El Robinson suizo/Capítulo XLVII


CAPÍTULO XLVII.


Educacion del avestruz.—Aguamiel.—La tenería y la sombrerería.


Al dia siguiente de nuestra llegada á Felsenheim, mi esposa dió principio á sus tareas de ama de gobierno, abriendo las puertas y ventanas, y barriendo, limpiando, lavando y arreglándolo todo hasta dejarlo ordenado como ántes de nuestra salida. Miéntras desplegaba en esto una actividad maravillosa ayudada eficazmente por los dos pequeños, dirigíme con los mayores hácia donde habia quedado el carro para desembalijar las riquezas de que estaba atestado.

El avestruz quedó desde la víspera libre de sus dos guardianes, aunque bien sujeto y á la vista, atado entre dos columnas de bambú que sostenian el techo de la galería. Ese fue el sitio que se le asignó hasta terminar su educacion.

Los huevos de avestruz se sometieron á la prueba del agua tibia. Los que cayeron pesadamente al fondo se desecharon por inútiles; pero los que se agitaron al contacto del agua se conservaron por revelar que todavía contenian un principio vital capaz de desarollarse a calor del fuego y del algodon. En consecuencia dispuse una especie de estufa donde los metí envueltos en algodon, cuidando por medio del termómetro que gozasen de la temperatura que aquel designa con el nombre de calor de pollo.

Procedímos en seguida á la instalacion de los conejos de angora en el islote del Tiburon. En vez de abandonarlos á su albedrío como al principio me proponia, quise sacar más partido del gran recurso que podian proporcionarnos. Construímos pues unos vivares, iguales á los que yo habia visto en varios sotos de Europa, atendiendo no sólo á la comodidad de los huéspedes, sino á la seguridad de encontrarlos cuando se necesitasen. Antes de franquearles las subterráneas galerías que iban á constituir su morada, tuve buen cuidado de quitarles el pelo que se desprendía fácilmente, disponiendo además que, tanto en el vallado que servia de límite á su territorio, como en las diferentes entradas de la madriguera, hubiese enrejados para que al pasar el animal dejase allí enredado lo supérfluo de su pelo, que en adelante habria de convertirse en castor impermeable.

A pesar mio, pues, prefiriera conservarlos en casa; los dos tiernos antílopes quedaron instalados igualmente en el propio islote. El temor de que los perros ú otros animales los incomodaran me decidió á tomar esta resolucion, pensando tambien que, privados de la libertad, tal vez contraerian alguna dolencia mortal, miéntras que en su nueva morada se obviaban tales inconvenientes. Preferí pues salvarles alejándolos, y para hacer llevadero su destierro, construíles en el islote un cobertizo para que se guarecieran de la intemperie, añadiendo para alimentarlos á las naturales producciones del terreno aquellas que nos constaba ser más de su gusto.

Era de ver cómo saltaban y retozaban por la pradera; sus ligeros movimientos, la rapidez de su carrera, y sobre todo las graciosas y esbeltas formas de su cuerpo encantaban los ojos. El antílope es en general de color pardo que en varias partes tira á negro; una lista blanca le arranca del cuello hasta la cola, si bien está medio oculta entre el pelo de los lados; alguna que otra pinta blanca realza su cabeza y lomos; los remos son delgados, los piés brevísimos; en suma, son los animales más gallardos y graciosos que imaginar es dado.

El antílope lleva en sí una riqueza que codician los cazadores americanos: el almizcle; y el modo que comunmente emplean para despojarle de ese don de la naturaleza por cierto bien bien cruel. A fuerza de palos les levantan ampollas donde se les agolpa la sangre, las cuales ligan despues, apretando el nudo de modo que la sangre y pus extravasados no se extiendan; luego las dejan secar hasta que caen por sí mismas, y en ellas se encuentra la sangre perfumada, que con el nombre de almizcle tanto estiman los europeos.

Sólo nos restaban dos tortugas de las que habíamos traido del desierto, y acomodámoslas en el estanque de los patos. Al principio pensé admitirlas en la huerta para que diesen caza á los insectos; pero mi esposa temió que perjudicasen la berza, y así las relegué al pantano, entre el mimbreral y la laguna. Dos de ellas habian muerto en el viaje y los carapachos se guardaron para utilizarlos en su tiempo y lugar.

Encargóse Santiago de trasladar las tortugas al estanque, y apénas llegó le oímos llamar á Federico para que acudiese con un palo. Al principio me imaginé que el tarambana meditaba alguna jugarreta contra los mansos acuátiles, ó que la iba á emprender con las ranas para matarlas á palos; pero ¡cuál fue mi admiracion cuando á poco ví volver á los dos niños con una enorme anguila que habian encontrado prisionera en una de las nasas [1] de pescar que Ernesto dejó en el arroyo ántes del último viaje! Me contaron además que habian hallado rotas y vacías las otras, de donde deduje que los pescados lograron abrirse paso entre los mimbres de que estaban labrados los cestos. Nos consolámos de la pérdida con la excelente muestra que quedó.

La famosa anguila fue recibida con la distincion que se merecia. La cocinera aderezó sobre la marcha un buen pedazo, y el resto, puesto en salmuera, se escabechó y guardó en un barril de bambú.

La pimienta y la vainilla, como enredaderas, se plantaron junto á las columnas de bambú que sostenian una especie de galería que habíamos construido á la entrada de la gruta, á la cual servia de pórtico, y cuya parte alta se unia con la azotea del palomar. Al situar tan cerca las preciosas plantas abrigaba la mira de cuidarlas con más esmero para obtener mayor cosecha; pues aunque en lo general ninguno de nosotros tenia grande aficion á las especias, sin embargo, atendiendo á que en los climas cálidos como en que nos encontrábamos es indispensable usarlas como corroborante, resolví sazonar con ellas el arroz, el melon y sobretodo las legumbres, de suyo harto frescos.

La vainilla no tenia por de pronto la mayor aplicacion por carecer de cacao; no obstante, la conservé cierta preferencia por si más tarde podia utilizarla como artículo de comercio [2].

Las lonjas de tocino, los jamones de oso y de pecari, así como los barriles de manteca, pasaron á la jurisdiccion de mi esposa para que los almacenase en la despensa, la cual quedó tan provista, que por mucho tiempo podíamos desafiar al hambre, y más con la prudente economía del ama de gobierno, que no desperdiciaba lo más mínimo, sujetándonos en el seno de la abundancia á ciertas privaciones indispensables por no malograr su prevision.

Las dos pieles de oso se extendieron en la playa á orillas del mar para que el agua salada las fuése curtiendo, y para que no se las llevase la resaca las cubrímos de piedras gruesas que al propio tiempo las preservaban de los cangrejos.

La clueca silvestre y los pollos traidos de Waldek, por consejo de mi esposa, guardiana especial del gallinero, se colocaron debajo de una banasta dándoles de comer por de pronto huevos duros y miga de pan hasta lograr domesticarlos, estando siempre alerta para que maese Knips y el chacal de Santiago respetasen estos nuevos huéspedes como parte integrante de la familia, y no se les ocurriese ensayar en ellos alguno de los experimentos anatómicos ó de fisiología animal que les eran tan familiares. Más tarde pensaba agregarlos al resto del gallinero.

El condor, como brillante trofeo de nuestras victorias, quedó depositado en el museo, para acabar de disecarlo en las veladas del invierno y emparejarlo despues con el boa.

En cuanto al amianto y al vidrio fósil ó láminas de talco, así como á la tierra de porcelana, se depositaron en el taller, no sólo como destinados á figurar cual objetos de curiosidad, ó muestra de productos naturales, sino con intencion de sacar de esos tres preciosos materiales una utilidad real y positiva. Con el amianto deseaba obtener mechas incombustibles para el farol de la gruta; el talco, proponíame convertirlo en cristales para las ventanas; y en cuanto á la tierra de porcelana, ya casi la estaba viendo salir de mis manos en mil formas diversas de utensilios tan útiles como variados. Mas para estas metamórfosis era preciso aguardar la estacion de las lluvias, para entretener el tiempo con tan amenas y variadas ocupaciones.

Restaba por último colocar en puesto reservado la goma de euforbio, la que se depositó en el museo bien empapelada con este rótulo en grandes letras: Veneno, á fin de precaver funestas desgracias.

Las pieles de las ratas-castores que Ernesto habia muerto nos apestaban con su excesivo olor de almizcle, y para evitarlo, recordando lo que hacian los marinos al traer del Asia el asa fétida [3], especie de goma hedionda, que la izaban al tope del buque, empaqueté las pieles y las dejé al aire libre sobre la galería para que así no nos molestasen.

Más de dos dias se pasaron en estas tareas, cuya diversidad agradaba sobremanera á Santiago, siempre amigo de la novedad, miéntras Ernesto, por el contrario, ménos sectario de la vida activa, no se prestaba sino refunfuñando á tal alternativa de faenas. Mil veces nos aseguraba que se tendria por más dichoso con vivir tranquilamente recostado á la sombra de un árbol, leyendo un libro ó meditando, que no andando de ceca en meca, trasportando, arreglando y colocando lo que llamábamos riquezas. Cuando oía á mis dos hijos explicarse en tan opuestos sentidos, no podia ménos de rectificar sus ideas notando en qué claudicaban sus discursos é inclinaciones. Recordaba á Santiago que la vida humana no debia siempre parecerse á una linterna mágica donde los objetos se suceden y varian hasta lo infinito, y que á veces era preciso oponer á tal volubilidad la constancia de una ocupacion seria; y á Ernesto le hice observar que la inaccion acababa al fin por embotar y sumergir en vergonzoso letargo las nobles facultades de la inteligencia, reduciéndolas paulatinamente á un inerte egoismo, unútil para sí y el prójimo.

Yo, que pensaba de tan distinta manera, al verme pacífico poseedor de tantas cosas como la industria y el asiduo trabajo nos habian proporcionado para honesto pasatiempo, no pude prescindir de exclamar en un rapto de entusiasmo:

—¡Divina Providencia, ya has enriquecido á los pobres y míseros náufragos!

Una vez arreglado lo más preciso, mi mente laboriosa meditaba nuevos proyectos, entre ellos uno que ocupando los brazos de toda la colonia no dejase ocioso al sabio. Siempre creí oportuno, ó mejor dicho, necesario, labrar un campo ánte de la estacion de las lluvias, para las semillas que hasta entónces se habian confiado á la tierra sin órden ni concierto. Ante lo árduo de la empresa comprendímos en toda su verdad la sentencia divina á que por culpa de nuestro primer Padre fue condenado el hombre: ganar el pan con el sudor de su rostro. Las bestias de carga se prestaron con la mejor voluntad á servir de yuntas; pero el sol las heria con sus rayos tan de lleno, que nos daba compasion verlas jadear bajo los yugos. Por nuestra parte cuatro horas podíamos dedicar únicamente á la labor, dos de madrugada, y las otras al caer la tarde. Sin embargo, á fuerza de constancia lográmos labrar dos acres [4] de tierra, lo bastante para recoger en su dia abundante cosecha de maíz, yuca y patatas.

¡Cuántas lamentaciones, quejas y suspiros tuve que oir durante tan penosa faena! Pero en medio de todo, el amor propio, ese natural estímulo y poderoso freno de la pereza humana, acudió en auxilio de mis hijos, y aun Ernesto ¡quién lo creyera! llegó á hacer gala de su laboriosidad, dando una saludable leccion á sus hermanos que no cejaron un ápice hasta la terminacion de las labores.

—¡Ah! exclamaba Santiago ¡qué bien nos sabrá este pan! ¡con qué apetito lo comerémos! ¡bien ganado será!

Yo me hacia el sueco á estas y otras jaculatorias, redoblando la energía y el ardor; y mi ejemplo produjo más efecto en mi tierna familia que cuántas filosóficas disertaciones pudieran hacerse sobre la conveniencia y perseverancia en el trabajo.

En los momentos de asueto por entretenimiento nos ocupábamos en la educacion del avestruz, que hubo de sufrir no pocas tribulaciones. La empresa era tan difícil como nueva para nosotros; pero como recordaba haber leido, aunque no sabía cuándo ni dónde, que á fuerza de paciencia se llegaba á dominar la índole bravía de este pájaro, resolví ensayarlo como Dios me diese á entender.

El discípulo empezó por encolerizarse repartiendo á diestro y siniestro coces, picotazos y cabezadas; más esto duró poco, y lo mejor que se nos ocurrió para amansarlo fue tratarle como al águila, es decir, embriagándole con humo de tabaco, cuyo narcótico fue tan activo, que á pocos sahumerios vímos al majestuoso animal perder casi el conocimiento, tambalearse, y caer al fin desplomado. De este modo fué calmando su fiereza, y en recompensa de sus adelantos en la instruccion se iba alargando la cuerda que le retenia á las columnas de la galería, para permitirle echarse, levantarse, y dar alguna vuelta al rededor del pilar. Al mismo tiempo, mezclando lo dulce con lo amargo, se le mimaba en lo posible, atendiendo á su bienestar. En el recinto de que podia disponer, tenia su buena cama de cañas, calabazas llenas de bellotas dulces, de arroz, maíz y guayabas, regalos que debian hacer más grato el cautiverio y más tolerable la enseñanza. En resolucion, nada omitíamos para contentarle.

Punto ménos que infructuosas fueron tales atenciones durante los tres primeros dias, pues el cautivo recibió con insultante desden los sabrosos manjares que se le presentaron, rehusándolos con tal obstinacion que inspiraba serios temores. A mi esposa entónces la ocurrió afortunadamente una idea que nos sacó del apuro, la de hacer tragar al animal, quieras que no, unas albóndigas de maíz y manteca. El avestruz puso mal gesto al principio; mas despues que paladeó unas cuantas píldoras mostró acomodarse á nuestra cocina, y desde entónces se le abrió el apetito, sin necesidad de incitativos para engullir cuanto se le presentaba. La guayaba sobretodo era lo que más le gustaba, por lo cual augurámos bien del resultado de la educacion. El animal recobró las fuerzas, sacudiendo poco á poco la especie de nostalgía que le devoraba, así como su esquivez; dejábase manosear y á sus agrestes hábitos sucedió una incesante é inquieta curiosidad, que tenia sus puntas de grotesca. Despues de lamentar su abstinencia comenzámos á temer su voracidad, pues apénas bastaban las provisiones para el nuevo huésped, que digeria hasta los guijarros del arroyo, prefiriendo las bellotas y el maíz, con cuya golosina se fué amansando y sometiendo á nuestra voluntad.

A los diez ó doce dias de esta mudanza creímos que no habia ya inconveniente en permitirle dar algun paseo con la sola sujecion de un ronzal. Entónces comenzó el picadero en toda regla. Habituámosle primero á una ligera carga, que fué luego aumentando progresivamente; á arrodillarse y levantarse á nuestra voz; á volverse á la derecha y á la izquierda, y por último á dejarse montar por Santiago ó Franz, y correr, galopar, andar al paso, y pararse como un caballo. No diré que la pobre bestia se prestase siempre de buen grado á tantos manejos; mas cuando se mostraba indócil y rebelde para domarla sus maestros apelaban al látigo y la pipa, de reconocida eficacia. Una bocanada de humo ponia término á los conatos de independencia del discípulo.

Tal era al cabo de un mes la mansedumbre del avestruz, que se pensó formalmente en los medios de sacar más fruto de nuestra nueva conquista. Asociándole á los demás animales, le sometí como estos á una vida regular, á hacerle andar ó estarse quieto segun convenia á nuestras necesidades, para lo cual le proveímos de los correspondientes arreos. Lo que más me embarazó fue el bocado: ¿á quién se le habia ocurrido hasta entónces enfrenar á un pájaro? Confieso que jamás lo habia visto, y esta idea casi me tenia perplejo. Pero al fin salí avante.

En el curso de las lecciones habia notado que la oscuridad influia de tal modo en el avestruz, que no queria andar sino cuando veia claro, cuyo descubrimiento sirvió de base al nuevo bocado de mi invencion. Con piel de lija confeccioné una caperuza por el estilo de la del águila, que cubriéndole la cabeza se cerraba por debajo del cuello; á los lados, y á la altura de los ojos, practiqué dos agujeros que se tapaban ó descubrian con sendos carapachos por medio de un muelle de ballena hábilmente dispuesto; y así, combinado todo con dos riendas, á vuelta de cabeza se podia hacer pasar al nuevo corcel de la luz á la oscuridad y viceversa. Cuando tenia los ojos descubiertos, el avestruz galopaba en derechura; tapándole ya uno, se paraba como si se le refrenase. El caballo mejor adiestrado no obedecia con más precision al freno que el avestruz á la caperuza.

Este primer ensayo me alentó, y como la vanidad humana suele ingerirse en todo, con los dijes que teníamos adornámos la caperuza del mejor modo posible, prendiendo en la parte superior plumas blancas, restos de la cola del otro avestruz muerto, y á los lados lazos de cinta y flecos, que cuando el pájaro corria vistosos flotaban.

Para mis hijos bastara esto; mas para mí, que atendia en todo más á la utilidad positiva que á la diversion, faltaba completar el equipo del lindo prisionero. El avestruz es un animal robusto y susceptible de soportar por largo tiempo la fatiga, y como queria acostumbrar al nuestro á servir para el tiro, así como de acémila y cabalgadura, díme á fabricar los arreos respectivos. Nada diré de los dos primeros; pero el tercero, ó sea la silla y accesorios para la equitacion, era todo un arnes con sus cinchas, correas y bridas, y estoy seguro que en el Cabo de Buena Esperanza, país favorito de los avestruces, si hubiera presentado mi obra, á más de obtener privilegio exclusivo de mi invencion, me hubieran conferido el pomposo título de primer guarnicionero de la colonia.

Debo sin embargo confesar que no obstante el mérito de mi invento y de la exacta combinacion de sus partes, atravesáronse no pocas dificultades para que el avestruz se sometiese al aparejo, tan extraño como complicado, siendo preciso que nosotros tambien nos ejercitásemos para acostumbrarnos á su uso, porque á cada instante olvidábamos que nos las habíamos con un avestruz, entorpeciendo así con frecuencia el manejo. Lo que me costó más fue hacerle correr la posta, lo cual no era muy de su agrado; pero como la paciencia y perseverancia son los principales elementos de buen éxito en materia de educacion, no perdí la esperanza, y á copia de ensayos más ó ménos dificultosos tuve al fin la satisfaccion de ver al nuevo corcel prestarse de buen grado á la silla, y de una carrera ir ó volver de Felsenheim á Falkenhorst con satisfaccion general, empleando la tercera parte del tiempo que cualquiera de nuestros mejores correos necesitaria para recorrer igual trecho: tan ligero de zancas era.

Terminada la educacion del animal suscitóse de nuevo y con más calor que ántes la gran cuestion sobre su propiedad. Santiago, apoyado en la condescendencia



Jack se pavonea orgulloso montado en un avestruz.


anterior de sus hermanos, no cesó en sus pretensiones; Franz y los otros no estaban tampoco por abdicar las suyas, y así tuvo que mediar la autoridad paternal para dar fin al debate. Santiago era indisputablemente más listo y ágil que sus dos hermanos mayores, y más robusto que Franz; cuyas consideraciones me inclinaron á favor suyo, adjudicándole la propiedad del avestruz, á condicion que los demas tendrian derecho á montarle, y que se le destinaria más bien al provecho comun de la colonia que á la diversion de su nuevo dueño.

Esta sentencia, á pesar de sus restricciones, colmó de alegría á Santiago; los demas se sometieron, vengándose únicamente de la preferencia con pullas que á cada paso le dirigian.

—Ahí le teneis, decian al verle montado, ¿si pensará volar por los aires? ¡Cuidado que no pierdas la balija ó la cabeza!

El ufano jinete gozando de su triunfo no hacia caso de esos importunos desquites, sacuendiendo las burlas y echándoselas á la espalda como hacen el viajero con los copos de nieve que le cubren la capa, y se pavoneaba arrogante, gobernando con soltura y destreza su montura alada y dándose el pomposo título de correo de gabinete.

Pocos dias ántes del equipo del nuevo corcel, la nidada artificial de los huevos de avestruz que cubiertos de algodon sometiéramos al calor de la estufa, dió tan buen resultado, que de los seis cascarones salieron tres polluelos, lo más gracioso en los primeros dias, con su pelo pintarrajado y sus largas zancas que apénas podian sostener el cuerpo. Díles papilla de maíz, huevos duros, y cazabe hervido con leche. Uno de ellos murió á poco, pero los otros dos sobrevivieron, y nos dedicámos con asiduidad á reemplazar con el mayor esmero la previsora solicitud que para criarlos hubiera empleado su madre.

El avestruz grande por espacio de dos meses fue objeto de nuestra ocupacion principal; pero una vez vencidos los obstáculos de su educacion, y reducido á la condicion de animal doméstico, perdiendo el atractivo de la novedad cesó nuestra admiracion, y la costumbre de verle desvaneció su prestigio. Volvímos pues á nuestras antíguas tareas discurriendo otras que, si bien ménos importantes y engorrosas que la última, contribuian al bienestar y comodidades que en Felsenheim disfrutábamos.

El curtido de las pieles de los osos fue una de las primeras que se emprendieron. Despues que el mar las lavó, despojándolas del mal olor, las fuí descarnando, ablandándolas con vinagre, del que hablaré luego, y con una preparacion de ceniza y cebo, y adelgazándolas con una raedera que hice de la hoja de un cuchillo viejo, conseguí darles la flexibilidad que deseaba. Así nos procurámos dos cobertores magníficos y de un abrigo superior á cuanto se pudiera apetecer.

Nuestras únicas bebidas hasta entónces habian consistido en el agua pura del arroyo, algunas copas de víno de palmera, y el barril de víno del Cabo que se salvó del naufragio; mas como este no podia durar siempre y el recurso del de palmera era precario, resolví suplirlos con la composicion de una bebida artificial. Habia oido habla mucho del aguamiel de los rusos. La primera materia la teníamos abundante en la miel que proporcionaban las colmenas, y que no sabía qué destino darle, y así hice una tentativa á salga lo que saliere. Puse á hervir una cantidad de miel con otra porcion de agua, y llenando con esta mezcla dos barriles, eché en ellos un poco de levadura de harina de centeno para que fermentase el licor, y cuando hubo reposado puse en infusion nuez moscada, canela y hojas de ravensara, con lo que obtuvímos una bebida de grato sabor y aroma, y un ligero ácido, que para nuestra reclusion de invierno debia ser un grandísimo recurso. Los dos barriles de este licor artificial se colocaron en la bodega de la gruta, ó por mejor decir, en la cavidad que con tal nombre honrámos.

De aquí surgió una corta discusion sobre el nombre propio que habia de darse al nuevo caldo. Unos querian llamarlo víno del Cabo, otros de Madera; pero el sabio cortó la disputa, bautizándole con el de víno de moscada.

Llególe el turno al vinagre, que era de absoluta necesidad tanto para la cocina como para otros mil usos. Para conseguirlo bastó llenar otro barril de aguamiel, y hacerla fermentar dos ó tres veces añadiendo siempre nueva levadura, y despues de clarificado resultó una cantidad de excelente vinagre. Mi esposa recibió el nuevo producto de mi industria con especial reconocimiento.

Acopiadas casi todas las provisiones de invierno, pensámos en cosas de menor importancia. Viendo que el oficio de zurrador me habia salido bien, para aprovechar el buen tiempo que restaba discurrí la fabricacion de sombreros, comenzando por hacer el de castor prometido a Franz. En ese arte, tan nuevo como difícil para nosotros, de seguro no desplegámos la destreza y primor de los sombrereros de Lóndres y Paris; pero al ménos para satisfacer en parte el amor propio, nos consolámos con que el resultado de la industria llenó el objeto que nos propusiéramos.

La primera cuestion que se presentó fue la forma y color que convenia dar al primer sombrero, que habia de servir de modelo á los demas. Cada cual emitió su parecer, pero la necesidad, que es la principal consejera en esos casos, vino á decidir que el color y forma debia ser el más compatible con los recursos de que disponíamos.

Por de pronto, como era preciso pensar ántes en la materia que en la forma, los unos se encargaron de raer las pieles de ondatra con cuchillos, los otros de escarmenar las de los conejos de angora, y miéntras mi esposa mezclaba las dos clases, yo labraba los moldes de madera en dos mitades. Faltábanme aun las herramientas necesarias para prensar y enturtir, pero me las arreglé como pude, y mezclando el pelo ya preparado con cola de pescado obtuve un fieltro, endeble si se quiere, pero que se acomodó al molde; y dejándolo una noche en el horno para secarse, al dia siguiente teníamos un casquete suizo que no habia más que ver.



El primer sombrero se adjudica á Franz por unanimidad.


A pesar del trabajo empleado, á la verdad ni mis hijos ni yo quedámos del todo satisfechos de nuestra obra; pero lo estropeado de nuestros sombreros europeos, y la necesidad de amortiguar los rayos del sol, que hubieran llegado con el tiempo, sin ese preservativo, á derretirnos las cabezas, nos hizo pasar por todo y contentarnos con la forma del adoptado modelo.

—Esto, decia riendo Ernesto, ni es gorra, ni es sombrero. Hé aquí una cuestion que podrá discutirse en la academia de Felsenheim.

—Sombrero, casquete, ó lo que sea, respondió Federico, lo que quiero saber es si ha de conservar el color tan feo é indefinible que ahora tiene. Soy de parecer que se le dé un tinte para realzarlo.

—Tienes razon, dijo Ernesto; yo adoptaria el encarnado, que es el color del poeta.

—Y tambien el de los cardenales y catedráticos, replicó Santiago. Tiñámosle de encarnado y vendrá de perlas al señor doctor Ernesto, que con su gran ciencia no parará hasta ser cardenal.

La oportuna ocurrencia del tronera nos hizo reir á todos.

—Yo estoy por el color gris, dijo Federico, porque es el más económico.

—El blanco sería mejor, repuso Franz, y es más adoptado al clima en que habitamos, porque rechaza los rayos del sol miéntras que los otros colores los absorben.

—Yo voto por el verde, dijo por último Santiago, que es el favorito del cazador, y el que más se acerca á la naturaleza.

—Todos os habeis explicado á las mil maravillas, respondí; siento únicamente no poder satisfaceros como desearia. Federico ha dado pruebas de economía votando por el color gris; Franz, de capacidad, eligiendo el blanco; y Santiago, queriendo una gorra de cazador, ha pensado más en el adorno que en la utilidad. Por lo que hace á Ernesto, no le supongo con humos de ponerse algun dia el capelo de cardenal votando por el rojo. Pero llegue á serlo ó no, fuerza será atenernos á este color, no precisamente por lo que tenga de doctoral ó poético, sino porque, hablando en plata, es casi el único de que podemos disponer.

En efecto, recurrí á la cochinilla, y fui bastante afortunado para dar al fieltro un brillante color de púrpura; cuyo buen éxito neutralizó en parte el mal efecto que habia causado lo indefinible y equívoco de la hechura. El nuevo sombrero se acreditó, y más cuando lo engalané con dos plumas de avestruz. La buena madre se encargó de rematar la obra, ciñéndolo con una cinta amarilla que encontró en su célebre talego encantado; y con tales alifates, el desden con que ántes mirábamos el pobre fieltro se modificó de tal manera que todos de buena gana hubieran presentado la cabeza para calárselo.

Pero su destino estaba ya fijado de antemano como legítima pertenencia de Franz, á quien un incidente imprevisto pocos dias ántes privara de su viejo sombrero. Como el chico era de gentil talle y disposicion, la nueva montera le venía á las mil maravillas. Sus rizados y rubios cabellos, su rostro infantil, sus ojos azules, y sobretodo la inocencia que en sus ojos resplandecia, dábanle cierta semejanza con el hijo de Guillermo Tell, tal como le representan las crónicas de nuestro país en el momento que su padre se sometió á la terrible prueba. Este recuerdo nacional fue el que más contribuyó á poner en boga el nuevo sombrero. ¡La Suiza! ¡Guillermo Tell! Tanto recuerdos encerraban ambos nombres, resumian tantos pensamientos tristes y gratos al par, que se nos humedecian los ojos.

Largo rato departímos acerca de la carísima patria. Ernesto narró la leyenda del héroe y libertador de Suiza; mi esposa recitó algunos cantares de nuestras montañas; la imaginacion con su mágico prisma nos representaba como en sueños las queseras, los lagos, montes, precipicios y aludes de nuestra tierra: de suerte que por espacio de dos largas horas olvidámos que tres mil leguas de mar nos separaban de la patria de Guillermo Tell; y así entretenidos pasámos una de las más gratas veladas que desde el naufragio nos deparara la Providencia.




  1. Estas nasas que usan los pescadores consisten en una cesta de mimbres, de forma piramidal, con una boca en forma de cono inverso, por la cual entra el pescado y no puede salir. Llámase técnicamente buitron y se acostumbra ponerlo en las bocas de los arroyos, en los torrentes, acequias de los molinos, ó en las bocas de las presas en los rios. (Nota del Trad.)
  2. En el comercio se distinguieron tres suertes de vainilla; la boca, cuya silicua es gruesa y corta y su olor muy fuerte y caso incómodo; la alec, que es más larga y delgada, y de olor más grato; y la simarona ó bastarda, de fruto desmedrado y olor escaso. Los usos de la pulpa de vainilla en perfumeria, confiteria y licores son bien conocidos. (Nota del Trad.)
  3. El asa fétida es una goma resinosa, reputada como eficaz antiespasmódico, la cual se obtiene por incision del tallo y raíz de la planta denominada kerula asafetida. (Nota del Trad.)
  4. El acre es una medida francesa de superficie de 4840 varas castellanas y 52 piés y 39 milésimos: y como se ve, de mayor dimension de lo que nosotros llamamos fanega. (Nota del Trad.)