El agrimensor
El agrimensor
editarSe ha juntado la comitiva al pie de un mojón que viene a ser el esquinero de tres campos, lo que facilita la tarea. El estanciero, cuyo campo se va a mensurar, no tiene todavía mayor lujo en el establecimiento: un rancho primitivo y un galpón con techo de paja, son las únicas poblaciones que, hasta entonces, haya querido hacer; pero ha podido poner a disposición del agrimensor un carricoche a toda prueba, capaz de resistir los más terribles socotrocos, entre las cortaderas quemadas.
El mojón solitario, un riel fuera de uso, acostumbrado desde varios años a no recibir más visitas que las interesadas de las aves de rapiña, que sentadas en su punta, espían silenciosamente la presa que les pueda reservar la casualidad, y de las vacas que, regalonas, y sin nunca darle las gracias, se refriegan voluptuosamente las paletas y el pescuezo en sus filos romos, ve con cierta sorpresa, juntarse tanta gente alrededor suyo. Se acuerda que así fue, cuando lo plantaron.
Ahí están los vecinos, llamados oficialmente a presenciar la operación, para que hagan en forma las protestas que de ella puedan surgir. Más que todo, es, para ellos, ocasión de pasar el día juntos, en agradable charla, de conocer mejor por donde pasa la línea exacta de cada campo, de recorrer los mojones ya colocados y de ver plantar los nuevos.
El agrimensor, después de las presentaciones, dispone su teodolito, estudia el horizonte, toma algunos apuntes, hace cálculos, traza en su cartera pequeños signos cabalísticos, mira con atención en el anteojo, da vuelta a los tornillos, los baja, los sube, vuelve a escribir, todo en medio del más respetuoso silencio, interrumpido a ratos por los gritos de un chimango, que trata de hacer notar a esa gente que tarda mucho en devolverle su asiento.
El hombre, entregado a una tarea práctica de ciencia, por modesto que sea, siempre parece pontificar un poco, rodeado de gente ignorante que lo mira y forzosamente extraña que gestos que no entiende, puedan resultar útiles. El dueño del campo, arrobado en la contemplación de estos preliminares, algo solemnes para él, que los costea, queda ahí, de pie, inmóvil, las manos cruzadas, teniendo del cabestro el caballo, como esperando órdenes, la fisonomía seria, las cejas fruncidas, la boca hecha geta, y los ojos como adormecidos por la misma acuidad del interés con que los contempla, sin entender. Por fin, el agrimensor dispone que salgan peones a fijar la línea que va a recorrer él con la cadena, y tres o cuatro de ellos disparan a galope tendido, en la dirección que se les indica. Entre las quebraduras del terreno, desaparecen a ratos, y vuelven a aparecer; se destacan sus siluetas, en la punta de algún médano, dando al campo una animación inusitada; y basta para romper la monotonía del cielo azul intenso y realzar el tinte verdoso de la pradera, la alegre nota colorada de las banderitas punzó que corren. Colocados en su lugar los jalones, empieza el largo y fastidioso trabajo de la cadena y la colocación de los mojones.
La ubicación de estos no deja, en ciertos casos, de ser harto delicada. En las regiones desiertas, el agrimensor que primero mide, coloca sus mojones sin más control que sus propios cálculos, basados en indicaciones geográficas algo vagas y, a veces, en datos oficiales más vagos todavía, y su mensura, correcta o no, una vez oficialmente aprobada, será, durante muchos años, artículo de fe, y como tal, base tanto más inquebrantable de todas las que sigan, cuanto más errónea sea.
El mojón, oficialmente colocado, estaquita de madera blanca, con chapa de lata numerada, que se pudre y se pierde, o poste de ñandubay, con que los boleadores hacen fuego, o simple hoyo en la tierra, que las vacas y el viento vuelven a tapar, tendrá que ser respetado, si se encuentra, aunque esté equivocado su sitio, como si hubiera sido realmente puesto y consagrado por el mismo dios Término. Y si, por un descuido del agrimensor, ha sido ligeramente torcida la línea, quitándole al vecino algunas hectáreas, se quedará, no más, sin ellas, el vecino, fuera de que quiera meterse en inacabable pleito, lo que sólo sería admisible en caso de que la casualidad quisiera que cayese, ahí mismo, una estación importante de ferrocarril, embrión de alguna ciudad futura.
No se vaya el perjudicado a indignar demasiado por los errores; fácilmente se explican, y es de extrañar que no hayan sido más frecuentes, sabiendo en qué clase de títulos de propiedad se tenían que apoyar los pilotos marinos, únicos agrimensores de antaño, para hacer sus mensuras. La fórmula: «media legua de frente al arroyo tal, por legua y media de fondo,» hubiera sido de relativa claridad, de no haber sido, a veces, otorgada a favor de muchísimas más personas de lo que tenía el arroyo aludido, de medias leguas de frente; pero se solía complicar el asunto, cuando, con este tono de majestuosa brutalidad de conquistador, en que están empapadas las leyes de Indias, agregaba el título: «hasta que topare con quien topare.» ¡De qué fondo lo podía armar al favorecido con semejante título, un agrimensor de buena voluntad!
Particularmente en el norte de la Provincia de Buenos Aires, algunas mensuras han sido de extrema dificultad, y se comprende que después de haber medido quince leguas cuadradas, comprendidas entre cuarenta y dos costados, unos de varios kilómetros, otros de pocos metros, temblase el agrimensor, al sacar el último ángulo, que le debía dar la comprobación final de la exactitud del resultado.
Era, por lo demás, puro amor propio de profesional, pues el valor de aquellos campos era entonces tan nimio ¡mil pesos papel la legua! (ahora, medio siglo después, vale medio millón de pesos nacionales;) a pesar de que, el comprador se había hecho tratar de loco por sus amigos.
Hoy, abundan las mensuras pequeñas, de áreas cada vez más diminutas, por particiones de herencias, división de colonias, etc., pero tampoco faltan las de centenares de leguas, por cuenta del Gobierno Nacional, bajo los climas más diversos, donde tiene amplio campo el agrimensor moderno, para probar que no desmerece de sus antepasados, y que lo mismo sabe soportar los ardores del sol tropical y los mosquitos del Chaco, como las nevadas de la Cordillera, los fríos y los ventarrones de la pampa patagónica.
Sus instrumentos serán perfeccionados, algo más completos sus medios de acción y más confortable su indumentaria; no necesitará salir en coche, de la misma capital, para ir a treinta leguas, por caminos deshechos, para cualquier mensura; pero si el tren, descansadamente, lo lleva a mil quinientos kilómetros de la ciudad, no por esto deja de tener que hacer, por caminos que no existen, travesías peligrosas por la falta le todo recurso, principalmente de agua, durante decenas de leguas, a veces. Hay mucho paño todavía en que cortar, y colocación para muchos miles de los mojones de fierro en forma de tubo, que hoy se emplean, porque son livianos y resistentes, y que no pueden servir de combustible.
Lo mismo que antes, poco se enriquece el agrimensor con su oficio; pero lo mismo que antes, si quiere y puede colocar dinero en campos, está, más que nadie, en condiciones de no equivocarse sobre la calidad de lo que compre, pues nada enseña a conocer lo que es tierra, como el pisarla con el pie, durante leguas y leguas, resbalando, paso a paso, sobre las mil clases de pastos que cubren las diferentes comarcas de la República.
De cualquier modo, tiene que ser rica en recuerdos, la memoria del agrimensor, pues el que no ha tenido alguna ocasión de morirse de sed, de hambre o de frío, no puede decir que haya hecho mensura de cuenta.
En otros tiempos, también tenían que contar con los indios; pues, a pesar de la reserva prudente, en que los hubiera podido, por un momento, detener, la creencia de que el teodolito era un cañón, y lanzas, las cañas con banderitas, estos eran un verdadero y terrible peligro.
Seguir la cadena durante año y medio, plantando estacas y colocando mojones, para repartir en lotes de cuatro, cuatrocientas leguas en el Chaco, sin poder hacer más que un kilómetro por día, en término medio, por tener que abrir casi constantemente, picadas entre fachinales y montes, o cruzar terrenos pantanosos, cocido por el sol y devorado por la sabandija, representa, sin duda, una empresa más costosa y trabajosa que agradable.
Y tiene el agrimensor, a pesar de la suma respetable recibida para semejante trabajo, que medirla bien y no perder tiempo, una vez en el terreno, si quiere que algo le quede para su trabajo personal, pues es fácil figurarse lo que tendrá que invertir en medios de transporte, en elementos de trabajo, en peones y en mantención, durante tanto tiempo, y en semejantes regiones.
No le faltarán, es cierto, compensaciones de orden pintoresco, ni momentos sensacionales, capaces de dejarle inolvidables recuerdos, por ejemplo, el instante feliz en que después de sufrir de la sed, durante dos días enteros, divisarán los peones un charquito de agua límpida y transparente, en la cual, en medio de aclamaciones de loca alegría, echarán, antes que se haya podido contener el ímpetu de esa gente entusiasta, toda la tropilla, para que tome agua. Y cuando el agrimensor que viene por detrás, en una volantita, llega, él también, con terribles ganas de beber, no tiene más remedio que renegar con los estúpidos, y contentarse con el agua atrozmente removida, enturbiada y conculcada por toda la caballada, filtrada, Dios sabe como, en pañuelos.
Pero, tendrá a veces, después de andar todo el día, sin haber encontrado nada que comer, la suerte de que le regalen en algún puesto, donde justamente se acabó la carne, una sandía o dos, para él y su gente, ¿y de qué se quejaría, teniendo postre?
¡Que pene, que pene! mientras está joven y fuerte. Le llegará el día de poder, sin más trabajo que autorizar con su firma mensuras ajenas, ganar más plata en un mes, que antes, en un año, sufriendo mil penurias; lo mismo, al fin y al cabo, que en tantos oficios, en los cuales gana poco el que hace, y mucho el que dirige.
¿Y no valdrá nada acaso el goce del recuerdo? El recuerdo de la dicha, muchas veces, es un dolor; pero el de los sufrimientos materiales valientemente soportados, en la juventud, es el consuelo de la vejez impotente, el rayo de luz que matiza de alegría las tristezas del invierno de la vida.