El Tempe Argentino: 33

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


Capítulo XXXI editar

A la caída de la tarde


Era una hermosa tarde de verano, en uno de los arroyos más frondosos de nuestro Tempe, donde todavía la naturaleza no había sido despojada de sus inimitables atavíos. El río rebosaba, precipitándose por los arroyuelos a refrescar el seno de las islas. Los árboles con sus frutos y las lianas con sus flores, vivamente retratados en el agua, añadían a la natural belleza del arroyo el nuevo atractivo que se encuentra siempre en la armonía de las formas gemelas.

¡Qué banquete tan espléndido el que la naturaleza ofrecía a todos los vivientes, en aquellas frutas delicadas, de las más apetecidas en todo el mundo, derramadas allí con profusión!

Bosques interminables de durazneros silvestres orillan los canales, encorvándose hasta el agua, cargados de melocotones maduros que no ceden en tamaño, en sabor, en fragancia ni en colorido, a las más peregrinas variedades obtenidas por el cultivo. Los costeros, los carapachayos, y todos los que viven o se ocupan en las islas, hombres, mujeres y niños, en fin, todos los que tienen una pequeña barca, todos suspenden sus habituales trabajos, para aprovecharse de esta cosecha gratuita e inagotable. Se emplean millares de embarcaciones en el transporte de los duraznos a los pueblos de las costas del Plata, del Paraná y del Uruguay. Durante los dos meses de la temporada de la fruta el canal de la villa de San Fernando se convierte en una feria incesante, donde día por día entran numerosos cargamentos de duraznos, y salen centenares de carretas y carros que llevan a granel la sazonada fruta para la ciudad de Buenos Aires y toda la campaña. Y a pesar de este inmenso consumo, suele ser tan excesiva la abundancia, que a veces, en el puerto no vale más de medio peso fuerte toda la cantidad de melocotones que puede cargar un hombre.

También nosotros habíamos escogido algunos de los más hermosos en los duraznales del Tempe Argentino y tratábamos de regresar, aprovechando la bajante y la frescura de la noche. Al ponerse el sol emprendimos nuestra marcha. Liviana la canoa, y diestro el remero, pronto empezamos a dejar atrás todos los barcos que cargados de fruta, de borda a borda, se dirigían al canal como nosotros.

Desde que entramos en uno de los brazos principales, íbamos alcanzando los buques que venían del interior de los ríos con sus altas trojas de maderas, carbón, cuerambre y demás frutos del país. Por no exponerse a naufragar en la travesía del río de la Plata, se dirigen al Puerto nuevo de San Fernando, donde, tienen que alijar para continuar su viaje hasta Buenos Aires, a veces con muchos días de espera, sufriendo el comercio y la industria el gravamen que es consiguiente.

Mi espíritu se angustiaba con estas reflexiones como siempre que dirijo mi consideración sobre los males de la sociedad humana; pero la naturaleza instantáneamente recobró sus derechos sobre mi corazón, llamando mi atención hacia uno de sus más esplendentes espectáculos.

De repente, al transponer de la punta de un bosque, hiere mis ojos un luminoso disco de oro; era el sol en su ocaso. Yo contemplaba absorto la sublime hermosura de los cielos en aquel conjunto armonioso de luz, de colores y de formas. Como si una emanación celestial penetrara todo mi ser, me anegaba en inefable dulzuras.

El sol no irradiaba ya un calor ardiente; su luz no ofusca nuestra vista; ya no es sino un globo de oro, cuyo limbo toca el borde aparente de la tierra. Magnífico y despojado de sus rayos, parece un nuevo astro, más grandioso y bello que cuando resplandece en el meridiano. Brillantes nubes nacaradas le componen un magnífico dosel, desplegándose con las formas más graciosas, teñidas de púrpura y azul, contorneadas por un filete de oro, diáfano y luciente. La cortina del gran dosel, es del más subido escarlata en torno del sol, y pasando por los matices intermedios, siguen el morado y al jacinto, confundiéndose al fin con el límpido azul celeste de nuestro cielo.

Es inútil que me detenga a describir un espectáculo de belleza y magnificencia tal, que no hay símil que no le sea inferior, y tan diversificado, que no había momento en que no presentara un nuevo aspecto, ostentando nuevas armonías de formas, de tintas y de luces, desde que el sol llegó al horizonte hasta que se acabó de ocultar de nuestra vista. Solamente me propongo excitar la curiosidad de los que visitan nuestran islas; porque desde los canales del delta, es de donde se debe contemplar la puesta del sol en toda su belleza. El aire transparente y puro de esta vasta llanura, donde no hay polvo ni vapores que puedan empañar la atmósfera, hace más perceptibles los fenómenos de la luz y los más delicados juegos de los suaves contornos de las nubes.

Nuestra atención se dirige a los objetos que nos rodean, atraída por el ruido del aire agitado por las alas de las aves que eligen la caída de la tarde para retirarse a su acostumbrado asilo. Por donde quiera que se dirija la vista se descubren bandadas de diferentes especies, siguiendo todas la misma dirección del centro del delta. Las unas vuelan apiñadas y en desorden, en forma de nublados, tales son las palomas, los tordos, los jilgueros y las cotorras bulliciosas; otras van en hileras ordenadas, como las vandurrias, los patos, los cisnes de cuello negro, y los flamencos de alas de fuego; vuelan solitarios acá y allá las águilas, los halcones, los caracaraes, las cigüeñas, los toyuyúes y las garzas color de rosa. El zorzal, el piririguá, el bienteveo, la calandria y tantas otras avecitas se cruzan por todas partes, en busca de sus nidos, haciendo resonar los ecos del bosque con sus mutuos reclamos.

Los peces entran en cardúmenes a disfrutar del gran festín y se precipitan por los arroyuelos para tomar su parte en el suelo sembrado de melocotones, ahora cubierto por la marea. Bien se conoce su premura y muchedumbre en el escarceo de las aguas y en sus frecuentes brincos y colazos. El dorado que no quiere sugetarse al régimen frugívoro, salta a veces sobre el agua tras su presa, luciendo sus escamas cubiertas de oropel.

La entrada de la noche es la hora en que más se difunden los olores. Abren las flores su cálices al relente y a las brisas de la tarde, y radiosas parecen dar al sol un tierno adiós exhalando sus más suaves perfumes. El mirto, cuyo solo nombre expande nuestros pechos con dulcísimos recuerdos; el siempre verde mirto, delicado y elegante, todo lo llena con su exquisita fragancia, que trasciende entre los demás aromas, como la pasión de que es emblema domina sobre todas las pasiones. ¡Con qué delicia se respira, a la caída de la tarde, el aire embalsamado de las islas!

El sol se ha ocultado bajo el horizonte; las nubes han perdido sus galas y el cielo su esplendor; la débil luz del crepúsculo precede al manto oscuro de la noche. La meditación acompañada de un vago sentimiento de melancolía, ha reemplazado las efusiones de nuestro gozo.

El ocaso del sol, nos daría la imagen del ocaso de la existencia! Si la mañana de la vida es la época más placentera, ¿no es la tarde más tranquila y templada? El sol, cuando se pone, ¿no es tan bello y magnífico como cuando nace? Y ese sol, después de embellecer nuestro occidente, ¿no va a anunciar la aurora a otras regiones, dejándonos aquí los recuerdos de un hermoso día? Así el hombre, cuando se acerca al término de la vida, se goza en la calma de las pasiones; los inocentes placeres que encantaban su infancia vuelven entonces a regocijar su corazón; se ejercita en la práctica de las buenas obras; y cuando llega a su ocaso, para tranquilamente a un nuevo mundo, donde su existencia será perdurable y su dicha sin amarguras, dejando acá la memoria de sus virtudes.