El amigo Manso/Capítulo IV


Capítulo IV - Manolito Peña, mi discípulo

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Doña Javiera era... (me molesta el sonsonete, pero no lo puedo evitar) viuda. El establecimiento había prosperado mucho en manos del difunto, hombre de gran probidad, muy entendido en cuerno y cerda, sagaz negociante, castellano rancio, buen bebedor, con la pasión de los toros llevada al delirio. Falleció de un cólico miserere a los cincuenta años. Cuatro habían pasado desde esta desgracia cuando yo conocí a doña Javiera, que andaba a la sazón alrededor de los cuarenta; y por aquellos mismos días los murmullos del barrio la suponían en relaciones ilícitas con un tal Ponce, que había sido barítono de zarzuela, sujeto de chispa y de buena figura, pero ya muy marchito; holgazán rematado, aunque blasonaba de ciertas habilidades mecánicas que para nada servían, como no fuera para que él se impacientara y se aburrieran los demás. Todo el santo día lo pasaba este hombre en la casa de mi vecina, bien haciendo un palacio de cartón para rifarlo, bien construyendo una jaula tan grande y complicada, que no se acababa nunca. Era un retrato del Escorial hecho en alambre. Sabía hacer composturas y tenía máquina de calar, con la que confeccionaba mil fruslerías de tabla, chapa y marfil, todo enmarañado y de mal gusto, frágil, inútil y jamás concluido.

Pero dejemos a Ponce y vengamos a mi discípulo. Era Manuel Peña de índole tan buena y de inteligencia tan despejada, que al punto comprendí no me costaría gran trabajo quitarle sus malas mañas. Estas provenían del hervor de la sangre, de la generosidad e instintos hidalgos del muchacho, del prurito de lo ideal que vigorosamente aparece en las almas jóvenes; de su temperamento entre nervioso y sanguíneo; de su admirable salud y buen humor, que le ponían a salvo de melancolías, y por último, de la vanidad juvenil que en él despertaban su hermosísima figura y agraciado rostro.

Mi complacencia era igual a la del escultor que recibe un perfecto trozo del mármol más fino para labrar una estatua. Desde el primer día conocí que inspiraba a mi discípulo no sólo respeto, sino simpatías; feliz circunstancia, pues no es verdadero maestro el que no se hace querer de sus alumnos, ni hay enseñanza posible sin la bendita amistad, que es el mejor conductor de ideas entre hombre y hombre.

Buen cuidado tuve al principio de no hablar a Manuel de estudios serios, y ni por casualidad le menté ninguna ciencia, ni menos filosofía, temeroso de que saliera escapado de mi despacho. Hablábamos de cosas comunes, de lo mismo que a él tanto le gustaba y yo había de combatir; obliguele a que se explicase con espontaneidad, mostrándome las facetas todas de su pensamiento, y yo al mismo tiempo, dando a aquellos asuntos su verdadero valor, procuraba presentarle el aspecto serio y trascendente que tienen todas las cosas humanas, por frívolas que parezcan.

De esta suerte las horas corrían, y a veces pasaba Manuel en mi casa la mayor parte del día. De las determinaciones de su espíritu me parecieron más débiles el concepto y la volición. En cambio noté que en la cooperación armónica de sus variadas actividades fundamentales, se determinaba con gran brío su espíritu como sentimiento, y eché de ver las ventajas que yo podía obtener cultivando aquella determinación en el terreno estético. Excelente plan. Sin vacilar ataqué por la brecha del arte la plaza de su ignorancia, seguro de que me facilitaría la entrada la imaginación, siempre traicionera y mal avenida con las penalidades de un largo asedio.

Principié mi obra por los poetas. ¡Lástima grande que el chico no supiera ni jota de latín, privándome de darle a conocer los tesoros de la poesía antigua! Confinados en nuestra lengua, la emprendimos con el Parnaso español, tan afortunadamente, que mi discípulo hallaba en nuestras conferencias vivísimo deleite. Yo le veía palidecer, inflamarse, reflejando en su cara la tristeza o el entusiasmo, según que leíamos y comentábamos este o el otro lírico, fray Luis de León, San Juan de la Cruz, o el enfático y ruidosísimo Herrera. Pocas indicaciones me bastaban al principio para hacerle comprender lo bueno, y bien pronto se adelantaba él a mi crítica con pasmoso acierto. Era artista, sentía ardientemente la belleza, y aun sabía apreciar los primores del estilo, a pesar de hallarse desposeído en absoluto de conocimientos gramaticales.

Más tarde estudiamos los poetas contemporáneos, y en poco tiempo se familiarizó con ellos. Su memoria era felicísima, y a lo mejor le sorprendía recitando con admirable sentido trozos de poemas modernos, de leyendas famosas y de composiciones ligeras o graves. Razón había para esperar que mi discípulo, que de tal modo se identificaba con la poesía, fuera también poeta. Cierto día me trajo con gran misterio unas quintillas; las leí, pero me parecieron tan malas, que le ordené no volviese a tutear a las musas en todos días de su vida, y que se mantuviera con ellas en aquel buen término de respeto y cariño que imposibilita la familiaridad. Yo le convencí de que no era de la familia, de que son cosas muy distintas sentir la belleza y expresarla, y él, sin ofensa de su amor propio, me prometió no volver a ocuparse de otros versos que de los ajenos.

Al comenzar nuestras conferencias me confesó ingenuamente que el Quijote le aburría; pero cuando dimos en él, después de bien estudiados los poetas, hallaba tal encanto en su lectura, que algunas veces le corrían las lágrimas del tanto reír; otras se compadecía del héroe con tanta vehemencia, que casi lloraba de pena y lástima. Decíame que por las noches se dormía pensando en los sublimes atrevimientos y amargas desdichas del gran caballero, y que al despertar por las mañanas le venían ideas de imitarle, saliendo ahí con un plato en la cabeza. Era que, por privilegio de su noble alma, había penetrado el profundo sentido del libro en que con más perfección están expresadas las grandezas y las debilidades del corazón humano.

Uno de los principales fines de mis lecciones debía ser enseñar a Manuel a expresarse por medio del lenguaje escrito, porque si en la conversación se producía bien y con soltura, escribiendo era una calamidad. Sus cartas daban risa. Usaba los giros más raros y la sintaxis más endiablada que puede imaginarse, y la pobreza de vocablos corría parejas en él con la carencia de criterio ortográfico. Conociendo que la teoría gramatical no le serviría de nada sin la práctica, combiné los dos sistemas, obligándole a copiar trozos escogidos, no de los antiguos, cuya imitación es nociva, sino de los modernos, como Jovellanos, Moratín, Mesonero, Larra y otros.

Y en tanto, para completar el estudio de la mañana, salíamos a pasear por las tardes, ejercitándonos de cuerpo y alma, porque a un tiempo caminábamos y aprendíamos. Esta es la eficaz enseñanza deambulatoria, que debiera llamarse peripatética, no por lo que tenga de aristotélica, sino de paseante. De todo hablábamos, de lo que veíamos y de lo que se nos ocurría. Los domingos íbamos al Museo del Prado, y allí nos extasiábamos viendo tanta maravilla. Al principio notaba yo cierto aturdimiento en la manera de apreciar de mi discípulo. Pero muy pronto su juicio adquirió pasmosa claridad, y el gusto de las artes plásticas se desarrolló potente en él como se había desarrollado el de los poetas. Me decía: «antes había venido yo muchas veces al Museo; pero no lo había visto hasta ahora».

Yo gustaba de enseñarle todo prácticamente usando ejemplos siempre que no tenía a mi disposición la realidad viva, esa consumada doctora que tiene por cátedra el mundo y por libros sus infinitos fenómenos. En la esfera moral, la experiencia ha hecho más adeptos que los sermones, y la desgracia más cristianos que el catecismo. Si quería imbuirle algún principio artístico, procuraba hacerlo delante de una obra de arte. En lo moral, empleaba apólogos y parábolas y hasta demostraciones materiales, y los fenómenos del orden físico los explicaba, siempre que podía, delante del fenómeno mismo. Esta era la parte más débil de mi pedagogía, porque, no poseyendo sino lo rudimentario, mis enseñanzas se concretaban a los hechos metereológicos, y a trazar de ligero, como quien corre sobre ascuas, la monografía del rayo, de la lluvia, de la nieve, con un poquito de arco iris y algunos pases de auroras boreales. No me gustaba mucho meterme en estas averiguaciones.

Yo era feliz con esta vida, y veía con gozo aumentar el afecto que me tenía mi discípulo. ¡Qué grandes victorias había alcanzado yo sobre sus voluntariedades, sobre las rebeldías y asperezas de su carácter! Pero de esto hablaré más adelante. Ahora, para que no se crea que en mi vida todo eran rosas, voy a hablar de algunas molestias y sinsabores, dando la preferencia a una persona, a un cínife que frecuentemente interrumpía la paz de mis estudios con sus visitas, y chupaba la sangre acuñada de mis bolsillos, después de zumbarme y marearme con insufrible charla y aguda trompetilla. Me refiero a la infeliz señora de García Grande, unida siempre en mi memoria al tierno recuerdo de mi madre, que inspirada de su inagotable bondad, me dejó este regalo, este censo, esta fastidiosa carga, contribución de sangre, dinero, tiempo y paciencia.