El agregado
El agregado
editarEl mayordomo de «Laguna Honda» continuamente lo retaba a don Pedro Linares, porque admitía agregados en su puesto, asegurándole que, el día menos pensado, iba a quedar comprometido por esa gente dañina, en sus intereses o en su familia. En vano: no podía don Pedro decidirse a cerrar la puerta de su pobre rancho al paisano que le pedía hospitalidad; y ni siquiera le preguntaba de donde venía, ni adonde iba, sabedor, como lo era, de que todos venían de todas partes y no iban a ninguna.
A todos les daba licencia, previniéndoles, -eso sí- que el día siguiente, se tenían que ir. Uno que otro acataba la indicación; pero muchos, con algún pretexto, sabían dejar pasar los días, sin que Linares, mientras no asomaba por allí el mayordomo, tuviera el valor de renunciar a lo que le parecía, más que un deber, noble prerrogativa de la pobreza: ayudar a más pobre que sí. Se sentía orgulloso, cuando algún desconocido le venía a decir, con toda ingenuidad: «Don Pedro, me encuentro fregado; y he pensado en Vd. -Gracias, amigo, contestaba él. Bájese y desensille.»
Y no era poca tarea, pues había cundido, entre la gente vaga, su fama de hombre bueno, y le sobraban clientes. No faltan vagos en la Pampa...
Hay estancias en formación, hay tropas que van y vienen, hay trabajos de rodeo; en las esquilas, escasean las tijeras; se requiere gente para levantar ranchos; hasta se buscan puesteros; para domar potros, como para segar pasto y cuidar ovejas, para todo, faltan los brazos y las buenas voluntades; pero ni los trabajos más apropiados a su modo de vivir, a sus gustos y a sus aptitudes, lo seducen al gaucho que ha guardado en sus venas la sangre nómada de sus antepasados.
Nace uno andariego en la Pampa, como nace marino el isleño.
Tener uno por delante la Pampa abierta, y a mano, el caballo, y no correr por ella, sería como tener por delante el mar, con la barca que se mece, bajo la vela medio recogida, que tan lindamente solicita el viento, sin echarse a navegar.
Si de las olvidadas generaciones de piratas que saqueaban las costas del mar, a los siglos, todavía nacen aventureros, ¿cómo no saldrían de los nómadas que cruzaban, hace poco, la llanura, pampeanos atorrantes, gauchos refractarios a toda disciplina, locos de independencia?
Tener por toda fortuna, en un mancarrón ajeno, un recado de mala muerte; a veces, un poncho, un tirador y un cuchillo, con las piezas de ropa indispensables para poder, cuando se ofrece, estar entre la gente; no poseer otra cosa, en el mundo, ni querer poseerla; no tener hogar, ni siquiera querencia, para vivir más libre; desconocer todo vínculo, hasta los de familia, de amistad y de interés; estar hoy aquí, mañana allá; vagar entre la costa del mar y la cordillera, entre los áridos desiertos del sur y los campos fértiles del norte; tener la pampa entera por casa, el cielo por techo, la tierra por cama; gozar con oír, tendido de espaldas en el recado, al reparo de las pajas espesas y altas que lo atajan, silbar el viento furioso, que pasa por encima y por los costados del abrigo improvisado, sin poder penetrar en él; evitar las reuniones numerosas, fuentes siempre de peligros y de compromisos; sin ser perseguido, huir de las autoridades, protectoras natas de la riqueza que las mantiene, contra todo pobre que no sea su esclavo ciego; someterse al trabajo, sólo en casos de imperiosa necesidad, por poco tiempo, y por un precio tanto mayor cuanto son menores las ganas que se tiene de hacerlo; conocer en todos sus recovecos, la llanura inmensa; poder ir, en línea recta, a cualquier punto de cualquier comarca; saber las costumbres de cuantas alimañas puede haber en la Pampa, para evitarlas o aprovecharlas, según el caso; entender el idioma de los animales y de las cosas, de la tierra y del pasto, de las estrellas y de las nubes, del sol y del viento; saber pasarlo vagando; sin llamar sobre sí la atención de la policía, tener la memoria del lugar de donde se ha sacado el último caballo, para evitar de volver allí con él; vivir de lo que cae, sin ser delicado, pues, generalmente, vendría mal al caso, el quejarse al dueño, de que sus animales están flacos; y de vez en cuando, agregarse, para invernar, en algún rancho hospitalario, para permitir que se componga el flete, o descansar de alguna temporada de mucha miseria, tal es todavía la vida de más de un gaucho errante en la Pampa lejana; y tal era la de don Matías... nunca se supo de qué.
Él no pidió hospitalidad a don Pedro Linares; le pidió sólo un jarro de agua. Se lo dieron. Pero dejó entender que no le hubiera desagradado un mate, y no se hizo rogar para apearse. Le bastó, después, una vaga indicación, para ir a desensillar y soltar el caballo mancado, frente al rancho. Y una vez instalado, se mostró muy hombre de mundo con la señora y las hijas de don Pedro Linares, conversador interesante y discreto, conocedor de todos los palenques, a veinte leguas y más al rededor, pudiendo dar entradas y salidas seguras sobre las obras y milagros de cualquiera de las familias vecinas, en el mismo radio, por lo menos; servicial y dispuesto a ayudar en cualquier trabajito casero, amable, risueño, decidor; ¡lo más simpático!
Y cuando, el día siguiente, al amanecer, ensilló, para ir, según aseguró, en busca de trabajo, hubo frases de sentimiento y ofrecimientos recíprocos.
A la tarde, volvió. No había encontrado trabajo.
La verdad era que, gracias a los mates y al churrasco, con que lo habían convidado por la mañana, pudo pasar todo el día, vagando por el campo o durmiendo entre las pajas; y como la casa de don Pedro Linares le había parecido un albergue superior y completo, para pasar la mala estación, había resuelto pegarse en ella sin hacerse sentir, como bichuca en hombre dormido.
Traía dos mulitas para comer, y una lagarta grande y gorda, cuya grasa sacó y regaló a la señora de Linares, precioso remedio para muchas dolencias; dándole a una de las hijas mozas los anillos de la cola, preservativo seguro, como lo sabe cualquiera, contra las picaduras de víbora.
Durante varios días, hizo lo mismo, desapareciendo por la mañana, volviendo a la tarde; espiándole las mañas al personal de la estancia, hasta saber mejor que el mismo capataz, cuando iba el mayordomo a caer por el puesto de Linares.
Pudo entonces vivir sin inquietud, volviéndose, de nómada, casero. Pasaba los días trenzando bozales y riendas; cortaba leña en el corral; ayudaba a don Pedro a carnear o a curar las ovejas; prendía el fuego para la señora, cebaba mate; y también dormía, comía, criaba panza.
Pero cuando, pasados los fríos, se acercó la esquila, y que tanto sobró el trabajo, por todas partes, que no cupo ya pretexto para no encontrar ocupación, sucedió que una madrugada, don Pedro Linares extrañó no encontrar, dormido en la cocina, a don Matías... nunca se supo de qué, ni el recado que le había prestado.
Al recoger la manada, vio que le faltaba su mejor caballo; del ropero, había desaparecido su poncho de paño, casi flamante. El día siguiente buscó, sin poderlo hallar, su cuchillo de vaina y cabo de plata; y algún tiempo después, supo por la señora, que una de sus hijas estaba embarazada.