El Robinson suizo/Capítulo XLIII


CAPÍTULO XLIII.


Llegada al desfiladero.—Excursion á la gran vega.—Avestruz.—Tortuga de tierra.


Sin el menor contratiempo llegámos á la extremidad del bosque de bambúes, y allí mandé hacer alto junto á una alameda inmediata al desfiladero. La union del bosque con una cadena de rocas inaccesibles hacia de aquel sitio una posicion inexpugnable y fortificada por la misma naturaleza. El desfiladero, ó lo que es lo mismo, una senda estrecha que mediaba entre el rio y la montaña y que separaba nuestro valle del interior, encontrábase á tiro de fusil de nosotros; el bosque nos protegia por ambos lados, y una pieza de artillería colocada en la cumbre podia dominar muy bien la llanura interior.

—Hé aquí, dijo Federico, un sitio á propósito para establecer un fuerte, y nadie podrá entrar en el valle sin nuestro permiso. Si me cree V., papá, esta altura debe ser un puesto militar. Pero ahora me ocurre una idea; más de una vez le he oido mencionar la Nueva Holanda. ¿Cree V. acaso que estamos cerca de esa parte del mundo?

—En mi sentir, la tierra que ocupamos está al Norte de la Nueva Holanda. Mi presuncion se funda tanto en la posicion del sol, como por los recuerdos que conservo del derrotero que llevaba el buque. Otras circunstancias se agregan para corroborar mis cálculos, tales como la lluvia de los trópicos, las producciones que se encuentran en estas fértiles comarcas, la caña dulce, y las diferentes clases de palmeras. Pero cualquiera que sea la region donde nos encontramos, formará siempre parte de la gran ciudad de Dios, al que debemos estar infinitamente agradecidos por sus inagotables beneficios superiores á nuestros merecimientos.

Federico insistió en su opinion de construir allí una fortaleza, y aunque lo aprobé, aplacélo para la vuelta, pues ántes creí indispensable un reconocimiento en el interior del bosque á fin de cerciorarme de que por los alrededores no corríamos el menor riesgo. La investigacion se llevó á cabo; pero únicamente encontrámos dos gatos monteses, que huyeron ántes de hallarse á tiro.

El resto de la mañana se dedicó á diferentes trabajos en el campamento. Comímos; pero el excesivo calor nos impidió continuar la marcha, aplazando para el otro dia el reconocimiento de la gran vega.

Nada nos molestó durante la noche, y al rayar el alba todos estábamos listos para emprender la marcha. Los tres niños mayores debian acompañarme, porque para entrar en tierra desconocida debia contarse con fuerzas suficientes; Franz y su madre quedaron cuidando el carro, las provisiones y el resto del bagaje. Despues de un buen desayuno, de echar en los morrales un bocado para el camino y de despedirnos de la buena madre, que nos vió partir inquieta, emprendímos la caminata y á poco llegámos al desfiladero.

El lector recordará que en el año anterior, á la extremidad de esta garganta, se construyó una empalizada de bambúes y palmeras espinosas que constituian un verdadero atrincheramiento para cerrar el paso. Nada de esto existia. Por un lado las lluvias y los torrentes, y por otro los búfalos, los monos, los cerdos montaraces, y sobre todo el boa, cuya huella reconocímos sobre la arena, se aunan para destruir la primera obra del hombre contra su salvaje dominacion. Entónces concebí el proyecto de alzar en este sitio una muralla á prueba de animales y elementos; pero no podia ejecutarse en aquella sazon, y quedó aplazada para más adelante.

Antes de descender á la vega nos detuvímos á contemplar la gran llanura que la vista abarcaba. A la izquierda del riachuelo que cruzaba la vega por en medio, montañas desiguales todas cubiertas de palmeras; á la derecha, rocas peladas que se confundian con las nubes, cuya cadena, alejándose gradualmente del llano, descubria un horizonte sin límites. Santiago reconoció al instante el punto donde se cogió el primer búfalo, el rio cuyas dos orillas estaban cubiertas de la más rica vegetacion, y la caverna donde encontró el chacal. Siguiendo la corriente, y á medida que nos alejábamos de ella, el aspecto del suelo cambiaba visiblemente, la vegetacion desaparecia, y á la media hora de camino topámos un dilatado desierto cuyo fin no se alcanzaba. Los rayos de un sol abrasador caian á plomo sobre nuestras cabezas, y ni un árbol ni el menor arbustillo se encontraba para acogernos á su sombra. La tierra seca y tostada apénas producia una que otra agostada planta, y no podia comprender cómo en tan corto trecho se encontrase la naturaleza tan radicalmente cambiada.

La sed comenzó á molestarnos, y si bien al vadear el arroyo se habian llenado las calabazas de agua, esta se habia calentado de tal modo que era imposible beberla sin causar náuseas.

—¡Qué diferencia de suelo, papá, dijo Santiago, comparándolo con el que dejámos atras! Pero supongo que no será el mismo que recorrímos cuando la primera expedicion.

—No, hijo mio, respondí, estamos dos millas más léjos y en medio de un desierto. Durante las lluvias tropicales, y algunas semanas despues, verias todo esto alfombrado de yerba; pero cuando cesa el rocío benéfico del cielo, y el sol ejerce su predominio, la vegetacion desaparece hasta la próxima estacion.

—Esta es la Arabia Pétrea [1], dijo Ernesto.

—Es una tierra, como quizá no se encuentre otra, añadió Federico como desalentado. ¡Qué lástima que el mar no se la tragase!

—Así no fuera un volcan como ahora; los piés me arden como si caminara sobre ascuas, exclamó Ernesto.

—¡Paciencia! hijos mios, dije, ¡paciencia! No todo ha de ser tortas y pan pintado. Ad augusta per angusta, dice el proverbio latino, y nosotros le traducimos: no hay atajo sin trabajo. Pero pronto llegarémos á aquella colina. ¡Quién sabe si detras encontrarémos algun nuevo Eden!

Para concluir, despues de una fatigosa marcha de dos largas horas, durante la cual apénas nos dirigímos la palabra, llegámos sin aliento al pié de la tan deseada colina. Componíala una roca que se elevaba en medio del desierto, y cuya cima, más ancha que la base, nos brindaba con un poco de sombra, en la cual nos tendímos abatidos para descansar, pues nos faltó el ánimo para ascender á la cumbre y explorar el terreno. Hasta los perros ya no podian más, y con la lengua fuera se tendieron igualmente á nuestro lado.

Durante más de una hora permanecímos en silencio contamplando el panorama que se desplegaba á nuestra vista. Nos encontrábamos aislados en medio de un vasto desierto, al parecer de quince ó veinte leguas de extension; la cadena de montañas cerraba el horizonte, y el arroyo, que aun se divisaba, se parecia á una cinta de plata extendida sobre un tapiz oscuro y uniforme. Era el Nilo, visto desde una altura, serpenteando en medio de las ardientes arenas de la Nubia.

Hacia ya algun tiempo que maese Knips, que era tambien de la partida, nos habia dejado de repente dirigiéndose hácia las rocas donde desapareció. Creímos desde luego que habria olfateado alguna caterva de compañeros suyos ó cualquiera golosina que le suscitase el apetito. Le dejámos marchar, y á poco notámos que los perros, así como el chacal de Santiago, seguian el mismo camino; pero el cansancio y abatimiento en que estábamos era tal que no pensámos en correr tras ellos. El cuerpo pedia reposo y los labios algo con que refrescarse. Algunas cañas dulces que llevaba de prevencion en el morral y que distribuí entre mi tropa aliviaron algun tanto esa necesidad; pero este refresco acarreó otra nueva, que fue despertar el apetito, y algunos trozos de peccari asado confortaron el estómago.

—Hemos de convenir, dijo Federico más reanimado, que un buen pedazo de jamon asado á la otaitiana en el desierto es una gran cosa.

—Más vale esto, añadió Ernesto, que la carne cruda que comen los tártaros en sus viajes, manida bajo la silla del caballo. Al ménos, ya que no sea otra cosa, tienen la ventaja de llevar siempre consigo la cocina.

Este rasgo de erudicion de parte del sabio dió lugar á una discusion, y miéntras les explicaba las razones en que me apoyaba para creer fabulosa esa costumbre que tantos viajeros han dado por cierta, Federico, cuya vista alcanzaba muy léjos, se levantó de repente asustado.

—¿Qué es lo que has visto, hijo mio? le pregunté.

—Me parece divisar como si fueran dos hombres á caballo. Ahora se les reune otro, y galopan de frente... Deben ser árabes del desierto.

—¿Arabes? exclamó Ernesto; querrás decir beduinos.

—Dejáos de árabes y beduinos, respondí, y tú, Federico, toma el anteojo, y cerciórate de lo que es.

—Ahora distingo como rebaños que pastan, y como unos carros cargados de heno que se mueven á orillas del torrente... Ya no veo nada... De todos modos, prosiguió Federico, allá hay algo extraordinario.

—Tus ojos están á componer, sin duda, dijo Santiago; dáme el anteojo, yo miraré... Ya veo, ya veo, exclamó al cabo de un rato; efectivamente son unos hombres á caballo con lanzas y banderolas.

—Ya escampa, respondí á mi vez; desconfio de vuestros ojos que no ven sino visiones, y sino dígalo el mónstruo de marras que se convirtió en un banco de arenques.

Tomé el anteojo, y despues de mirar con atencion, dije:

—Ya está averiguado: los árabes del desierto, los lanceros, los carros de heno que andan solos, y los rebaños tan extraños ¿no sabeis lo qué son?

—¿Girafas, acaso? respondió Santiago.

—Cerca le andas, respondí son avestruces, magnífica caza que la casualidad nos depara; y es menester no desperdiciar la ocasion de atrapar alguno de estos habitantes del desierto.

—¡Avestruces! exclamaron á un tiempo los dos niños, ¡qué dicha! Si pillamos uno y logramos domesticarle, tendrémos plumas bonitas para adornar las gorras. ¡Qué elegantes estarémos!

—Vaya si lo estarémos, añadió gravemente Ernesto; pero cuando contemos con el pájaro.

En tanto los avestruces iban aproximándose y era menester no descuidarse. Por de pronto, lo más sencillo era aguardar á que pasasen y cogerlos desprevenidos. Mandé á Federico y Santiago que fuésen en busca de los perros y el mono, miéntras Ernesto y yo nos escondíamos tras de una peña, para que no nos apercibiese la bandada, que forzosamente debia pasar por delante. Buscando algun arbusto para ocultarnos, encontré una planta que se cria entre las rocas, que conocí ser el euphorbium, que los farmacéuticos llaman vulgarmente leche de lobo, cuyo jugo, aunque es uno de los venenos más activos que produce el Nuevo Mundo, tiene sin embargo aplicacion en la medicina [2].

Federico y Santiago volvieron á poco con nuestros compañeros de caza, que más diestros que nosotros, no habian perdido el tiempo, y por su pelo mojado conocí que habian apagado la sed y hasta recreádose con el placer del baño.

Los avestruces estaban ya tan cerca que pude distinguir la manada, compuesta de cuatro hembras y un macho, que se reconocia por el largo plumaje blanco de su cola.

Seguímos escondidos y silenciosos, reteniendo á los perros para que su arrojo no lo echase todo á perder.

—Ten preparada el águila, dije á Federico, por si acaso no nos bastan las piernas y las de los perros.

—¿Pues corren tanto los avestruces? preguntó Santiago: lo que es Federico y yo en eso de correr no somos nenes, y sino dígalo tambien maese Ernesto, que ganó el premio de la carrera.

—De poco servirán aquí las piernas de Ernesto por listas que sean, respondí; al avestruz no le alcanza ningun caballo.

—Entónces, dijo Federico, ¿cómo se componen los árabes del desierto para cogerlos? En las estampas siempre he visto los cazadores de esta clase de aves á caballo.

—Verdad es, añadí, pero tambien lo es que, más que por astucia, por ligereza consiguen su objeto: y hé aquí cómo se componen: el avestruz no ataca de frente ni por las espaldas, sino por el costado, y cuando se ve perseguido describe un círculo, volviendo siempre al punto de donde partió. Toda la ciencia del cazador consiste en reducir esa circunferencia. Cortando por los radios y adelantando siempre por donde indefectiblemente ha de pasar el ave, el jinete le fatiga y va sitiando en términos que le precisa á caer en sus manos. Como el círculo que describe á veces es extenso, no basta un solo caballo para hacérselo estrechar, á cuyo efecto se relevan los cazadores, habiendo ocasion en que un solo avestruz ha puesto en conmocion á una caravana entera.

—¿Es cierto, preguntó Ernesto, que cuando le persiguen esconde en la arena ó detras de una piedra la cabeza creyendo el estúpido que así se hace invisible?

—Nadie puede conocer, respondí, el pensamiento interior ni el móvil de un irracional; pero los que han atribuido al avestruz esa estupidez gratuita, de seguro no están enterados de las facultades que el Supremo Hacedor ha concedido al instinto de ese pájaro; y así, es más que probable, que en el caso á que te refieres, para mirar por su conservacion, es por lo que oculta la cabeza como más débil, tomando esa posicion para defenderse con las patas y cocear con ellas como hacen los caballos cuando se ven acosados. Esto es lo que creo, y no en la infundada fábula que nos han transmitido los siglos, calumniando á esa pobre bestia.

Miéntras hablábamos pude conocer que los avestruces nos habian sentido, porque noté cierta indecision en su andar; pero como permanecíamos inmóviles y silenciosos en nuestro escondite, es de presumir que al pasar por delante nos tomarian por alguna piedra ú otro objeto inanimado; mas no llegó ese caso, porque la impaciencia destruyó mi plan de emplear el lazo para coger alguno vivo.

Atacados de improviso los pobres animales por los alanos que se les abalanzaron ladrando á más no poder, emprendieron tan precipitada fuga que parecia que volaban. Sus largas zancas apénas tocaban el suelo, y tendidas las alas como vela henchida por el viento, prestaban mayor celeridad á su carrera. No habiendo ya otro remedio, tuvímos que recurrir al águila. Soltóla Federico, remontóse, y hendiendo los aires se puso perpendicular sobre el avestruz macho, cayendo á plomo sobre él con tanto ímpetu, que en breve el ave gigantesca yacia por tierra entre las convulsiones de la agonía. Acudímos por ver si aun sería tiempo de salvar la víctima; cuando llegámos, la reina de las aves habia consumado su obra.

Despues de contemplar con sentimiento el deplorable resultado de nuestra caza, como el mal no tenia ya remedio, se trató de sacar de ello el mejor partido posible. Desembarazados de los perros y del águila, despojámos al desgraciado pájaro de las mejores plumas de la cola y las alas, y como trofeos de la victoria adornámos con ellas nuestras gorras, dándonos la apariencia de caciques mejicanos. Pero el lujo era lo de ménos, pues el tamaño de las plumas nos proporcionó la suficiente sombra para amortiguar el ardor del sol.

Federico era el que más admiraba de las gigantescas proporciones de esa ave del desierto.

—¡Qué lástima, decia, que no hayamos podido salvarla! ¡qué gran papel hubiera hecho en el corral!

—¿Y cómo pueden estas grandes aves, preguntó Ernesto, encontrar alimento en el desierto?

—Eso sería bueno, respondí, si lo que llamas desiertos y que realmente lo son respecto á nosotros, lo fuesen para los demás animales de la creacion. Es una preocupacion esta como tantas otras. En las más áridas llanuras nunca falta alguna que otra planta, palmeras y otras varias producciones que sirven de alimento. Además, debe tenerse en cuenta que el avestruz, así como los demás moradores de improductivas zonas, son extremadamente frugales y capaces de soportar la sed y el hambre por largo tiempo; y sobretodo persuádete de una cosa, hijo mio, de que el divino Autor de la creacion ha debido calcular exactamente sus medios para que los seres que aclimató en el desierto pudiesen satisfacer todas sus necesidades, lo mismo que los que colocó en las fértiles llanuras, en los espesos bosques, y en las frondosas orillas de los rios que disfrutan de riqueza y abundancia.

La conversacion versó por algun tiempo acerca de los avestruces, y en particular sobre las puas que tienen á la extremidad de las alas, que les sirven como de espuelas para acelerar el paso cuando se ven perseguidos; y de paso demostré lo infundado de la creencia en que estaban los niños, así como la generalidad, fiados en las falsas relaciones de los viajeros, de que el avestruz, para defenderse, arroja á los cazadores arena ó piedra; lo cual podria igualmente decirse del caballo, añadí, pues al galopar tambien despide con los cascos traseros cuanto pisan, y sin embargo á nadie se le ha ocurrido aplicarle un instinto particular respecto á lo que se quiere conceder al avestruz.

Federico quiso tambien saber si esa ave tenia un canto ó graznido especial; á lo que respondí, que particularmente de noche exhala una especie de lastimero quejido semejante al del buho, y á veces rugidos á imitacion del leon.

Miéntras así departíamos, Santiago y Ernesto, que siguieran al chacal, hicieron un descubrimiento, y á poco les vímos agitar las gorras emplumadas, llamándonos á voces para que acudiésemos á donde estaban.

—¡Un nido! ¡un nido! gritaron al acercarnos.

En efecto, al reunirme con ellos ví el nido, si tal puede llamarse un agujero en la arena, que contenia simétricamente colocados como hasta veinte y cinco huevos de avestruz, tamaños como cabezas de niños recien nacidos.

—¡Cuidado! ¡cuidado! dije á los aturdidos, que ya iban á echarles mano; no los toqueis, ni trastorneis el órden en que están colocados, pues la hembra no entraria más en el nido, y no lograríamos desquitarnos de la desgraciada caza de esta mañana.

Preguntéles cómo lo habian encontrado estando tan oculto.

—Muy sencillamente, respondió Ernesto; pareciéndome que una de las hembras, la última que voló huyendo de los perros, habia saltado de repente del suelo, acudióme la idea de que se levantaria del nido; Santiago fue de la misma opinion; comenzámos á buscarle acompañados del chacal que, habiéndolo olfateado, dió con él de buenas á primeras, rompió un huevo del que salió un polluelo, el cual devoró al punto, y hubiera dado fin con todos si no se lo impidiéramos.

—Esta es otra de las hazañas de tu discípulo, dije á Santiago; por lo visto, aun te falta mucho para completar su educacion; y sólo á fuerza de palos conseguirás corregirle de esa voraz costumbre.

A pesar de mis observaciones, los niños deseaban apoderarse de los huevos, con la esperanza, decian, de que puestos al ardor del sol, durante el dia y bien cubiertos por la noche, lograrian sacar á luz los hijuelos.

Sobre esto hice presente á Federico que, pesando cada huevo á lo ménos tres libras, el nido entero pesaria sobre ciento, lo que imposibilitaba su traslacion por un desierto donde apénas podíamos soportar el peso de las armas y morrales, y que además era muy dudoso que la influencia de la madre pudiera reemplazarse por un calor artificial. Sin embargo, como estaban preocupados con su idea, recordéles lo que habian leido acerca de los hornos de que se sacan los pollos en Egipto, quedando convenido, prévio mi consentimiento, que cada cual traeria un huevo envuelto en el pañuelo, previniéndoles únicamente que los sacasen con tiento del nido sin tocar á los que quedasen, pues de lo contrario al volver la madre y notar el menor desórden los romperia todos al instante.

Al irnos tuvímos la precaucion de dejar señalado el sitio do se hallaba el nido con una cruz de madera, para poderlo encontrar al dia siguiente.

El exceso de peso que sobrecargaba á mis hijos, poco á poco les fué siendo molesto, y á no ser por el bien parecer, de buena gana hubieran renunciado á los avestruces por no llevar los huevos; pero no dieron su brazo á torcer, y seguímos adelante.

Para ganar el tiempo perdido con tantas detenciones, acercámonos á las rocas, y al paso encontrámos una laguna, confluencia sin duda de numerosos manantiales de que de ellas brotaban. Aquí encontrámos las huellas de los perros y del mono, por lo que quedó averiguado el cómo y dónde apagaron su sed y se refrescaron con el baño. Aprovechando el escaso ambiente que allí corria, hicímos alto para tomar un bocado y proveernos nuevamente de agua. Desde aquel punto divisábamos los rebaños de búfalos, monos y antílopes; mas estaban tan léjos que no nos daban el menor cuidado, si bien se encontraban huellas recientes por los alrededores de varios animales, sin reconocer alguna que pudiera ser de la serpiente, que era lo que más nos importaba.

Dispuestos estábamos á proseguir el camino, cuando el chacal de Santiago hizo un descubrimiento. De pronto le vímos escarbar entre la arena, y asomó un bulto redondo que se disponia á reconocer con los dientes. Santiago lo notó, se lo quitó y me lo trajo. A primera vista parecia una como bola informe de tierra húmeda; pero echándola en el agua para enterarme mejor, me encontré que lo que tomara por raíz ú otro objeto insensible era una criatura viviente, y nada ménos que una tortuga de la especia más pequeña, apénas del tamaño de una pera comun, y que echó á andar.

—¡Calla! exclamó Federico; no creia que existiesen tortugas sino en el mar. ¿Cómo habrá podido esta llegar hasta aquí?

—¿Quién sabe? dijo Ernesto; quizá en este desierto habrá caido una lluvia de tortugas, como en otro tiempo cayó en Roma otra de ranas.

—¡Alto ahí, señor sabio! respondí; la observacion irónica no revela tu ciencia, pues á pesar de lo que has leido afectas ignorar que hay tortugas de tierra y de agua dulce de la familia de esta, que no sólo se encuentran en charcos como el que ves, sino en estanques y jardines, destinadas á limpiarlos de caracoles, ortugas y otras mil clases de insectos.

—Siendo así, añadió Ernesto, llevemos unas pocas á mamá para que desempeñen el mismo oficio en la huerta, reservando una para el gabinete de historia natural.

El chacal continuó en su operacion de escarbar la tierra, y en un instante nos encontrámos con doce tortugas, que metí en el zurron. Federico reiteró su pregunta sobre las diferentes especies de tortugas.

—Estas, dije, se crian ordinariamente en las llanuras, ya secas, ya pantanosas del Cabo de Buena Esperanza. Durante el rigor del estío, cuando el sol convierte en vastos arenales aquellos campos, cubiertos ántes de vegetacion, las tortugas se soterran en la arena á bastante profundidad, saliendo cuando sobrevienen las lluvias y con ellas el frescor de la temperatura. Sucede con estos animales lo que con otros varios de Europa, que pasan parte del año ocultos bajo la tierra. Las ranas viven durante el invierno sumergidas en el cenagoso fondo de las lagunas, y ¿quién ignora que las marmotas en nuestras montañas se seputan miéntras dura la mala estacion en lo más profundo de sus vivares, durmiendo todo ese tiempo?




  1. La Arabia Pétrea es una de las partes en que dividió Ptolomeo esa regio de Asia, llamada así por la antigua ciudad de Petra, punto intermedio de comercio entre los romanos y persas. Hoy dia la Arabia está dividida de otra manera. (Nota del Trad.)
  2. Esta planta es del género de la familia de las euforbiáceas. Las especies indígenas tienen el nombre colectivo de lechetresnas, por el jugo blanco que desprenden y que se usa para extirpar las verrugas. Existe otra especie que llaman tártago los boticarios, la cual produce un aceite purgante, y la llamada ipecacuana, cuya raíz obra como emético. (Nota del Trad.)