El Robinson suizo/Capítulo XVII

El Robinson suizo (1864) de Johann David Wyss
traducción de M. Leal y Madrigal
Capítulo XVII


CAPÍTULO XVII.


Otro domingo.—El lazo.—Excursion al bosque de los calabaceros.—El cangrejo de tierra.—La iguana.


Durante nuestra permanencia en Zeltheim y á pesar de las contínuas ocupaciones que traian consigo los repetidos viajes al buque, no dejámos de santificar los domingos. El cuarto, caia el dia mismo que llegámos á Falkenhorst, y lo celebrámos con ejercicios religiosos y piadosas lecturas, que desarrollasen cada vez más en el alma de los niños los sentimientos de amor y de reconocimiento á Dios.

Conociendo la necesidad de que estos se distrajesen, por la tarde les permití entregarse á sus juegos favoritos, y como entraba en mis principios utilizar estas mismas diversiones, les recordé los ejercicios gimnásticos que tanto les agradaron el primer domingo, con los cuáles queria desarrollar en ellos la fuerza y agilidad, convenientes en todo tiempo, y necesarias en la situacion en que nos encontrábamos. Al ejercicio del arco añadí los de la carrera, el salto, la subida á los árboles, ya escalando su tronco, ó ascendiendo por medio de una cuerda como los marineros cuanto trepan á los mástiles. Cuando se agotaron estos juegos, en los que desplegaron mis hijos su destreza, les propuse otro enteramente desconocido para ellos, el del lazo, arma poderosa muy usada en la América meridional, y en particular en la caza del tigre. Para explicárselo prácticamente dispuse que me trajesen dos palas de plomo del más grueso calibre: las taladré con un punzon, y ensartándolas en una cuerda de unos seis piés de longitud, fijé cada una de las balas á su extremidad.

—Aquí teneis, dije á los niños, que miraban lo que hacia llenos de curiosidad, un arma sencillísima y que os podrá ser útil en algun caso. Como veis es una especia de honda; pero el peso que en sí lleva, en vez de golpear el objeto contra el cual se despide, retrocede sobre sí mismo, y enlaza y sujeta de una manera indisoluble el punto que alcanza. Con este motivo les conté el uso que hacen los mejicanos de estos lazos para coger caballos montaraces; mas como



Excursion al bosque de los calabaceros.

todavía no acabasen de comprender los efectos del lazo, hice en su presencia la prueba, y con la mano derecha despedí una de las balas á un arbusto poco distante, reteniendo la otra con la izquierda; y ya fuese casualidad ó destreza, la bala, revolviéndose sobre sí misma, enlazó el tronco como si fuera con nudo corredizo, que se apretó cada vez más tirando de la cuerda cuya extremidad tenia cogida.

—Ya veis, les dije, haciéndoles aproximar al arbusto, si este tronco hubiera sido la cabeza de un tigre ó el cuello de un caballo, lo mismo los hubiera sujetado.

Este experimento bastó para que el ejercicio cayese en gracia. Federico adquirió en él grandísima habilidad, que deseé imitasen en lo posible sus hermanos, pues esta arma podia llegar á ser un gran recurso y suplir las de fuego si las municiones llegasen á agotarse.

Como al dia siguiente el mar estaba agitado y el viento y oleaje eran muy fuertes, no tuve por conveniente embarcarme, y permanecímos juntos todo el dia, empleándole en mejorar nuestro establecimiento. Mi esposa me hizo ver cuanto habia hecho durante mi ausencia, consistiendo en haber llenado un barril de hortelanos asados con la correspondiente manteca para la provision de invierno, y hecho panes de harina de yuca; advirtiéndome además que las palomas habian ya anidado en la copa de la higuera, cuyos nidos habia resguardado con un tejadillo para que estuviesen abrigados los pichones; por último, volvióme á recordar su pesadilla de los arbolillos de Europa que tenia al fresco. En seguida busqué terreno á propósito para disponer el criadero, preparándolo en surcos con ayuda de los niños, y plantámos los frutales, con lo que quité un peso de encima á mi esposa.

Casi todo el dia se invirtió en esta tarea, y cuando fuímos á cenar noté que escaseaban las vituallas, pues no habia en la mesa mas que patatas, yuca y leche, por lo que resolví que al dia siguiente saldríamos á caza, por si la suerte nos favorecia para proveer la despensa. No bien amaneció ya estábamos de pié, porque esta vez todos quisieron ser de la partida, incluso mi esposa, pues además de no conocer la tierra, tenia gusto en dar ese paseo. Despues del desayuno, bien armados, y llevándonos el trineo tirado por el burro, para traer más cómodamente el producto que esperaba sacar de la cacería, emprendímos la marcha. Turco, con su coraza de puerco espin, rompia la marcha; mis tres hijos mayores, armados con carabinas, seguian despues; la madre, conduciendo el asno del diestro, y el pequeño Franz, formaban el centro; y á alguna distancia, seguia yo cerrando el acompañamiento que hacia más grotesco maese Knips cabalgando en la pacientísima Bill.

Seguímos desde luego costeando el Pantano de los flamencos. A cada paso mi esposa se entusiasmaba ante la admirable vegetacion que por doquiera se desplegaba, y la grandísima elevacion de los árboles que crecian en este sitio. Cosa de una hora habria que caminábamos, cuando oímos un arcabuzazo. Era Federico que habia disparado á un pájaro grande, que cayó herido á corto trecho de nosotros entre la yerba. Aun en este estado no se dejaba coger, defendiéndose valientemente con las patas y las alas de las embestidas de los perros que le acosaban; pero al fin hubieran estos acabado con el ave rebelde á no llegar yo á tiempo de echarla con precaucion un pañuelo por la cabeza. Privada así de la luz cesó en su resistencia, y nos hicímos dueños de ella. Examinéla con atencion, y reparé que sólo estaba herida de un ala. Se la sujeté con un cordel, así como las patas, y la llevámos en triunfo hasta el trineo, donde nos aguardaba el resto de la familia.

—¡Qué ave tan hermosa! exclamaron á la vez mi esposa y los pequeños al vernos tan cargados, porque el pajarraco pesaria á lo ménos treinta libras.

—¡Lo ménos es un águila! dijo Santiago.

—Papá, preguntó Ernesto, que la examinaba con curiosidad, ¿si será un ganso-avutarda?

—Buen ganso te dé Dios, respondió con cierta mofa Federico; díme pues, ¿dónde tiene las membranas que á tu parecer son peculiares á los palmípedos?

—No te burles así de tu hermano, Federico, añadí; Ernesto tiene razon: es una avutarda; carece sí de las membranas que dices, y por eso se llama tambien pava-avutarda, aunque no tenga el espolon que caracteriza á las gallináceas.

—¡Ah! ya me acuerdo, dijo Santiago; este es uno de aquellos grandes pájaros que al pasar por aquí otra vez nos saltaron casi á las narices, y ni Ernesto ni yo pudímos matar ninguno. ¿Se acuerda V., mamá?

—En efecto, respondió la madre, tal vez sea uno de aquellos; pero es lástima cogerle porque quizá la pobre bestia tenga los polluelos entre estos juncos. Si por mí fuera, la soltaria.

—No pases cuidado por la cria, añadí; los pequeñuelos ya podrán por sí solos bandeárselas; además, deseo domesticar esta ave que cuando se cure hará buen papel en el corral; y en todo caso, si no se queria conservar, nos proporcionaria un buen asado.

Hecha mal ó bien la primera cura á la avutarda, se la colocó sobre el trineo; seguimos nuestra marcha, y llegámos al Bosque de las palmeras, que ya se quedó con el nombre de Bosque de los monos, en recuerdo de la abundante provision de cocos con que estos nos regalaron en otra ocasion. Riéndose Federico contó de nuevo los detalles de aquella aventura á su madre y sus hermanos, que hubieran deseado se repitiese, y así los llamaban á voz en grito; pero ninguno acudía, y no habia medio de suplir su falta para hacer caer los cocos de los árboles, que eran altísimos; cuando de repente vímos caer uno á nuestros piés, luego otro, y despues otro. Alzámos la cabeza y dirigimos la vista á todos lados para ver quién nos alargaba aquellos frutos; pero nada se percibia y las hojas permanecian inmóviles.

—Esto es cosa de brujería, dijo Santiago; se parece á aquellos cuentos de hadas, donde, no bien se deseaba alguna cosa, ya la tenia uno delante, sin que se viese quien la traia.

No bien acabó la última palabra, cuando otro coco le rozó la cara, y otros siguieron cayendo, sin poder nadie atinar el enigma y causa del desprendimiento de este fruto, que estando más bien verde que maduro, no podia caer por sí mismo.

—Vamos, ya no queda duda, dije sonriéndome á los niños; en ese árbol hay un mágico oculto que se está divirtiendo con nosotros.

Federico, que se refugiara bajo del árbol para librarse de los proyectiles, exclama de repente:

—Ya está descubierto el mágico, y por cierto que es bien feo; venga V., papá, y le verá; tiene la cabeza larga, redonda, tan grande como mi sombrero, y unas garras que dan miedo; ya va bajando por el tronco.

Al oir esto Franz se agarró á la falda de su madre; Ernesto, que no las tenia todas consigo, miraba á todos lados con cierta inquietud. Santiago, el mas valiente de todos, cogió la carabina por el cañon á guisa de maza, y todos llenos de curiosidad aguardámos la aparicion del mónstruo que nos anunciaba Federico. El tal, por cierto bien asqueroso, era un enorme cangrejo que empezó á andar sin asustarle al parecer nuestra presencia. Santiago le asestó al pasar un culatazo, pero no le dió, y la bestia, sin hacer caso del ataque, desplegando sus formidables garras, se fué derecho á su agresor, que espantado echó á correr chillando á más no poder. Burlándose sus hermanos de tan intempestivo miedo, se resintió el amor propio del chico, y volvió con nuevos brios. Queriendo suplir esta vez la astucia á la fuerza, se quitó la chaqueta, é hizo frente al enemigo; y cuando este estuvo cerca, se la tiró cubriéndole casi del todo. Conociendo que no corria peligro le dejé obrar; pero eran tan limitados los recursos del pobre Santiago para contrarestar los de su adversario, y como ya veia el momento en que el animal se iba á retirar tranquilamente llevándose por botin el vestido de mi guerrero, acerquéme para dar fin á la escena, aplicándole un hachazo que le dejó muerto en el acto.

—¡Qué bestia tan repugnante y horrible! exclamó Santiago recobrando la chaqueta. ¿Qué clase de mónstruo es este, papá?

—Es lo que se llama un cangrejo de tierra, y mónstruo ó no, le debemos los únicos cocos que se han podido coger. A pesar de sus fuertes garras y tenazas, este animal no puede partir el fruto que tanto codicia, y así lo corta á medio sazonar para comérselo despues tranquilamente, y con la esperanza además de que cayendo de tan alto se abra el coco y pueda más á su placer regalarse.

La fealdad del animal y el terror y luego la valentía de Santiago nos entretuvieron buen rato; colocámos al difunto mágico y los cocos en el trineo, y siguió la caminata; pero el bosque se espesó cada vez más, siendo preciso emplear el hacha para separar los bejucos y demás maleza que cerraban el paso al vehículo. El calor se iba haciendo insoportable por falta de ventilacion, y asi caminábamos silenciosos y cabizbajos, impidiéndonos la sed que nos secaba las fauces el uso de la palabra. Ernesto, ocupado siempre en sus observaciones, que nos seguia á alguna distancia, nos hizo detener de pronto exclamando:

—Alto. ¡Otro nuevo é importante descubrimiento!

La caravana se paró, y acercándonos á Ernesto, este nos mostró, entre la maleza que se acababa de cortar para abrir paso unos bejucos de cuyo tallo manaba agua pura y cristalina; era en efecto la planta preciosa llamada bejuco de agua, que en América es un recurso precioso para apagar la sed de los cazadores. Trasportado de júbilo mi hijo por su hallazgo, tomó una taza de coco, la llenó de esta agua que brotaba de los tallos como el caño de una fuente, y corrió á ofrecerla á su madre, asegurándola que podia beberla sin reparo. La pobre, lo mismo que nosotros, estaba sedienta, y este don inesperado nos vino de molde.

—¡Ahí teneis, amigos mios, dije á todos, lo sabia y acertada que es la Providencia de Dios! Ordinariamente crecen estos bejucos en los sitios más secos y desprovistos de agua. Pues bien, el Señor la ha depositado en esas plantas para que el hombre que atraviesa esos desiertos pueda apagar su sed. Démosle pues gracias por ese nuevo beneficio, agradeciendo al propio tiempo el afan investigador de Ernesto; pues á no ser por él, quizá nadie hubiera reparado en este bien.

Refrigerados por la bebida, y con nuevas fuerzas para andar, torciendo un poco á la derecha, llegámos al Bosque de las calabazas y sitio en que nos detuvímos en otra ocasion. Federico, que se acordaba de cuanto le dijera al pasar por delante de tan extraños árboles, cuyo fruto sale del mismo tronco, repitió la leccion á sus hermanos, explicándoles el uso que se hacia de estas calabazas, y el partido que de ellas sacaban los salvajes de la América, así como los negros que no tenían otra vajilla; y uniendo la teoría á la práctica, comenzó á cortar y modelar algunas, labrando para su madre, que estaba cada vez más asombrada, varios utensilios que la agradaron muchísimo, tales como un canasto para los huevos, y una espumadera para sacar la nata de la leche.

A la sombre de estos árboles hicimos alto tanto para descansar como para comer, porque el hambre comenzaba á sentirse más de lo regular. Con la provisiones que traíamos y que se tendieron sobre la yerba, quedó satisfecho el apetito. Santiago bien hubiera deseado que se encendiese lumbre para cocer en una calabaza y asar luego el cangrejo al estilo de los salvajes, valiéndose de las piedras candentes en vez del fuego; pero, á más de los preparativos que esta operacion requeria, la incertidumbre de si gustaria cocido de esta manera, y sobre todo la falta de agua, le hicieron desistir de su proyecto.

Ernesto, que no se amañaba, ni adelantaba gran cosa en hacer platos y escu



El hambre se hacia sentir y nos dimos por muy contentos con comer los restos del asado.

dillas, ántes por el contrario echaba á perder cuantas calabazas cogian sus manos, á pesar de mis instrucciones, que ya habian amaestrado á sus hermanos, con mi permiso salió á dar una vuelta por el bosque á ver si encontraba agua. De repente le ví acudir azorado y gritando:

—¡Papá! ¡papá! un jabalí, ¡un jabalí enorme!

Al oir semejante anuncio Federico tomó su carabina, yo le imité, y corrímos hácia el punto que nos indicara Ernesto, precediéndonos los perros. Los aullidos de estos, mezclados con un sordo gruñido de diferente especie, nos hicieron creer que se habia trabado la pelea, y ya me regocijaba con la importancia de la presa que nos iban á proporcionar, cuando sorprendido ví efectivamente á los alanos traer por las orejas á un animal de cerda, no al supuesto jabalí, sino á nuestra marrana, cuyo genio indócil y montaraz nos obligara á dejarla en el bosque para vivir á su antojo. Este incidente dió lugar á muchas bromas; Federico sintió el chasco y verse privado de la gloria de matar una fiera como se habia figurado. Ahuyenté á los perros, y libré al animal de lo que le sujetaba, poniéndose á comer ansioso una especie de fruto que abundaba sobre la yerba que allí crecia. Recogí uno, parecido á una manzana pequeña semejante al níspero en el buen olor y lo grato al paladar; y á pesar de la predileccion de la marrana por esta fruta, no me determiné á catarla hasta analizarla. Recogímos buena cantidad de la que estaba caida por el suelo, y una rama del árbol que la producia; y cuando observé al mono que la devoraba sin reparo, entónces se me quitó la aprension y la guardámos para postre, pareciéndonos muy sabrosa y delicada.

—Entre unas y otras, papá, dijo Federico, el dia se va pasando, y todavía no hemos hallado ninguna caza importante; y así me parece que convendria que mamá nos aguardase aquí con los pequeños, miéntras nos adelantábamos algun tanto.

Aprobé la idea; Santiago únicamente quiso acompañarnos; Ernesto se quedó con su madre, quien nos encargó no nos alejáramos mucho, y sobretodo que diésemos pronto la vuelta.

Nos internámos en el bosque, y Santiago, que iba delante, se detuvo de pronto exclamando con acento del más vivo terror:

—¡Papá! ¡un cocodrilo! ¡he visto un cocodrilo!

—¿Estás en tu juicio? le respondí, ¡cocodrilos en un sitio donde no se encuentra una gota de agua!

—Pues lo estoy viendo, continuó el pobre chico con los ojos fijos en un punto. ¡Allí está sobre una piedra, tendido al sol! Sin duda duerme, porque no hace el menor movimiento. Toda la fachada es de cocodrilo, y sino...

Nos aproximámos con precaucion al punto donde señalaba mi hijo con el dedo, y al punto reconocí en el reptil que efectivamente estaba como aletargado al grandísimo lagarto verde que los naturalistas llaman iguanas; animal de todo punto inofensivo, y cuya carne y huevos son un manjar exquisito. Tendria unos cinco piés de largo, y estaba dormido sobre una roca. Al ver el mónstruo Federico iba ya á dispararle, cuando le detuve, haciéndole observar que la bala resbalaria por la escama del reptil sin herirle, exponiéndose sin fruto á que irritado pudiera hacerse temible:

—Déjame hacer, añadí; voy á ensayar un medio muy sencillo y sin exposicion para apoderarme de él.

Corté una rama bastante recia y otra delgada; até á la primera un bramante con un nudo corredizo á la extremidad, la cual empuñé con la mano derecha, miéntras que en la izquierda por toda arma llevaba la varita; fuíme aproximando despacio y callandito, y cuando estuve cerca del reptil, empecé á silbar á compas; primero débilmente, luego con más fuerza, hasta que se despertó el animal: abrió los ojos, y escuchó al parecer con embeleso creciente estos sonidos acordes, que le produjeron una especie de letargo, durante el cual, sin moverse lo más mínimo, le eché el nudo al cuello, y continuando el silbido para que conservase el sopor, dí al cordel una leve sacudida que lo hizo caer de la roca, púsele el pié encima, y ayudado por los niños lo sujeté. Federico quiso entónces dispararle un tiro en la boca, porque, ya despierto el reptil, intentaba defenderse; pero deseando llevar hasta el extremo mi designio, dije á Federico que retirase el arma; y miéntras que la iguana, víctima de su aficion á la música, volvia hácia mi la cabeza, introdújele por la nariz la varita que llevaba, de donde empezó á salir tanta sangre, que á poco murió sin estremecimiento alguno.

Asombrados mis hijos del resultado preguntáronme si yo era el inventor de este medio de fascinar y adormecer las serpientes, á lo que les respondí que habia leido en varias obras de viajes aquel arte de matar la iguana, como muy usado en América; pero que nuca creí me saliera tan bien. Se trató luego de llevarnos el animal, y me lo eché al hombro con la cabeza por delante, miéntras los niños sostenian la cola detras, y así llegámos donde quedaran los bagajes, en cuyo lugar encontré á mi esposa inquieta por nuestra dilatada ausencia. La relacion de nuestra caza y la vista del monstruoso reptil la interesaron poco; mas el modo singular de capturarlo alimentó la conversacion por algun tiempo.

En esto se iba el sol poniendo, y se pensó en tocar retirada á Falkenhorst, ántes que la noche nos sorprendiese en el camino. Como el trineo tenia ya demasiada carga, y el asno no podia tirar de él sino muy despacio por lo desigual y escabroso del terreno, resolvímos dejar el vehículo, y cargar el asno con la iguana, el cangrejo y un saco de guayabas. En cuanto á la avutarda, como se la habia curado el ala lo mejor posible, con un cordel atado á la pata y con el aliciente de algunas migajas de pan de yuca, que mi mujer la daba de vez en cuando, consintió en seguirnos andando.

El camino nos pareció más corto á la vuelta, y aun no se habia ocultado el sol cuando llegámos á Falkenhorst. Miéntras que yo abria y preparaba la iguana los niños descargaron el asno, y dieron su lugar correspondiente á la avutarda al lado del flamenco. Mi esposa se puso á aderezar la cena, que no tardó en estar lista. La carne del reptil pareció á todos deliciosa; no sucedió lo mismo con el cangrejo de Santiago, que estaba correoso y de mal sabor, y hubo que dárselo á los perros. Hice en seguida la ronda de costumbre; se dió de comer á los animales, y despues de calentarnos al rededor de una buena lumbre, subímos al nido á disfrutar el reposo de que tanto necesitábamos.