El Robinson suizo/Capítulo XXXII

El Robinson suizo (1864)
de Johann David Wyss
traducción de M. Leal y Madrigal
Capítulo XXXII


CAPÍTULO XXXII.


El palomar.


Poco tardámos en llegar á Falkenhorst. Enseñé en seguida á mi esposa la nueva conquista que alcanzáramos, y aprobó el proyecto de hacer el palomar, si bien creia algo dificultosa la ejecucion de la obra; pero como habíamos llevado á cabo y con feliz éxito tantas otras, confié en que con esta sucederia lo mismo. Sin embargo, al anunciar á los niños la próxima construccion de un palomar, lo tomaron á broma.

—Ya veréis, dije, cuando le veais edificado si es broma ó realidad.

No queriendo dilatar la ejecucion de mi plan, al dia siguiente se cargó el carro con provisiones y demás efectos que pudieron necesitarse, y emprendímos el camino de Zeltheim.

Llegados á ese paraje, elegí entre las rocas el punto más cercano á la gruta para levantar el palomar, labrando en una de ellas un hueco de hasta diez piés de profundidad, para que cupieran veinte pares de palomas. A pesar de la práctica que teníamos, bastante costó realizarlo, para lo cual hubímos de desprender grandes peñas, asegurar los maderos del tejado, fijar las tablas, revocarlo con yeso por dentro á fin de evitar la humedad, colocar las cañas, disponer los nidos y abrir puertas y ventanas; en una palabra, tuvímos que apelar al gran secreto que nos habia facilitado vencer tantas otras dificultades: el teson y la paciencia. Mis infantiles obreros estaban ya persuadidos de la eficacia de estos grandes medios, y cooperaron á mis ideas con un ardor y perseverancia superiores á su edad. Terminada la obra dije á Federico:

—Ya ves como el palomar se ha construido, pero ¿y sus habitantes?. ¡Aquí te quiero ver! Y no hay más remedio que poner en prensa la mollera para encontrar medio de que vengan á ocupar el alojamiento que las está preparado, tanto las palomas europeas como las indígenas; y no sólo que acudan, sino que se habituen á permanecer en él y hacer sus crias.

—Me parece, papá, que esto es demasiado, á no mediar alguna brujería.....

—Déjate de brujerías. Voy á intentar lo que te parece imposible, y espero salir airoso si me ayudas.

—Desde luego estoy dispuesto á todo, y ansío saber cuanto ántes lo que se va á hacer.

—A un recovero debo el secreto que vamos á poner en práctica. Ignoro si me saldrá bien; pero todo el busilis consiste en perfumar el palomar con anís. Segun me dijo aquel buen hombre, atrae tanto á las palomas el olor de esa planta, que por aspirarle acudieran mil veces al punto que se les designe. Con arcilla, sal y anís harémos una masa que se colocará en el palomar. Las aves irán á picotearla, y como al verificarlo se les sahumarán las alas con el aroma, bastará para que no sólo ellas sino todas las demás que lo olfateen lleguen á cambiar su errante vida del campo por la del palomar.

—Si no es más que eso, exclamó Federico, la suerte nos favorece, pues la mata de anís que nos ha traido Santiago vendrá de perlas; basta desgranarla y machacar los granos sobre una piedra, y si el aceite que destilen no es tan puro como si fuera por un procedimiento químico, no dejará por eso de ser bueno ni ménos fragante que aquel.

—Así lo creo, respondí, y ahora me alegro de haber permitido á Santiago el trasplantar la mata que en un principio juzgué como de escasa valía é importancia.

Sin demora procedímos á la extraccion del aceite de anís, y untámos la puerta y ventanas del palomar, las cañas donde se colocan las palomas, y todos los demás sitios en que pudieran posarse. Con el mismo anís, sal y arcilla dispuse una masa que, puesta á la accion de un fuego lento, se penetró bien del aromático olor de aquella planta, y colocada en medio del palomar, encerrámos en él las palomas que hasta entonces estuvieron metidas en cestos miéntras duró la obra.

Cuando los otros niños volvieron de la huerta, donde su madre los tuviera ocupados, ya estaba todo listo, y les anunciámos solemnemente que las palomas estaban ya en posesion de su palacio. Por los vidrios que se pusieron en la puerta vímos con satisfaccion la gran tranquilidad con que por dentro se paseaban los nuevos huéspedes, encontrándose al parecer muy á su gusto en el flamante domicilio, picoteando con placer el pan de anís; y cuando al cabo de un rato entré en el palomar, las sencillas aves me recibieron sin asustarse como si ya estuviesen domesticadas.

Dos dias trascurrieron de esta suerte. Al tercero, desperté á Federico muy temprano y le encargué que untase de nuevo el marco de la puerta del palomar y la cuerda que tenia para abrirla y cerrarla desde abajo. Hecho esto, con todo sigilo dispuse se reuniera la familia, anunciándola que era llegada la hora de liberlar á los prisioneros. Santiago fue el encargado de abrir la puerta, y ántes de tirar la cuerda que la levantaba á manera de trampa, con una varita que tenia en la mano describí en el airo unos círculos mágicos, y pronuncié por lo bajo palabras sin sentido á guisa de conjuro.

Cuando acabé mi algarabía, dije á Santiago que levantase la trampa, y en seguida asomaron las palomas la cabeza, posáronse luego en el alero del tejado, y á poco echaron á volar remontándose á tal altura, que mi esposa y los chicos, que no las perdian de vista, se imaginaron no volverian jamas. Pero como no tenian más objeto que descubrir terreno, satisfecho ese capricho descendieron y se posaron á la entrada del palomar.

Este incidente que no previera, valióme para mi papel de mago, y así dije con el mismo énfasis de ántes:

—Seguro estaba yo de que aunque llegasen hasta las nubes, la varita las haria volver.

—¿Pero cómo lo ha hecho V., papá? respondió Ernesto.

—¿No lo has visto? la varita mágica las ha traido al palomar.

Tal fue mi única respuesta.

—¡Mágica! añadió Santiago, ¿con que es V. encantador?

—Y tú un badulaque, respondí. ¿Acaso irás á creer que hay encantadores?

—Ya verémos si los hay, prosiguió Federico, y tales cosas podrá ver todavía el señor sabio que desmientan su ciencia.

Al terminar estas palabras, las dos parejas de palomas torcaces abandonaron á sus hermanas de Europa y tomaron la direccion de Falkenhorst, con tal rapidez, que en un instante se perdieron de vista.

—¡Buen viaje, señoritas! exclamó Santiago al verlas, quitándose el sombrero y haciendo ademan de despedirlas, ¡buen viaje, hasta más ver!

—Mi esposa y Franz comenzaron á lamentar la pérdida de aquel hermoso par, miéntras que yo fijos los ojos en las fugitivas, hice como que dirigia la palabra á algun espíritu aéreo, diciendo:

—¡Vivo, vivo, apresurad el vuelo! Pero cuidado conmigo; mañana sin falta estaréis con las compañeras ¿lo ois?

Mi pequeña familia estaba con la boca abierta, sin saber que pensar, perplejos sobre si hablaba en chanza ó formalmente.

—Por ahora, dije, dejad á las forasteras y ocupémonos de nuestras compatriotas.

Estas no parecian estar dispuestas á imitar á las fugitivas. Satisfechas con nuestra compañía y picando aquí y acullá las semillas que encontraban por el suelo, considerando el palomar como su verdadera casa, entraron en él.

—Estas al ménos, dijo Santiago, no son tan necias como las otras; de algo las servirá haber nacido en Europa: prefieren un buen abrigo al viento y á la lluvia que sufrirán las otras.

—Lo mismo volverán al palomar unas que otras, respondió Federico; el espíritu familiar con quien habló ha poco papá, las traerá de seguro.

—Dále con los espíritus, dijo Ernesto, encogiéndose de hombros; bueno soy yo para consejas...

—No juzgues tan de ligero, señor mio, le respondí: en mágia como en todo, obras son amores y no buenas razones, ¿y si sale lo que tú no crees, que dirás entónces?

No se atrevió á replicarme, y pasámos el resto de la tarde junto al palomar agradablemente entretenidos con la mágia y el espíritu que iba á acarrear las palomas. Llegó la noche, y nadie pareció. Las palomas domésticas la pasaron en el palacio, y nosotros nos fuímos á cenar y luego á la cama, esperando el nuevo dia que debia alumbrar mi derrota ó mi triunfo.

Nos levantámos al amanecer, ocupándose cada cual en lo de costumbre; mas no calmaba mi curiosidad por ver en qué pararia el asunto de las palomas. Empezaba ya á desconfiar de que regresaran las fugitivas, cuando á cosa de medio dia vímos correr á Santiago muy contento diciendo á voces:

—¡Ya está aquí! ¡ya está aquí!

—¿Quién está aquí? le pregunté.

—¡Quién ha de ser! ¡la paloma azul! respondió.

—¡Bah! exclamó el incrédulo Ernesto; soñaba el ciego que veia..... ¿No sabes este refran? Lo que es yo no me muevo para encontrar el palomar vacío.

—¿Quién sabe? respondí al sabio. ¿No predije que el camarada volveria? Pues el segundo vendrá detras.

Federico preguntó á Santiago si con el palomo habia venido también su hembra; pero este, en su aturdimiento, no se habia tomado el trabajo de repararlo. Encaminámonos presurosos al palomar, y vímos no sólo á la paloma azul, sino á otra hembra silvestre que consigo trajera, á la cual arrullaba tierna para inducirla á que penetrara en el palomar. Despues de infinitas coqueterías, al fin se decidió la dama, y ambos se instalaron en la nueva habitacion.

Los chicos querian echar la trampa para asegurar á los nuevos prisioneros, pero yo se lo impedí.

—¿Por qué habeis de cerrar? dije ¿y por dónde entrarán las dos que esperamos esta tarde, si les damos con la puerta en el pico?

Cada vez más asombrada mi esposa, no podia darse cuenta de lo que estaba viendo; Ernesto decia que era casual.

—¡Casual! repetí riéndome; eso podrá ser bueno para una vez. Pero si el otro palomo vuelve tambien con su compañera, ¿tambien será casualidad?

—Si viene, respondió, no sabré qué decir, mas no es probable que se repita en un dia igual fenómeno.

Miéntras así departíamos, Federico, que estaba siempre con sus ojos de lince fijos en el cielo, exclamó:

—¡Hélos aquí! ¡hélos aquí! ¡Ya vienen!

En efecto, á poco vinieron á posarse á nuestros píes el otro palomo y su compañera. Fueron recibidos con tanta alegría y algazara, que tuvo que moderar un poco sus demostraciones, temiendo espantar á los recien llegados.

La familia menuda calló por un momento, y la pareja entró en el palomar con iguales ceremonias que la anterior.

—Y ahora, ¿qué dice el señor sabio? pregunté á Ernesto; ¿vino ó no vino el otro par?

—No sé cómo explicarlo, respondió, aquí hay algo de extraordinario; pero cosa de mágia... ¡qué disparate! Nunca he creido en eso.

—Veo con satisfaccion que no eres crédulo, añadí, pero si hoy mismo te encontrases aquí con otro par de palomas de las Molucas, ¿qué dirás de mi ciencia?

Callóse, sí bien su silencio indicaba incredulidad.

Volvímos á nuestras tareas, dejando á Franz con su madre encargados de aderezar la comida. No habrian pasado dos horas cuando vímos llegar á nuestro marmitoncillo, que en tono grave y solemne nos dijo:

—Muy ilustres señores, os anuncio con toda formalidad y tengo el honor de invitaros de parte de nuestra buena madre para recibir como se merece á un nuevo príncipe palomo, que acompañado de su esposa acaba de tomar posesion del magnífico palacio que se le tenia preparado.

—¡Bravo! ¡bravo! le contestámos. ¡Bien por la buena noticia!

Fuímos en seguida al palomar, y llegámos á tiempo de presenciar una escena muy curiosa. Los dos primeros pares, colocados al umbral de la puerta, arrullaban y hacian como señas de invitacion al tercero que, columpiándose en una rama inmediata y como vacilando en lo que haria, decidióse á entrar.

—Ahora ya me rindo, dijo Ernesto, mi saber no alcanza á comprender esto, y aunque estoy persuadido de que nada hay aquí sobrenatural, suplico á V., papá, me diga cómo se ha compuesto para conseguir lo que parece un prodigio.

Me divertí un rato con él, aguijoneando su curiosidad, y apurándola con una prolija disertacion sobre mágia, hechiceros y encantadores, hasta que viendo impaciente al doctorcillo, acabé por descubrirle el gran secreto del anís, único autor de aquella aparente maravilla. Santiago se rió á más no poder al saber que su planta, de que tan poco caso se hiciera al principio, era el sortilegio que nos habia entretenido dos dias.

En los que se siguieron dióse la última mano al plomar, y seguímos observando lo contentos y bien avenidos que estaban los palomos nuevos y antiguos en su bien dispuesta morada, ocupándose en disponer sus nidos. Entre las yerbas que á ese fin recogian noté una especie de musgo verdoso parecido al que se ve pegado á las seculares encinas, con la diferencia que este se extendia en largos y fuertes filamentos semejantes á las crines de un corcel. Examinado detenidamente, hallé que era esparto, planta muy común en España, con la cual se labran sogas, esteras, y sirve para fabricar papel. Mi esposa, á quien participé el hallazgo, lo celebró mucho, pues cuanto de una legua olia á hilo, tela ó cualquier clase de filamento ó tejido, lo miraba como un nuevo tesoro para sus futuros proyectos.

Entre el estiércol del palomar, que empleábamos para abonar las tierras, encontrábamos de vez en cuando nueces moscadas. Las palomas de las Molucas eran generalmente los portadores de tan selecto aroma. Lavámoslas bien, y se sembraron á la ventura, por si la casualidad nos deparaba cosecha de tan apreciable especia.