El album de retratos 1

El Museo Universal (1869)
El album de retratos 1


EL ALBUM DE RETRATOS.

No hace muchos dias, que, pasando por una de las calles más concurridas de esta capital, llamó mi atención á través de la vidriera, que servia de puerta de entrada á una prendería, un antiguo mueble de ébano con ricas y prolijas incrustaciones de plata y nácar. Llevado por mi afición á antigüedades, entré en la prendería y me puse á examinar detenidamente el curioso mueble. Pregunté ademas su precio, y viendo que por desgracia no se hallaba en relación con lo exiguo de mis recursos, iba ya á marcharme, cuando reparé en un álbum de retratos, que entre otros muchos objetos se encontraba sobre una mesa.

Nada habia en él que mereciese fijar la atención: forrado de oscuro tafilete y cerrado con broches de metal dorado, hallábase medio desencuadernado, y atestiguaba en lo ennegrecido de las tapas y en lo deslucido de los broches el mal trato que le habían dado, ó su largo tiempo de servicio.

Abríle y vi que contenia numerosos retratos, lo que no dejé dé extrañar, pues creí que sólo estaba á la venta aquella armazón tan vacía por dentro como gastada por fuera. ¿Cómo se encontraba allí expuesta á la curiosidad de los desocupados y á disposición de cualquiera que quisiera comprarla, aquella colección de imágenes de personas queridas para el antiguo dueño del álbum? ¿Habia muerto aquel ó se había extraviado éste?

No sé por qué, el recuerdo del gran naturalista Cuvier, que con un fragmento de hueso de algún animal antidiluviano sabia adivinar la forma y costumbres del mismo, se presentó á mi mente, y me entraron deseos de adquirir el álbum y adivinar hasta donde fuera posible, por medio de los retratos en él contenidos, la historia de su antiguo dueño. Pregunté por su precio, dijéronmelo, satisfícelo sin tardanza, y me alejé llevando bajo el brazo el álbum consabido, causándome de antemano gran contento la distracción que me prometía el descifrar aquella como charada ó logogrifo.

Una vez en mi casa y arrellanado en una butaca al lado de la chimenea, cogí el álbum; pero antes de abrirlo sentí un estraño escrúpulo por ir á penetrar con mi curiosidad fría é indiferente en los misterios de una vida y de un alma. Pero la curiosidad venció al escrúpulo, y puse sin mas tardanza manos á la obra.

El álbum era apaisado y ocupaban dos retratos cada una de sus páginas. Por su órden voy sencillamente á enumerarlos con las observaciones que la vista de cada uno me sugirió en aquel momento.

Figuraban en la primera página los retratos de una señora y un caballero de edad avanzada, de dulce y tranquilo rostro la primera, que debió ser en su juventud de no vulgar hermosura, y el segundo grave y entonado con la gravedad característica del que acostumbra administrar justicia severa é imparcialmente. El respeto á la ancianidad, demostrado en la colocación en primer término de estos dos retratos, parecióme desde luego tener visos de piedad filial, y no vacilé en creer que la respetable señora y el grave caballero en ellos representados debían ser punto por punto la madre y el padre del dueño del álbum, y nombré al último sin mas ni mas juez de primera instancia de algun partido importante.

¿Habría venido el hijo á estudiar leyes á Madrid? Tal fue la pregunta que se formuló en mi imaginación, pero volví la hoja, dejando para después el resolver aquella duda.

Seguían dos retratos, que indudablemente representaban una misma persona. Figurábase en el primero un niño como de seis años y la fotografía parecía reproduccion de un cuadro al óleo: el segundo copiaba la imagen de un joven de veinte años con ros, poncho y polainas y luciendo las insignias de teniente de infantería. En el rostro de aquel jóven, que era á no dudar el niño representado en el retrato anterior, se veia impresa esa sombra de melancolía, que parece enlutar el semblante de los condenados á morir en la flor de la juventud. Esa tristeza y el uniforme me hicieron pensar en la gloriosa cuanto sangrienta guerra de Africa, y me figuré, no sé si con fundamento, que el pobre teniente debia haber muerto en algún encuentro con los marroquíes. ¿Qué lazos le unían con nuestro desconocido protagonista? Cierta semejanza entre el oficial y el respetable señor juez de primera instancia me inclinaron á creer que el primero era hijo del segundo y por tanto hermano de nuestro héroe.

Más difícil me pareció precisar el parentesco que con éste tenia el original del siguiente retrato, en el que se veia un anciano, fuerte, lleno aun de salud y de vida y que debia poseer un carácter alegre y jovial, á juzgar por su fisonomía abierta y sonriente.

¿Era tío ó padrino del dueño del álbum? Tuve que quedarme con la duda.

Lo que desde luego saltaba á los ojos era que la linda niña, representada en la siguiente fotografía era hija del tio ó padrino mencionado. Si se fija la atención en los luminosos cabellos que sombrean el rostro y en la dulce sonrisa que le ilumina, aquella niña de catorce años es un ángel celeste; pero reparad en los ojos picarescos, traviesos, burlones, en la postura que demuestra la impaciencia cansada por tener que estar sin moverse, y os inclinareis á pensar que es un diablillo, un diablillo rubio, sonrosado, bullicioso, amante, lleno de travesura, de burla y de donaire.

Y esa mezcla de serafín y diablillo debia ser, si no prima, al menos compañera de juegos infantiles de nuestro héroe. Y ¿era posible que éste, al llegar á los diez y seis ó diez y ocho años, hubiese dejado de sentir por ella ese primer latido del corazón, que nos hace presentir los encantos, los tormentos del amor? Aquel retrato hizo aparecer ante mí todas las dulces niñerías del primer cariño, los suspiros apagados, las miradas de color de cielo, las sonrisas embriagadoras, las palabras entrecortadas, el rubor que quema el rostro, el primer beso cambiado al caer la tarde bajo la umbrosa arcada de una alameda de castaños ó a la orilla del mar. Aquel retrato habia sido dado en el momento de la despedida, cuando nuestro héroe dejaba su pueblo y venia á Madrid á estudiar leyes. Habia escuchado entonces ardientes juramentos de eterno amor, había sido cubierto de besos en los primeros dias de ausencia, pero después los estudios, el torbellino de la vida cortesana, los amigos, que sé yo qué mas, habían alejado un poco de la memoria la imágen cariñosa y burlona á un tiempo de la preciosa niña, que no en balde dice un refrán que amor de niño, agua en cestillo.

Seguían cuatro retratos, que tenían entre sí cierto aire de familia: una señora de treinta años con ese no sé qué en la cara que caracteriza á la viuda; un señor enjuto, apergaminado, que desde luego clasifiqué como solterón, que por egoísmo no ha tenido el valor de casarse: un nombre como de cuarenta años, fornido, de rostro atezado y curtido por el aire y el sol y vestido con ese desaliño, que distingue á los que se dedican á dirigir las faenas agrícolas; y por último, una anciana con todo el aire de las beatas que se pasan el día en la iglesia, se comen los santos, como vulgarmente se dice, y sólo piensan en la misa, y el sermón y la vigilia con abstinencia de carne y el rosario.

No podia dudarse que estos cuatro personajes eran parientes de nuestro héroe, pero de esos parientes que no dan frió ni calor, que se les ve de tarde en tarde y solamente en las grandes solemnidades de familia, nacimientos, matrimonios, fallecimientos, etc. Por lo visto el dueño del álbum era un jóven metódico y amante del órden; é induce á creerlo, el haber agrupado al principio de la colección de retratos todos los de sus parientes. Ese órden ha de facilitar mucho mis averiguaciones.

La fotografía siguiente era un grupo de cuatro jóvenes, sin duda cuatro amigos de nuestro héroe. Y ¿no pudiera hallarse éste entre ellos, ser uno de los cuatro? En efecto, uno de los jóvenes tiene parecido con el pobre oficial muerto en la guerra de Africa: además, los retratos individuales de los otros tres vienen á continuación, mientras el del cuarto no: todo induce á creer que el cuarto jóven es el dueño del álbum.

A juzgar por su figura es un muchacho sencillo y sin pretensiones, simpático y algo impresionable, mas bien rubio que moreno, mas bien pálido que de buen color, de ojos de un azul claro, en fin, ni feo ni bonito.

De los otros tres jóvenes del grupo, que sin duda tienen con nuestro héroe una de esas amistades intimas, que convierten á los amigos en inseparables, el de mas edad podrá tener treinta años y debe ser sin duda el Mentor de la Compañía; otro, que tendrá como nuestro héroe, veinte años, lleva toda la barba y parece por su fisonomía en estremo burlón y bromista; y el último, pollo imberbe de diez y siete ó diez y ocho años, es el Benjamín, el niño mimado de la banda.

Los retratos, por separado de estos tres amigos, seguían, como he dicho, al grupo indicado.

Venían después una porción de personajes, á los que no pude repartir un papel importante en la comedia ó drama de la vida de nuestro protagonista. Un teniente de artillería, muy espetado y grave en su elegante uniforme de gala: un individuó en mangas de camisa: un abogado, de toga, y escribiendo un alegato: un caballero, embozado hasta las cejas en su capa y calado el sombrero hasta las mismas: un señor cura, que sin gran trabajo podría creerse el encargado y banquero de nuestro héroe: un amigo y su hermana; y por último, dos jóvenes con caretas, petos, guantes y floretes.

El retrato siguiente era tan típico, de una fisonomía tan marcada y característica que no era posible equivocarse.

Todo el mundo hubiera reconocido, como yo en él, á la patrona de la casa de huéspedes, que servia de albergue en Madrid al hijo del señor juez. Y no era menos precisa y determinada la siguiente fotografía, tanto que nadie vacilaría en decir que la jóven, que representaba, era la hija de la mencionada patrona.

Esta hija de la patrona ya me da en qué pensar.

Sin duda el estudiante va perdiendo la inocencia que conservó en el hogar doméstico y va aprendiendo las miserias de la vida.

Sigue á la hija de la patrona un individuo vuelto de espaldas. Lo que es yo no me comprometo á reconocerle de ese modo.

En seguida viene un señor doctor en trage académico con el bonete laureado, la muceta, sobre ella la medalla de catedrático y la de una academia, y la severa toga. Y á continuación un grupo de licenciados, entre los que fácilmente se reconoce á nuestro protagonista.

No es preciso hacer un gran esfuerzo de imaginación para adivinar que el señor catedrático ha sido el padrino de grado de aquellas esperanzas en flor de nuestro foro. Cátate, pues, á Periquito hecho fraile, es decir, á nuestro héroe hecho todo un abogado.

Y con esto paréceme que hemos repasado hasta veinte y seis retratos, ó sea la mitad del álbum.

No sé por qué me imagino que hasta aquí el elemento femenino ha ocupado pequeña parte en la vida cortesana de nuestro héroe; amigos, condiscípulos,conocidos, tales son las fisonomías que nos ofrece el álbum. Sin duda no se había borrado aun por completo de la memoria del estudiante el recuerdo de aquel diablillo de catorce años, que había quedado en su pueblo: tal vez entre los trabajos escolares y el bullicio de las diversiones madrileñas se aparecía á nuestro jóven con frecuencia aquella cara entre burlona y llena de ternura, y presumo que habría como dice Éguilaz

papeles, que van y vienen,
quejas, que vienen y van.

Pero sigamos con nuestros retratos, y á las primeras de cambio nos tropezaremos, ocupando el número veinte y siete de aquella galería, con un señor, jefe superior de Administración, director general sin duda en algún ministerio.

Este señor me huele francamente á protector. Acaso en otro tiempo fue amigo ó condiscípulo del señor juez, y éste le recomienda ahora su hijo el flamante abogado para que que le proporcione una placita en su dirección.

Si abrigara alguna duda sobre el particular los retratos siguientes la disiparían al momento: todos ellos tienen un carácter tan burocrático, un aspecto tan oficinesco, que no vacilo en afirmar que el señor director general cumplió como bueno y antiguo amigo del respetable juez y colocó á nuestro protagonista. Lo que no puedo adivinar por el álbum es si el nuevo abogado sentó plaza con 6, 8, 10, 12 ó 14,000 reales de sueldo: confieso que mi perspicacia no llega á ese extremo.

Pero hablaba de los compañeros de oficina de nuestro héroe y los cinco retratos que clasifiqué como tales eran otros tantos tipos oficinescos. El primero era la vera efigies del empleado antiguo rutinario, inútil por completo sacándole de sus fórmulas cancillerescas y adorador de las sutilezas del espendiente o mas minucioso: el segundo era una figura inteligente y espresiva, que debía corresponder á un empleado de buenos estudios universitarios que utilizaba luego dignamente su talento, siendo el alma de su oficina: seguía después el pollo insulso, que ha ganado á duras penas el título de licenciado, que sienta luego plaza con 12 ó 14,000 reales, que va únicamente á la oficina á leer la Gaceta, murmurar de los jefes con sus compañeros y fumar cigarrillos ó escribir á su novia, dejando que desempeñe su negociado el escribiente á sus órdenes. Escribiente dije, pues, dos notables ejemplares de este tipo eran los dos retratos siguientes, atildado y pulido el uno, con la melena muy bien rizada, el naciente bigote bien arreglado y dado de cosmético y oliendo, en fin, á gacetillero á diez leguas á la redonda; el otro por el contrario, hombre ya de edad, seco, macilento y mal perjelado.

Enrique Fernández Iturralde

(Se continuará)

[Ver: El album de retratos 2]