El Tempe Argentino: 32

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


Capítulo XXX editar

El seibo y el ombú. [1]


El ombú de nuestras costas y el seibo de nuestros ríos son los primeros objetos que hieren la vista del extranjero que desde lejanas tierras viene en busca del metal precioso que da nombre a estas regiones. ¡Dos árboles estériles por única muestra de las producciones del Río de la Plata, a las ávidas miradas de los peregrinos que pisan, llenos de esperanza, la nueva Canaan, la tierra de leche y miel, prometida a su infortunio! ¡Qué inesperada desilución! ¡Qué desencantos! Dos árboles improductivos, ¿cómo pueden anunciar el suelo más feraz, el clima más hermoso de los dos mundos?

Pero que penetre el extranjero en nuestras pampas que producen el oro en verdes hebras: que penetre en nuestras islas que vuelven en pomas de oro las simientes confiadas a su seno; y sabrá estimar aquel árbol magnifico que, después de haberle servido de norte para llegar al puerto deseado, le ofrece fresca sombra y seguro albergue en medio de los prados píngües que le han de dar la anhelada opulencia sin más trabajo que el cuidado de un rebaño: y sabrá estimar aquel otro árbol florido que prepara el terreno fertilísimo que le dará la riqueza en retorno de un poco de industria y de sudor.

El ombú es el árbol del pueblo pastor, a quien ofrece sombra y casa en medio de las vastas dehesas que alimentan sus ganados.

El seibo es el árbol del pueblo labrador, para quien prepara el suelo fértil, surcado de canales navegables; y los materiales para improvisar su choza, sus muebles y su barquilla.

El ombú incita al pastor a dejar sus habitudes nómadas, brindándole un asilo cómodo, grato y bello. El seibo contribuye a estrechar la sociedad humana y acelerar su progreso, preparando un terreno capaz de una densa población.

Para eso los creó la Providencia, diseminando al uno por las pampas, y agrupando al otro sobre los ríos. ¡Singular armonía entre dos vegetales de tan distinta naturaleza como el seibo y el ombú, y de ambos, árboles estériles, con la civilización humana.

Uno y otro son plantas peculiares y exclusivas de la región del Plata, donde desempeñan una misión providencial.

El junco y el seibo son los operarios que la naturaleza emplea para elevar los bajíos y los bancos sobre el nivel de sus aguas y reunir los materiales que deben componer la tierra vegetal de las islas nacientes. Un juncal, apesar de su aparente debilidad, es el firme pilotaje que sirve para formar el cimiento del futuro terreno. Los tenaces juncos, naciendo sobre las playas de los bancos, aseguran el arenal por medio de las espongiolas de sus raíces entrelazadas, y entre la tupida muchedumbre de sus vástagos retienen las nuevas arenas sucesivamente arrojadas por las ondas; también protegen la germinación de otras plantas acuáticas, que con sus despojos y el légamo del río van preparando el terreno para la vegetación arbórea.

El seibo es el primer árbol que aparece entre el juncal: al principio, pequeño, tortuoso, raquítico y lento en su crecimiento, como si viviese luchando con la muerte; mas al fin triunfa, mejorando él mismo las condiciones del terreno, y entonces crece vigoroso y corpulento, pero desairado e irregular como aquellos deformes saurios antediluvianos que los geólogos nos pintan. Se propaga con rapidez, formando en torno de la isla naciente una estacada de robustos troncos, que entretejidos con las plantas trepadoras, se oponen a la acción de los vientos y las olas, y conservan en calma el agua que cubre el terreno en las crecientes diarias, obligándola a depositar toda la materia sólida que trae en suspensión.

Por otra parte, sus gruesas raíces solevantan el suelo notablemente, haciéndolo apto para la vegetación de nuevas yerbas y arbustos; y la misma ramificación rala del seibo es una condición necesaria para su destino de terraplenador, porque es una espaldera viva, preparada por la naturaleza para sostén de las plantas sarmentosas.

Mil enredaderas se apiñan bajo su copa que no las priva de la luz del sol, y trepan a porfía por su rugoso tronco y espaciada ramazón para cubrir la desnudez del patriarca con un manto de follaje, mezclando sus variadas flores con las del árbol protector. En su espesura encuentran las aves seguro asilo para dormir, y abrigo para sus nidos. Así es como al pie de los seibos se acumula lentamente un gran depósito de detrito, resultado de la descomposición de las sustancias orgánicas depuestas por las plantas, los insectos y los pájaros.

El ombú, lejos de propagarse como el seibo, se cría siempre solitario y a largas distancias en la pampa.

De ningún modo convenía que el ombú participase de la fecundidad del seibo, porque éste fué destinado para formar el terreno y prepararlo para el hombre; pero aquél solamente para proteger su habitación sobre un terreno ya preparado. La naturaleza, para asegurar la multiplicación y perpetuidad de las especies vegetales, se ha mostrado pródiga en la producción de la semilla, e ingeniosa en los medios de su propagación. A unas les ha dado alas o velas para que sean llevadas por los vientos; a otras garfios para que se agarren de los animales encargados de transportarlas sin saberlo; estos mismos diseminan otras muchas después de haberles servido de alimento; a otras las ha rodeado de una pulpa apetitosa que las hace transportar a largas distancias por el hombre. A las habas del seibo las dotó de la misma gravedad específica del agua para que fuesen fácilmente trasladadas por el líquido, y detenidas en los juncales donde debían germinar; e hizo además bisexas las flores de este árbol para asegurar su fructificación.

Con el ombú ha seguido la naturaleza un plan opuesto. En primer lugar, ha hecho de él una planta dióica, es decir, que tiene los sexos separados en individuos distintos; de modo que para que el ombú hembra pueda dar semilla, no sólo necesita tener un ombú macho inmediato, sino que una brisa favorable o algún insecto alado en la época precisa, lleve el polen sobre las flores femeninas. Dado que se logre la fecundación, siendo su fruta incomible, no apetecida por las aves, y no teniendo ninguna facilidad para mudar de sitio, debe germinar al pie del mismo ombú, donde muy luego la tierna planta parece ahilada por la densidad de la sombra; y las que por cualquier accidente logran nacer al aire libre, generalmente mueren por los hielos del invierno.

Si así no fuese, si el ombú tuviera la facultad reproductiva de los otros vegetales, no existieran hoy las pampas; serían un terreno perdido para la agricultura; las cubriría una selva impenetrable de ombúes que rechazarían toda tentativa, todo esfuerzo humano para la ocupación útil del suelo. ¡Cuánto trabajo, gastos y años de fatiga no le cuesta al norteamericano el desmonte de sus bosques, aunque sean de maderas utilizables! ¿Con qué provecho se podría talar un monte, cuya madera inútil se renueva vigorosa detras del hacha que la derriba?

¡Cosa admirable! Después del transcurso de miles de años desde la formación del suelo de las pampas, no se ha formado un solo bosque de ombúes; sólo se encuentran individuos aislados, que, lejos de embarazar el cultivo del terreno, son los mejores protectores de la estancia y de la chacra, defendiendo del sol y de la intemperie sus animales, sus aves, sus carros y sus útiles de labranza. La Providencia ha conservado por largos siglos, preparadas para el hombre, esas inmensas llanuras cubiertas de una gruesa capa de tierra vegetal, libre de piedras, bosques y matorrales, para que le fuese fácil su cultivo. Sólo plantó allí un árbol frondoso, vedándole la ocupación del terreno, hasta que llegase el pueblo que debía ser favorecido con tan rica posesión.

El ombú es el único objeto que se eleva sobre la dilatada pampa, destruyendo la monotonía de ese océano de verdura. Sus abultadas raíces, que se levantan en una enorme masa cónica, base de un tronco, imitan las rocas simulando en los huecos de su seno sombrías cavernas que pueden servir de cómoda habitación en el desierto. Casi siempre su presencia indica desde bien lejos, la morada humana al caminante extraviado que apresura hacia él sus pasos para gozar el seguro reposo del rancho hospitalario de la pampa.

En las dilatadas llanuras sin caminos, el ombú es el norte del viajero; y levantándose sobre la planicie de las costas del Plata, en forma de colinas invariables como las montañas, son la guía segura del navegante para tomar el puerto, evitando los bajíos peligrosos. Uno de los caracteres distintivos del ombú es su longevidad, condición requerida en un ser que con dificultad se reproduce. No se conoce el término de su vida. Nadie ha visto hasta ahora un ombú seco de vejez. No hay tradición que recuerde la edad juvenil de algunos. Por las enormes dimensiones de ellos, con treinta varas de circunferencia en su monstruosa base y quince en su tronco, puede juzgarse que tiene miles de años de existencia.

¿Será sin límites la vida del ombú? Una existencia perpétua estaría en contradicción con las leyes del organismo animal y vegetal, que señalan a la vida un término más o menos largo; pero puede admitirse que el ombú goza, como ciertos pólipos de una vida múltiple, que se renueva incesantemente por su parte exterior, mientras en la interior va feneciendo la organización originaria: de manera que el ombú que hoy juzgamos milenario, no sea en realidad sino un ser nuevo, sepulcro vivo de sus progenitores. El estudio de la fisiología del ombú nos decifrará este enigma; entretanto hay un hecho observado por todos, que prueba que en este árbol extraordinario efectivamente muere y se destruye su parte interior, pues todo ombú antiguo tiene hueco su tronco y aniquiladas sus raíces primitivas.

Un fenómeno de longevidad igualmente, indefinida, aunque por un proceder muy diferente, se verifica en el mangle, que descuelga algunos vástagos hasta el suelo, para echar nuevas raíces que lo rejuvenecen y eternizan.

El seibo, que no ha sido creado como el ombú para compañero del hombre, y que se multiplica con exceso, vive solamente el tiempo necesario para cumplir su destino de formar el terreno, y cuando cae decrépito al impulso del viento, todavía contribuye con sus despojos a aumentar y bonificar la tierra; o bien, ofrece al isleño una madera leve y débil, pero durable, y a propósito para sus rústicos muebles y vajillas.

Además de su extraordinaria longevidad, tiene el ombú tal fortaleza que no hay huracán que lo derribe; y es su vitalidad tan prodigiosa, que ni la sequedad ni el fuego tienen poder para destruirla. Si por acaso algún violento torbellino llega a destrozar su copa, muy pronto se rehace con asombroso vigor y lozanía. ¡Prodigiosa duración y solidez del edificio levantado en el desierto por la mano de Dios para el hombre!

El ombú siempre ha resistido las sequías destructoras que, de tiempo en tiempo, han asolado las campañas. ¿Cómo una planta de tanto follaje, y situada sobre un terreno árido, puede soportar tan prolongada privación del agua? Ahora podemos inquirir el destino de las desmedidas raíces del ombú, que más bien parecen una dilatación o protuberancia de su tronco. Sin duda aquella es la despensa donde tiene un abundante acopio de jugos que absorbe en los días de abundancia, para no perecer en los de esterilidad. El camello y el dromedario, creados como el ombú para vivir en el desierto, tienen en su cuerpo grandes depósitos de grasa y de agua, a los cuales deben la facultad de poder pasar muchos días sin comer ni beber, al cruzar dilatados páramos donde no se encuentra ni una gota de agua, ni una hebra de yerba. Así el ombú también tiene su abundante provisión de savia, que le permite soportar la sequedad de la atmósfera y el suelo sin perder nada de su frondosidad, sin faltar con protección de su sombra, cuando más la necesitan los vivientes. ¿No hay en todo esto una admirable y sabia previsión que nos revela al Creador?

Mas, en medio de los furores del hambre y de la sed abrasadora de una larga seca, el tierno, sucoso y fresco ombú sucumbiría a la voracidad de los animales, si su autor no hubiera evitado esta otra causa de destrucción, dando a los jugos de este árbol un sabor que repugna a los cuadrúpedos, a las aves y a los insectos. Y a esto también se debe que el ombú pueda germinar y crecer en medio de los campos sin sufrir la menor lesión del diente de las bestias.

No goza el seibo igual privilegio, pero se salva por su fácil y excesiva multiplicación; también ha sido dotado de una vitalidad no inferior a la del ombú, porque tiene que resistir a un agente más poderoso de destrucción, cual es el fuego de las quemazones que frecuentemente devora los montes de las islas. Todos los árboles y plantas quedan reducidos a cenizas, menos este gran obrero de la naturaleza, que, retoñando con nuevo vigor, sigue cumpliendo su destino.

Parece que el Hacedor hubiera querido que dos seres que desempeñan un rol tan importante fuesen respetados por toda la creación. Y ésta es la ocasión de defenderlos contra el mayor reproche que se les hace, cual es la inutilidad de su madera. Si ésta fuese de algún valor, ¿qué hubiera sido de la única sombra y amparo de las pampas? ¿qué de la fertilidad de nuestro delta? En un país sin bosques, las necesidades del hogar y la explotación ciega de la codicia los habría exterminado. Primeramente el salvaje, que suele derribar el árbol para tomar su fruta, los hubiera talado para calentarse al fuego de sus leños; después el civilizado, no menos egoísta e imprevisor, hubiese dado cabo a la devastación.

Véase, pues, como la desestimación de su madera es también una de las condiciones indispensables para el objeto de su creación.

El ombú no sirve ni para el fuego, es frase repetida por el hombre irreflexivo; pues a eso cabalmente se debe su conservación, de tanta importancia para los habitantes de la pampa. El seibo tampoco es bueno para la lumbre, y aunque su frágil madera es de algún provecho, su aplicación, antes indicada, es limitadísima y de poco interés.

Asi como el ombú refrigera con la frescura de su sombra a los hombres y animales, cuando el sol abrasa la tierra con sus rayos; así el seibo, cuando las aguas se retiran, derrama sobre las plantas que lo rodean una lluvia de agua cristalina que mana de sus ramas. Algunas veces he plantado al pie de un seibo algunas tomateras que han prosperado admirablemente en un suelo constantemente humedecido por las fuentes del árbol.

Suelen verse varias de sus ramas envueltas en grandes espumarajos, de los cuales destila la savia gota a gota. Dentro de esa espuma se rebulle un enjambre de larvas, cuyas madres seguramente han sido las que, picando la corteza al desovar, han abierto las fuentes para la extravasación de la savia. Es creencia vulgar que de esas larvas salen los tábanos, pero no es así. Yo he observado sus transformaciones; de ellas resulta un insecto alado, verde, saltón, como de seis líneas de largo, de corselete muy ancho terminado en dos puntas agudas; el cual ninguna semejanza tiene con el tábano.

Si el hombre no se halla satisfecho con los servicios que le prestan estos vegetales, analícelos, estudie sus propiedades, y quizá encontrará muchas de gran provecho para su salud y conveniencia.

Lo que está comprobado es que posee una singular virtud, de infalible efecto, no simplemente para curar una dolencia física, sino para cortar de raíz un vicio de los que más degradan al hombre, —la ebriosidad. Hubo en Buenos Aires, a principios de este siglo, una señora, conocida de muchas personas que actualmente viven, que con el mejor éxito hacía profesión de esta especialidad médica. Suministraba en cierta dosis (que ella nunca reveló) el jugo de la raíz del ombú, mezclado con el licor favorito del paciente; lo que daba por resultado una repugnancia tal a las bebidas alcohólicas, que el borracho dejaba de serlo para siempre. A personas fidedignas y respetables he oído citar varios casos de semejante curación, que generalmente se practicaba con los soldados y esclavos de aquel tiempo.

Debe también poseer nuestro ombú la virtud antisifilítica de su congénere la fitolaca de la América setentrional.

Si aquel secreto se recuperase; si esta importante virtud fuese comprobada por la medicina, ¿qué mayor recomendación para el árbol argentino? Entonces sí, que la presencia del árbol providencial tendría mucho más inmediata relación con el bienestar del hombre en este suelo. La civilización, en su nueva evolución en la región del Plata, hallaría en él un antídoto para las dos ponzoñas que más corroen y degradan a la civilización actual: el alcohol y la sífilis [2].

No debe olvidarse otra condición importante del seibo y el ombú, aunque sea común a la generalidad de los vegetales, y es la propiedad que tiene de purificar el aire, absorbiendo los miasmas perniciosos, y exhalando el oxígeno necesario para la vida del hombre. Las grandes poblaciones, por un error fatal a su salud, han extirpado en su recinto esos morigeradores de la atmósfera, destruyendo el equilibrio y la armonía que la naturaleza ha establecido entre el animal y el vegetal. Las pequeñas poblaciones, impulsadas por el deseo pueril de parecerse en algo a las ciudades, hacen lo posible por destruir las arboledas de su seno, acabando así con el más bello adorno de un pueblo, sea ciudad o aldea, y con las fuentes más puras y perennes de la salubridad del aire que respiran.

El seibo para los jardines y el ombú para los paseos públicos; no hay planta que los aventaje en la pureza de sus emanaciones, y pueden competir en belleza con el resto de los árboles. El ombú sobre su extensa base que ofrece cómodos asientos, su robusto tronco terso y limpio, y su ramaje pintoresco, ostenta una magnífica copa esférica, sin par en frondosidad y colorido. El seibo, que nació como la mujer para mostrarse engalanado, es preciso, para verlo en su esplendor, que ostente sus grandes ramos de hermosas flores carmesíes sobre su atavío de pasionarias y enredaderas floridas. Así es como lo presenta a nuestros ojos la madre naturaleza en su patria el Tempe de los Argentinos.

El ombú prospera en los lugares más áridos y en toda clase de terrenos, con tal que no tengan una humedad excesiva. Sólo se multiplica por la semilla, y es preciso, mientras es pequeño, ponerlo a cubierto de las heladas. Transplantándolo joven, no requiere ya ningún cuidado, ni el del riego; y a los cuatro o cinco años, ya es un árbol muy frondoso. El seibo, por el contrario, quiere una tierra suelta y medianamente húmeda. Se multiplica por estaca, y desde el primer año se puede tener un árbol hecho y florido plantando un grueso poste. Pero, ¡cuidado! que como la rosa, tiene sus espinas, pequeñas pero enconosas, que se extienden desde el tronco hasta las mismas hojas.

No hay árbol como el ombú para formar umbrosas alamedas o avenidas arboladas. La naturaleza de nuestro clima, madrastra de los árboles exóticos, parece que les niega el sustento, exigiendo la solicitud y constante atención del hombre. El ombú, su hijo predilecto, prospera admirablemente sin necesidad de estos cuidados. Y ¿cuál es el árbol de otros climas que aventaje a nuestro ombú en frondosidad, majestad y hermosura? Bien puede herir su copa un sol abrasador, bien puede faltarle el refrigerio de los rocíos y el alimento de las lluvias, no por eso dará paso a un solo rayo del astro, ni soltará una sola de sus hojas; mientras que los demás árboles languidecen, se angosta su follaje y ralea su sombra en la estación, de los calores.

En otro tiempo, añosos copudos ombúes recibían al viajero delante del muelle de Buenos Aires, y por su belleza y su frescura se hacían amar y admirar del extranjero, desde que pisaba nuestras playas; empero fueron despiadadamente arrancados por el gusto pervertido de los que no encuentran nada hermoso en su patria; por los que no se impresionan de la sublimidad de la pampa ni de la magnificencia del gigantesco vegetal que forma su mejor ornamento. Despreciamos el ombú porque no lo hemos visto ensalzar en los idilios de Gésner o de Meléndez, por más que nuestros poetas le hayan consagrado bellísimas estrofas. ¿Será menester que vengan los extraños a enseñarnos a apreciar y admirar lo que es bueno y bello en nuestro suelo?

¡Seno hermoso de la patria que siempre encontré lleno de encantos, que has hecho siempre las delicias de mi vida! ¡Cada día hallo en tí nuevas gracias que gozar, nuevas maravillas que admirar! Niño todavía, yo amaba los bosques misteriosos de tus islas y las llanuras solitarias de tus pampas. ¡Con qué embeleso, desde la altura de las raíces del ombú, seguía con la vista el arado del labrador, y las crecidas bandas de pájaros que se precipitaban sobre el reciente surco, en pos de los insectos arrancados de la tierra! Otras veces, desde la enramada de un seibo florido, escuchaba con alborozo el canto de las aves, mezclado con las canciones y los golpes del leñador. Niño todavía, encontraba un objeto de placer, siempre nuevo, en la observación de cada ave, cada insecto, cada planta. En la cabaña de las pampas, como en la choza de las islas, hallaba siempre corazones ingenuos y sencillos como el mío.

¡Oh! ¡qué dulce es la paz de nuestros campos! ¡Oh! ¡qué plácida es la mansión de nuestras islas! ¡Calma deliciosa, alegría pura, tesoro de un corazón sencillo! hoy siento tus trasportes como los sentía en los bellos días de mi adolescencia, cuando, libre de cuidados, el cultivo, la lectura y la naturaleza hacían todas mis delicias. Mi corazón, puro como el pimpollo que se despliega al nacer la aurora, no se abría sino a las impresiones gratas y a los afectos tiernos y generosos. Una agradable ilusión me presentaba la tierra como un edén venturoso... ¡Ah! yo no había presenciado aún las miserias de la humanidad; aun no había sufrido los golpes del infortunio!

¡Oh! ¡Con cuánto placer vuelvo mi vista hacia aquella dichosa época de mi vida! Lo que yo amaba entonces, aun lo amo ahora. ¿No me será dado volver a la quietud de mi cabaña, bajo la sombra del ombú, al lado de las almas sencillas que la habitan? ¿No me será posible echar al olvido los excesos e injusticias de los hombres, entre los bienes y armonías de la naturaleza? Soliciten otros con afán los favores de la fortuna, aten su libertad al carro de la ambición, compren al precio de su reposo un vano renombre; yo he vivido y viviré contento en el seno de los pacíficos campos. Que mi corazón, siempre penetrado del amor de la virtud, sólo aspire a los bienes inmortales; y guste yo, hasta el fin de mis días, de los placeres de mi infancia. Prefiera siempre los rústicos cuadros de la naturaleza a las tumultuosas escenas del mundo; un albergue campestre a un palacio orgulloso, y la calma del espíritu a una brillante posición. Que mi imaginación se represente siempre los mortales, buenos para amarlos, y sinceros para creerlos; que una dulce ilusión me transporte a los bellos días de la edad de oro; y que el amor y la amistad me hagan siempre sentir sus goces inefables.


  1. El ombú, árbol peculiar de esta parte de la América del Sud, pertenece al género "Fitolaca", especie dióica (Compendio botánico de Ortega, y An encyclopedia of plantes, de Leudon). A la particularidad de ser estos árboles, unos masculinos y otros femeninos, deben el nombre griego dióica que significa "dos casas".
  2. Dice Rambosson que los hijos engendrados durante la embriaguez resultan ordinariamente epilépticos. ("Les lois de la vie".) Morel relata en comprobación de este aserto los ejemplos más tristes y desgarradores, exclamando: "¡Qué de hechos no podría yo añadir en confirmación de la degenerescencia de los descendientes de individuos entregados al alcoholismo crónico!" "No debe, pues, sorprendernos observar en las naciones civilizadas tantas aberraciones de inteligencias y tanta perversión de sentimientos." ("Traité des dégénérescences".) ¿Quién ignora que el uso del aguardiente ha sido y es la causa principal de la rápida y enorme disminución de la población indígena de ambas Américas, y de la extinción de muchas tribus?