A los sentimentales he de disgustarles desde el primer momento diciéndoles que soy doctor en dos facultades y catedrático de Instituto, por oposición, de una eminente asignatura que no quiero nombrar. He consagrado mi poca inteligencia y mi tiempo todo a los estudios filosóficos, encontrando en ellos los más puros deleites de mi vida. Para mí es incomprensible la aridez que la mayoría de las personas asegura encontrar en esa deliciosa ciencia, siempre vieja y siempre nueva, maestra de todas las sabidurías y gobernadora visible o invisible de la humana existencia.

Será porque han querido penetrar en ella sin método, que es la guía de sus tortuosos senos, o porque estudiándola superficialmente, han visto sus asperezas exteriores, antes de gustar la extraordinaria dulzura y suavidad de lo que dentro guarda. Por singular beneficio de mi naturaleza, desde niño mostré especial querencia a los trabajos especulativos, a la investigación de la verdad y al ejercicio de la razón, y a tal ventaja se añadió, por mi suerte, la preciosísima de caer en manos de un hábil maestro que desde luego me puso en el verdadero camino. ¡Tan cierto es que de un buen modo de principiar emana el logro feliz de difíciles empresas, y que de un primer paso dado con acierto depende la seguridad y presteza de una larga jornada!

Digan, pues, de mí que soy filósofo, aunque no me creo merecedor de este nombre, sólo aplicable a los insignes maestros del pensamiento y de la vida. Discípulo soy no más, o si se quiere, humilde auxiliar de esa falange de nobles artífices que siglo tras siglo han venido tallando en el bloque de la bestia humana la hermosa figura del hombre divino. Soy el aprendiz que aguza una herramienta, que mantiene una pieza; pero la penetración activa, la audacia fecunda, la fuerza potente y creadora me están vedadas como a los demás mortales de mi tiempo. Soy un profesor de filas que cumplo enseñando a los demás lo que me han enseñado a mí, trabajando sin tregua; reuniendo con método cariñoso lo que en torno a mí veo, lo mismo la teoría sólida que el hecho voluble, así el fenómeno indubitable como la hipótesis atrevida; adelantando cada día con el paso lento y seguro de las medianías; construyendo el saber propio con la suma del saber de los demás, y tratando por último de que las ideas adquiridas y el sistema con tanta dificultad labrado, no sean vana fábrica de viento y humo, sino más bien una firme estructura de la realidad de mi vida con poderosos cimientos en mi conciencia. El predicador que no practica lo que dice, no es predicador, sino un púlpito que habla.

Ocupándome ahora de lo externo, diré que en mi aspecto general presento, según me han dicho, las apariencias de un hombre sedentario, de estudios y de meditación. Pero antes que por catedrático, muchos me tienen por letrado o curial, y otros, fundándose en que carezco de buena barba y voy siempre afeitado, me han supuesto cura liberal o actor, dos tipos de extraordinaria semejanza. En mi niñez pasaba por bien parecido. Ahora creo que no lo soy tanto, al menos así me lo han manifestado directa o indirectamente varias personas. Soy de mediana estatura, que casi casi, con el progresivo rebajamiento de la talla en la especie humana, puede pasar por gallarda; soy bien nutrido, fuerte, musculoso, mas no pesado ni obeso. Por el contrario, a consecuencia de los bien ordenados ejercicios gimnásticos, poseo bastante agilidad y salud inalterable. La miopía ingénita y el abuso de las lecturas nocturnas en mi niñez me obligan a usar vidrios. Por mucho tiempo gasté quevedos, uso en que tiene más parte la presunción que la conveniencia; pero al fin he adoptado las gafas de oro, cuya comodidad no me canso de alabar, reconociendo que me envejecen un poco. Mi cabello es fuerte, oscuro y abundante; mas he tenido singular empeño en no ser nunca melenudo, y me lo corto a lo quinto, sacrificando a la sencillez un elemento decorativo que no suelen despreciar los que, como yo, carecen de otros. Visto sin afectación, huyendo lo mismo de la novedad llamativa que de las ridiculeces de lo anticuado. Apuro mi ropa medianamente, con la cooperación de algún sastre de portal, mi amigo; y me he acostumbrado de tal modo al uso del sombrero de copa, a quien el vulgo llama con doble sentido chistera, que no puedo pasarme sin él, ni acierto a sustituirle con otras clases o familias de tapa-cabezas, por lo cual lo llevo hasta en verano, y aun en viaje me lo pondría muy sereno si no temiera caer en extravagancia. La capa no se me cae de los hombros en todo el invierno, y hasta para estudiar en mi gabinete me envuelvo en ella, porque aborrezco los braseros y estufas. Ya dije que mi salud es preciosa, y añado ahora que no recuerdo haber comido nunca sin apetito. No soy gastrónomo; no entiendo palotada de refinados manjares ni de rarezas de cocina. Todo lo que me ponen delante me lo como, sin preguntar al plato su abolengo ni escudriñar sus componentes; y en punto a preferencias, sólo tengo una que declaro sinceramente aunque se refiere a cosa ordinaria, el cicer arietinum, que en romance llamamos garbanzo, y que, según enfadosos higienistas, es comida indigesta. Si lo es, yo no lo he notado nunca. Estas deliciosos bolitas de carne vegetal no tienen, en opinión de mi paladar, que es para mí de gran autoridad, sustitución posible, y no me consolaría de perderlas, mayormente si desaparecía con ellas el agua de Lozoya, que es mi vino. No necesito añadir que personalmente me tienen sin cuidado los progresos de la filoxera, pues mis bodegas son los frescos manantiales de la sierra vecina. Únicamente del tinto y flojo hago prudente uso, después de bien bautizado por el tabernero y confirmado por mí; pero de esos traidores vinos del Mediodía, no entra una gota en mi cuerpo. Otra pincelada: no fumo.

Soy asturiano. Nací en Cangas de Onís, en la puerta de Covadonga y del monte de Auseba. La nacionalidad española y yo somos hermanos, pues ambos nacimos al amparo de aquellas eminentes montañas, cubiertas de verdor todo el año, en invierno encaperuzadas de nieve; con sus faldas alfombradas de yerba, sus alturas llenas de robles y castaños, que se encorvan como si estuvieran trepando por la pendiente arriba; con sus profundas, laberínticas y misteriosas cavidades selváticas, formadas de espeso monte, por donde se pasean los osos, y sus empinadas cresterías de roca, pedestal de las nubes. Mi padre, farmacéutico del pueblo, era gran cazador y conocía palmo a palmo todo el país, desde Ribadesella a Ponga y Tarna, y desde las Arriondas a los Urrieles. Cuando yo tuve edad para resistir el cansancio de estas expediciones, nos llevaba consigo a mi hermano José María y a mí. Subimos a los Puertos Altos, anduvimos por Cabrales y Peñamellera, y en la grandiosa Liébana nos paseamos por las nubes.

Solo o acompañado por los chicos de mi edad, iba muchas tardes a San Pedro de Villanueva, en cuyas piedras está esculpida la historia tan breve como triste de aquel rey que fue comido de un oso. Yo trepaba por las corroídas columnas del pórtico bizantino y miraba de cerca las figuras atónitas del Padre Eterno y de los Santos, toscas esculturas impregnadas de no sé qué pavor religioso. Me abrazaba con ellas, y ayudado de otros muchachos traviesos, les pintaba con betún los ojos y los bigotes, con lo cual las hacía más espantadas. Nos reíamos con esto; pero cuando volvía yo a mi casa, me acordaba de las figuras retocadas por mí y me dormía con miedo de ellas y con ellas soñaba. Veía en mi sueño las manos chatas y simétricas, los pies como palmetas, las contorsiones de cuerpos, los ojos saltándose del casco, y me ponía a gritar y no me callaba hasta que mi madre no me llevaba a dormir con ella.

Yo no hacía lo que otros chicos perversos, que con un fuerte canto le quitaban la nariz a un apóstol o los dedos al Padre Eterno, y arrancaban los rabillos de los dragones de las gárgolas, o ponían letreros indecentes encima de las lápidas votivas, cuyas sabias leyendas no entendíamos. Para jugar a la pelota, preferíamos siempre el pórtico bizantino a los demás muros del pobre convento, porque no parecía que el Padre Eterno y su corte nos devolvían la pelota con más presteza. El muchacho que capitaneaba entonces la cuadrilla es hoy una de las personas más respetables de Asturias y preside ¡oh ironías de la vida!, la Comisión de Monumentos.

La naturaleza de los sitios en que pasé la infancia ha dejado para siempre en mi espíritu impresión tan profunda, que constantemente noto en mí algo que procede de la melancolía y amenidad de aquellos valles, de la grandeza de aquellas moles y cavidades, cuyos ecos repiten el primer balbucir de la historia patria, de aquellas alturas en que el viajero cree andar por los aires sobre celajes de piedra. Esto, y el sonoro, pintoresco río, y el triste lago Nol, que es un mar ermitaño, y el solitario monasterio de San Pedro, tienen indudablemente algo mío, o es que tengo yo con ellos el parentesco de conformación, no de sustancia, que el vaciado tiene con su molde. También parece que ha quedado sellada en mi vida la hondísima lástima que me inspiraba aquel rey que fue comido del oso. Siento como impresos o calcados en mi masa encefálica los capiteles que reproducen la terrible historia. En uno el joven se despide de su tierna esposa, en otro está acometiendo al fiero animal, y más allá este se lo merienda. Cuando yo hacía travesuras, mi padre me amenazaba con que vendría el oso a comerme como al señor de Favila, y muchas noches tuve pesadillas y veía desfilar por delante de mí las espantables figuras de los capiteles. Por nada del mundo me internaba solo dentro del monte; y aun hoy siempre que veo un oso me figuro por breve instante que soy rey, y también si acierto a ver a un rey, me parece que hay en mí algo de oso.

Mi padre murió antes de ser viejo. Quedamos huérfanos José María, de veintidós años, y yo de quince. Tenía mi hermano más ambición de riquezas que de gloria, y se marchó a la Habana. Yo despuntaba por el desprecio de las vanidades y por el prurito de la fama, y en mi corta edad no había en el pueblo persona que me echase el pie adelante en ilustración. Pasaba por erudito, tenía muchos libros, y hasta el cura me consultaba casos de filosofía y ciencias naturales. Llegué a adquirir cierta presunción pedantesca y un airecillo de autoridad de que posteriormente, a Dios gracias, me he curado por completo. Mi madre estaba tonta conmigo, y siempre que la visitaba algún señor de campanillas, me hacía entrar en la sala, y con toda suerte de socaliñas me obligaba a mostrar mi sabiduría en historia o en literatura, hablando de cosas tales, que aquellas materias vinieran a encajar en la conversación. Las más de las veces era preciso traerlas por los cabellos.

Como teníamos para vivir con cierta holgura, mi madre me trajo a Madrid, animándola a ello la idea de que pronto se me abrirían aquí fáciles y gloriosos caminos; y en efecto, después de ocuparme en olvidar lo que sabía para estudiarlo de nuevo, vi nuevos y hermosos horizontes, trabé amistad con jóvenes de mérito y con afamados profesores, frecuenté círculos literarios, ensanché la esfera de mis lecturas y avancé considerablemente en mi carrera, hallándome muy luego en disposición de ocupar una modesta plaza académica y de aspirar a otras mejores. Mi madre tenía en Madrid buenas amistades, entre ellas la de García Grande y su señora (que figuraron mucho tiempo en la Unión liberal); pero estas relaciones influyeron poco en mi vida, porque el fervor del estudio me aislaba de todo lo que no fuera el tráfago universitario, y ni yo iba a sociedad, ni me gustaba, ni me hacía falta para nada.

Estoy impaciente por hablar de mi ser moral, por la afición que tengo a la predilecta materia de mis estudios. Sin quererlo, se me va la pluma a donde la impulsa el particular gusto mío, y la dejo ir y aun le permito que trate este punto con sinceridad y crudeza, no escatimando mis alabanzas allí donde creo merecerlas. Decir que en materia de principios mi severidad llega hasta el punto de excitar la risa de algunos de mis convecinos de planeta, parecerá jactancia; pero lo dicho dicho está y no habrá quien lo borre de este papel. Constantemente me congratulo de este mi carácter templado, de la condición subalterna de mi imaginación, de mi espíritu observador y práctico, que me permite tomar las cosas como son realmente, no equivocarme jamás respecto a su verdadero tamaño, medida y peso, y tener siempre bien tirantes las riendas de mí mismo.

Desde que empecé a dominar estos difíciles estudios, me propuse conseguir que mi razón fuese dueña y señora absoluta de mis actos, así de los más importantes como de los más ligeros; y tan bien me ha ido con este hermoso plan, que me admiro de que no lo sigan y observen los hombres todos, estudiando la lógica de los hechos, para que su encadenamiento y sucesión sea eficaz jurisprudencia de la vida. Yo he sabido sofocar pasioncillas que me habrían hecho infeliz, y apetitos cuyo desorden lleva a otros a la degradación. Estas laboriosas reformas me han adiestrado y robustecido para obtener en la moral menuda una serie de victorias a cuál más importantes. Yo he conseguido una regularidad de vida que muchos me envidian, una sobriedad que lleva en sí más delicias que el desenfreno de todos los apetitos. Vicios nacientes como el fumar y el ir al café han sido extirpados de raíz. El método reina en mí y ordena mis actos y movimientos con una solemnidad que tiene algo de las leyes astronómicas. Este plan, estas batallas ganadas, esta sobriedad, este régimen, este movimiento de reloj que hace de los minutos dientes de rueda y del tiempo una grandiosa y bien pulimentada espiral, no podían menos de marcar, al proyectarse sobre la vida, esa fácil línea recta que se llama celibato, estado sobre el cual es ocioso pronunciar sentencia absoluta, porque podrá ser imperfectísimo o relativamente perfecto según lo determine la acumulación de los hechos, es decir, todo lo físico y moral que, arrastrado por las corrientes de la vida, se va depositando y formando endurecidas capas o sedimentos de hábitos, preocupaciones, rutinas de esclavitud o de libertad.

Mi buena madre vivió conmigo en Madrid doce años, todo el tiempo que duraron mis estudios universitarios y el que pasé dedicado a desempeñar lecciones particulares y a darme a conocer con diversos escritos en periódicos y revistas. Sería frío cuanto dijera del heroico tesón con que ayudaba mis esfuerzos aquella singular mujer, ya infundiéndome valor y paciencia, ya atendiendo con solícito esmero a mis materialidades para que ni un instante me distrajese del estudio. Le debo cuanto soy, la vida primero, la posición social, y después otros dones mayores, cuales son mis severos principios, mis hábitos de trabajo, mi sobriedad. Por serle más deudor aún, también le debo la conservación de una parte de la fortunita que dejó mi padre, la cual supo ella defender con su economía, no gastando sino lo estrictamente preciso para vivir y darme carrera como pobre. Vivíamos, pues, en decorosa indigencia; pero aquellas escaseces dieron a mi espíritu un temple y un vigor que valen por todos los tesoros del mundo.

Yo gané mi cátedra, y mi madre cumplió su misión. Como si su vida fuera condicional y no tuviese otro objeto que el de ponerme en la cátedra, cumplido este, falleció la que había sido mi guía y mi luz en el trabajoso camino que acababa de recorrer. Mi madre murió tranquila y satisfecha. Yo no podía andar solo; pero ¡cuán torpe me encontré en los primeros tiempos de mi soledad! Acostumbrado a consultar con mi madre hasta las cosas más insignificantes, no acertaba a dar un paso, y andaba como a tientas con recelosa timidez. El gran aprendizaje que con ella había tenido no me bastaba, y sólo pude vencer mi torpeza recordando en las más leves ocasiones sus palabras, sus pensamientos y su conducta, que eran la misma prudencia.

Ocurrida esta gran desgracia, viví algún tiempo en casas de huéspedes; pero me fue tan mal, que tomé una casita en la cual viví seis años, hasta que, por causa de derribo, tuve que mudarme a la que ocupo aún. Una excelente mujer, asturiana, amiga de mi madre, de inmejorables condiciones y aptitudes se prestó a ser mi ama de llaves. Poco a poco su diligencia puso mi casa en un pie de comodidad, arreglo y limpieza que me hicieron sumamente agradable la vida de soltero, y esta es la hora en que no tengo un motivo de queja, ni cambiaría a mi Petra por todas las amas que han gobernado curas y servido canónigos en el mundo.

Tres años hace que vivo en la calle del Espíritu Santo, donde no falta ningún desagradable ruido; pero me he acostumbrado a trabajar entre el bullicio del mercado, y aun parece que los gritos de las verduleras me estimulan a la meditación. Oigo la calle como si oyera el ritmo del mar, y creo (tal poder tiene la costumbre) que si me falta el ¡dos cuartitos escarola! no podría preparar mis lecciones tan bien como las preparo hoy.