El Tempe Argentino: 34
Capítulo XXXII
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Las sombras y el silencio de la noche habían sucedido a la agitación y al bullicio; más luego una suave claridad ilumina de nuevo los objetos; era la plácida luz de la luna en toda la plenitud de su esplendor. Las aguas tranquilas del Tempe resplandecían como ríos de plata líquida fluyendo de los senos misteriosos de sus bosques. ¡Cuán delicioso es navegar por estos frondosos riachuelos, en una noche serena, a la luz argentada de la luna! ¡Oh, cuánto, en la edad juvenil, cuánto se enajena el alma al contemplarla, transportándonos al ideal de nuestros primeros sueños de ventura! Y después que el tiempo ha descorrido el velo de las dulces ilusiones, todavía su luz apacible nos infunde la calma y nos inspira al recogimiento.
Nuestra barquilla ha penetrado por una abra espaciosa, cuyas márgenes no se ven sino como dos fajas uniformes y sombrías. En la una y en la otra innumerables luciérnagas hacen centellear como relámpagos sus doradas luces fosfóricas. Una aura fresca y perfumada templa el calor sin rizar la tersa superficie de las aguas que nos muestran en su espejo el firmamento. La chalana boga por el medio del ancho río. Bajo de nuestros pies miramos el cielo y las estrellas; la embarcación parece suspendida en el espacio inmensurable, circundada de los astros. Bosques, islas, aguas, todos los objetos terrestres han desaparecido de nuestra vista, que sólo contempla en derredor la bóveda estrellada del firmamento.
¿Qué son las grandezas de la creación terrestre en parangón con los portentos de la creación del firmamento? ¡Espectáculo grandioso y sublime! ¡Espacio sin limites, en cuya insondable inmensidad encuentra el alma algo que está en armonía con el sentimiento vago, pero indeleble, de eternidad y perfección que la impele a la aspiración de lo infinito.
La imaginación se pierde en esa extensión inmensa del universo, poblada de innumerables mundos, entre los que no es más que una estrella nuestro sol, de más de un millón de leguas de circunsferencia, acompañado de nuestro globo y demás planetas que hacen sus revoluciones dentro de un espacio de dos mil y doscientos millones de leguas. ¡Y a esta vasta esfera, que abarca nuestro sistema planetario, la separa de los demás mundos un asombroso vacío! Se mide por millones de millones de leguas la distancia de la más próxima estrella; y cada una es un sol que no cede en magnitud a nuestro sol; y cada una de ellas dista tanto de las demás como de nosotros.
Y cuando se reflexiona que el telescopio ha descubierto muchos millones de estrellas, consideradas como otros tantos soles con sus sistemas planetarios; y que millones de mundos no son sino las orillas de la creación, porque si pudiéramos llegar al más lejano, divisaríamos desde allí nuevos abismos del espacio, sembrado de otras miriadas de estrellas, de otros mundos sin número y sin que más allá pudiésemos alcanzar los límites de la fábrica del universo... ¡Oh Dios! ¿quién puede comprender la inmensidad de tu sabiduría y tu poder? ¿Quién puede penetrar en lo infinito de tus obras?
¿Y qué seres pueblan esos astros innumerables? ¡Qué infinita variedad de criaturas gozarán de la vida en esa serie interminable de mundos! Si en el breve espacio del globo terráqueo, si en este átomo del universo es tan variada y admirable la creación, ¿qué será en la infinidad de las esferas creadas por el Omnipotente para prodigar los beneficios de su infinita munificencia?
El astro que nos alumbra es a su vez arrebatado hacia un centro desconocido. La ciencia ha descubierto que el sol gira por una órbita ignorada, llevando en pos de sí todos los planetas de su séquito. ¿Habrá algún astro más poderoso allá en las profundidades del espacio, que por planetas tenga sistemas enteros de mundos? ¿Y no será ese mismo astro poderoso, atraído junto con sus mundos, por otro astro superior, y así sucesivamente hasta llegar al primer centro de atracción de lo creado? Se desarrolla ante mi espíritu un sistema de sistemas de mundos, cada vez más vasto, cuyos límites no alcanza mi razón, y cuyo primer móvil será ¡quién sabe! el mismo Creador. Mi mente se confunde. Abrumado y perdido en las oscuras regiones de lo infinito, callo y adoro el Increado.
Los cielos manifiestan su gloria y ostentan su sabiduría y su poder; sólo él podrá hacernos comprender las maravillas de sus obras; sólo él podrá manifestarnos los misterios de la creación. ¡Oh Dios mío! ¡Oh mi Creador! mi alma, ansiosa de la verdad, ve en tí la fuente de toda sabiduría; mi alma, sedienta de felicidad y de vida, ve en tí la fuente de la beatitud y la inmortalidad. ¡Quién pudiera llegar a tí para saciar estas aspiraciones imprescindibles, a las cuales nada puede satisfacer sobre la tierra!
Más allá de esta ciencia llena de ignorancia; más allá de estos goces tan mezclados de amarguras; más allá de esta breve existencia está el término incomprensible de nuestras innatas aspiraciones, como hay un centro para cada planeta y cada mundo. Dios es el centro invisible que atrae nuestras almas por medio de las tendencias indelebles que en ellas imprimió como en los astros. Cualquiera que sea la naturaleza de mi alma, es un ser inmortal, y tengo la firme esperanza de que ha de gozar en otra vida mejor, toda la felicidad a que aspira.
Aquel que todo lo creó, y gobierna los mundos desde su excelsa gloria, ¿no dirigirá también a la familia humana al término de su anhelo por la paz y la ventura? ¿Hallará o no el género humano ese centro desconocido, esa estrella invisible que ha buscado al través de los siglos, para entrar como todos los astros del firmamento en la órbita del orden y de la armonía universal? ¡Qué sublime es la religión que santifica estas esperanzas, y las vigoriza con la fe, y nos inspira la caridad, para hacernos dignos de nuestro glorioso destino!
¡Qué satisfacción y qué alborozo para una alma elevada, el pensar que sobre las ruinas de todas las potestades del orbe, se levantará a la voz del Salvador una soberanía, única e indestructible, en una sociedad universal, que realizará todas nuestras ideas de orden, de justicia, de unión, de amor y de felicidad; que será el fin de todo progreso y el principio de una armonía inalterable, semejante a la del portentoso conjunto del universo!
¡Ved ahí cómo la sociedad, por el carácter divino y por los altos destinos que le da el cristianismo, es un objeto grandioso y augusto, digno de todos los sacrificios y de toda la veneración de los hombres! ¡Oh verdades eternas, sin las cuales sería un misterio impenetrable la naturaleza humana! ¡Oh divina Religión! sólo el que tiene profundamente grabada en su corazón tu sublime y consoladora doctrina, es el que conoce nuestra verdadera misión aquí en el suelo, y el verdadero valor de las cosas terrenales. Sólo en su alma, el amor a los hombres, el amor al bien público, es un sentimiento que lo hace abrazar con entusiasmo todas las ocasiones de ser útil a sus semejantes, que le hace repeler todos los movimientos egoístas del interés personal; que le imprime no sé qué de grande, de santo y heroico, que lo asemeja al mismo Dios, haciéndolo digno de ser venerado en los altares.
Una fe divina, una esperanza que acalla todas las inquietudes, todas las aspiraciones y ansiedades del alma humana, nos muestra un mundo resplandeciente y glorioso más allá de este mundo, una vida inmortal más allá de esta vida perecedera; una perfección celestial superior a toda perfección humana; una felicidad más grande, más verdadera que cuanto se puede imaginar sobre la tierra; y que nos persuade que los mismos males que sufrimos son para nuestro propio bien. ¿Qué son entonces los trabajos, las angustias, los dolores? ¿qué son todos los pesares de la vida, comparados con una bienaventuranza superior a todas las alegrías y goces imaginables, y de una duración que se prolongará de siglo en siglo eternamente?
Que nos cerquen los peligros; que nos abrumen los males; bendeciremos como Job a la Divina Providencia; y si ya nos rodean las sombras de la muerte... ahí está Dios que nos sostiene; que quiere recibirnos en su seno; que nos llama a la patria celestial, donde nos encontraremos, padres, hijos, hermanos, esposos, amigos, reunidos en una sociedad bienaventurada que subsistirá en la inmensidad de los siglos eternos.
¿Quién soportaría la idea de que un inocente pueda morir en el oprobio y en los suplicios, y que esta pobre alma no sea recibida por su creador?" ¡Vida futura! ¡oh última palabra de la ciencia humana! ¡oh dulce esperanza! ¡oh santa creencia! ¿podríamos sin tí comprender el mundo, y podríamos sin tí soportarlo?
Si el justo recibe acá, por recompensa de los hombres, la ingratitud, las persecuciones, la calumnia, la infamia, no importa, él beberá como Jesús el cáliz de la amargura, y esperará. El no mira el instante de la muerte como el de sus últimas relaciones con los hombres, ¡no! él lleva, con la fe de la inmortalidad, la gozosa certidumbre de que, desde la mansión de los cielos verá fructificar sobre la tierra la semiente de sus buenas obras, él lleva también la dulce esperanza de que llegada la época feliz en que sea conducida la gran familia humana a la perfección y a la perpetuidad, morará con todos los buenos en el reino de la felicidad, el cual no tendrá fin.
¡Sublimes pensamientos! transportes inefables los de una alma que se siente formada para ser eterna, y que, elevándose sobre la tosca envoltura que la sujeta, y sobre las pequeñeces de esta vida, se engolfa en la deliciosa contemplación de su glorioso porvenir.