El Niño de Guzmán: 06

El Niño de Guzmán
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo VI

Capítulo VI

Los porqués de Arcángela



Sola en su cuarto, Rafaela Seriñó fue a sentarse junto a la ventana, desde donde se veía la graciosa ensenada y el enhiesto y pintoresco monte que la cierra, frente a la cortadura de la Concha. Su mirada, al fijarse en un cuadro tan conocido que ya no la impresionaba por hermoso, tenía la vaguedad y la abstracción del que contempla dentro de sí mismo. Y, efectivamente, el alma de Rafaela ofrecía entonces, para la propia Rafaela, algo en qué recrearse, más bello que ningún paisaje, aunque lo bañase la luz entre rosada y cenicienta de una tarde tan dulce, que siendo todavía de verano, parecía de otoño.

Apoyando la cabeza en el respaldo de la mecedora, cruzando las manos como para sujetarse el corazón, Rafaela decía entre sí: «De esta vez... me parece que se ha roto el hielo». Y el descubrimiento del vasto mundo sentimental, que suele causar sobresalto, en Rafaela sólo determinaba, en aquel instante, infinita alegría. ¿No deseaba el momento desde hacía seis años? ¿No solía creer casi imposible que se produjese en ella el misterio divino?

Para explicarse cómo Rafaela había llegado a aspirar con tanta fuerza, no a ser querida, sino por el contrario, a querer; es preciso decir qué serie de circunstancias concurrieron a formar su carácter, influyendo decisivamente en esa vida interior que toda soltera joven se arregla allá en su capilla virginal, el santuario de sus ensueños a la vez puros y ardorosos... Rafaela quedose huérfana a los quince años: su padre y su madre murieron con pocos meses de diferencia, la madre de tifoidea, el padre de un padecimiento crónico del corazón que la pena reveló y condujo a rápido desenlace. Se hizo cargo de la niña su tío y tutor el duque de la Sagrada: desde el primer día fue cosa resuelta casarla con su primo Mauricio. Los amigos, los mismos criados, el capellán, el médico, el aya, aludían sin rebozo a un suceso que consideraban seguro cuando Rafaela cumpliese la edad adecuada al matrimonio. Prometida Rafaela, a nadie se le ocurrió rondarla, aun cuando sabían que era, no una semi-rica, una millonaria en posesión de sus millones. Argüiría, por otra parte, necia vanidad el tratar de insinuarse con la futura de Mauricio Lobatilla, el muchacho más guapo, de tipo más aristocrático, el más interesante y apuesto de la Corte. Suplantar a Mauricio en un corazón de diez y seis años, se juzgaba imposible.

A Rafaela los proyectos de boda ni la parecieron bien ni mal, como no nos parece bien ni mal el respirar y vivir -funciones naturales-. No sólo se habituó a pensar que Mauricio sería su esposo, sino muy especialmente a creer que don Gaspar era su padre y Gentileza su hermano. ¡Su hermano del alma! El generoso corazón de Rafaela se apegó desde el primer día a Borromeo, porque le vio deforme, raro, misántropo, y adivinó exquisitamente cuánto dolor y sensibilidad escondía aquella alma magullada y lacerada. Notó la desavenencia y repulsión de los dos hermanos, y se propuso reconciliarlos y unirlos en la comunión del cariño. Por instintiva delicadeza, manifestó más afecto y expansión que a Mauricio a Borromeo, y consiguió desencoger y calentar el espíritu aterido del contrahecho e infundirle una especie de culto.

Poseyó así Rafaela, en casa del Duque, ese arraigo y bienestar que sólo proceden de lazos de amor atados firmemente, de una comunidad de intereses afectivos. Es costumbre social, y costumbre que tiene su razón de ser, que los prometidos, especialmente si viven bajo el mismo techo, no estén juntos a todas horas, mientras no se fija la época de su enlace. Por esto, y más aún por sus aficiones algo disipadas -Mauricio siempre se inclinó al juego y a ciertas aventurillas- sólo veía a su novia a las horas de almorzar y comer -cuando almorzaba y comía en casa, que era pocas veces-. En cambio, Borromeo, retraído, encerrado, sedentario, allí estaba siempre, deseoso de la compañía de Rafaela, de charlar con ella, de convertirse en maestro y ayo de la joven: aun cuando no estuviese prometida al mayor, la deformidad del menor eximía esta intimidad de toda sospecha. No sólo hizo Borromeo estudiar a Rafaela muchas cosas que las mujeres en general ni de nombre conocen, sino que la prestó libros, la familiarizó con poetas y novelistas del género casto y sentimental -los más propios para encender la fantasía de una muchacha-. Y estas lecturas de Promessi sposi, de Los amantes de Teruel, de algunas novelas de Walter Scott, de Fabiola fueron como dorada luz que reveló a Rafaela un mundo fértil en maravillosas perspectivas -el mundo del amor-. En una mujer pura y vehemente, pueden darse unidas la mayor inocencia y las ilusiones más volcánicas. Lo singular fue que estas ilusiones hicieron erupción en el vacío. No tuvieron a Mauricio ni siquiera por pretexto. ¿En qué se parecía la proyectada boda de Arcángela a aquellas encantadoras historias de los libros? ¿En qué se asemejaba a las inflamadas frases de Diego de Marsilla el protector «Adiós, hija... ¿Cómo lo pasas, Gelita?» que le dedicaba el futuro a quien veía dos veces por semana?

No había fascinado a Gelita la gallarda estampa de Mauricio. A una virgen -sirvámonos de esta palabra aunque haga sonreír- no suele cautivarla la belleza física. La impresión de la hermosura, que es o refinamiento estético o cálculo de felicidades sensuales, pide conocimiento, malicia, experiencia, egoísmo, una fisiología muy material. Rafaela no estaba versada en arte, era limpia en su pensar como el agua, profundamente romántica en su espíritu. El perfectísimo cuerpo de Mauricio no la subyugaba poco ni mucho. Quizá si Mauricio la hablase de amor o suspirase bajo su ventana, sería otra cosa. Pero, ¿qué turbación íntima iban a causarla dichos como éste: «Que te lleven a ver a los excéntricos musicales del Circo, chica; hay para desternillarse con su orquesta de cacerolas...»; o: «Mira, Boltaña te ha visto en el picadero. No te tienes nada bien. A Hidalgo que te dé la jaca cierva, la andaluza, en vez de la torda, y acuérdate que dice Boltaña que vas como un saco». Rafaela empezó, pues, a vivir en las regiones del sentimiento distanciándose de Mauricio, acercándose a un ser que no existía. Así llegó a cumplir los dieciocho. Un día, Borromeo, que andaba desde tiempo atrás fosco y de mal humor, hizo una seña a Gelita, se la llevó a su cuarto de estudio, donde por las tardes solían leer y conversar, y soltó a boca de jarro:

-Gelita, prométeme no disgustarte... Ten valor... El infame de Mauricio ha tomado otra novia y pretende casarse con ella.

Gelita, sorprendida, pestañeó; viva curiosidad se retrató en su semblante; pero sus mejillas, que la pubertad y el ensueño habían empalidecido suavemente, no perdieron el tono mate; sus ojos no se humedecieron ni se nublaron.

-¿Otra novia? -repitió-. Y ¿es guapa? -A las muchachas, indiferentes tal vez a la belleza varonil, las preocupa siempre la femenil.

-Menos que tú -respondió con apasionada sinceridad Borromeo-. Es Bernardita Zárate, esa coquetuela, hija de unos tronados...

-¡Nardita! Pues es muy mona, preciosísima; ¿cómo dices que no? -respondió Gelita-. Y además muy chic.

-¡Me gusta la flema! Pues en casa no creas que esto se quedará así... Papá está hecho un león...

Al oír del enojo de su tío, Gelita creyose en el caso de ponerse grave; pero pocos días después, en un pequeño raout de los Lanzafuerte, la casualidad la colocó al lado de Nardita, y esta, con el expansivo aturdimiento, más que de sus años -ya frisaba en los veintidós- de su carácter, se confió a su presunta rival, la aturdió con el relato de sus esperanzas y anhelos, se apoderó de ella y la hizo su cómplice desde el primer instante, abusando de esa generosidad caballeresca de la juventud, que se exalta en las cuestiones de sentimiento. Este episodio fue para Narda un derivativo: consagró a la novela ajena el entusiasmo que antes dedicaba a meditar la propia. Apasionose por los amoríos de Mauricio, los escudó, los amparó, estuvo al corriente de ellos, puesta de acuerdo y secreteando con su ex-novio. Borromeo, persuadido de que Gelita se sacrificaba, la miraba con mayor adoración y se prometía vengarla de la injusticia. Nardita, maliciosamente, repetía: «Borromeo está enamorado de ti, monina; no lo dudes». La casa, durante los dos años que tardó Mauricio en conseguir llevar al altar a la de Zárate, presentó una vida dramática intensa: conspiraciones de Mauricio y su prima, confidencias de esta a Borromeo, iras del Duque, sarcasmos de este a su hijo, escenas penosas que preceden a trascendentales sucesos, tempestades que presagian naufragios. Casose Mauricio al fin; pero el Duque, pocos días antes de la boda, propuso a Rafaela que los novios se fuesen a vivir en un piso, como pudiesen, «porque aquí, bajo unas tejas, ellos y tú...». Arcángela se abrazó al cuello de su tío.

-Papá -le dijo-, no veo razón ninguna para que se vaya nadie, ni los demás, ni yo tampoco. Usted es mi padre, Mauricio y Borromeo mis hermanos: Bernarda será mi hermana también. No tengo otra familia. Viviremos reunidos, y ya verá usted cómo hacemos buenas migas.

Realizose el programa, con alivio y descanso del Duque, que no podía sostener decorosamente fuera de casa a su primogénito. El único que vio el arreglo con insuperable disgusto fue Gentileza. No podía sufrir a Narda y a Mauricio; no comprendía la existencia a su lado; sufría físicamente con verles, con el eco de sus voces frescas y vibrantes y, sobre todo, no concebía la manzana sana al lado de la agusanada; Gelita acompañada por la Lobatilla continuamente. Su imaginación empezó a trabajar forjando planes, preparando defensas, organizando el salvamento de Gelita. Fue entonces cuando esta, que había llevado tan alegremente la deserción de su prometido, que con tal desprendimiento había renunciado a proyectos que ya podían ser ilusión de felicidad -lícita ilusión- fue entonces, repito, al regresar los novios de su viaje de luna de miel, cuando dio señales de un abatimiento y melancolía que la gente atribuyó a lo que parecía más natural: al desengaño amoroso. Los que están de la parte de afuera difícilmente interpretan ciertas cosas sutiles y delicadas del alma. La complicación de un espíritu fino, sólo puede verse al microscopio. Formose acerca de Rafaela una leyenda tan verosímil como tosca y burda: la supusieron abandonada, celosa, sentenciada bárbaramente por su tutor al espectáculo de la dicha de dos enamorados a quienes envidiaba... Y lo que precisamente sucedía a Rafaela era lo contrario: sentimientos los suyos de un orden tan extraño y peregrino, que la confundían como el más raro enigma: ella misma los encontraba enrevesados y peliagudos. Es el caso que, al verse compadecida por todo el mundo, sacó en limpio que había causa para la compasión, y que el no haberse afligido por el desaire de su primo, era indicio clarísimo de insensibilidad, de atrofia, de sequedad afectiva; y recordando la indignación del Duque, asediada por la indignación de Borromeo; notando la mal encubierta indignación de algunas amigas y amigos de la casa, dedujo que, pues ella no se indignaba a su vez, es que no existían en su alma ciertas cuerdas que debían existir, y que así como otras mujeres son estériles del vientre, ella era estéril y seca del corazón, incapaz de querer, de sufrir, de palpitar. El ver a Mauricio tan loco y embriagado en los primeros meses de matrimonio, robusteció esta convicción y, acrecentó la pena. No podía dudar del cambio que la pasión había obrado en el joven Conde; no podía desconocer que el mozo calaverilla, soso y frívolo, era ahora otro hombre, más hombre -un hombre, con un mundo propio suyo, de alegrías y de penas hondas; de penas, porque casi desde el altar nacieron sus ocultos y crueles celos; de alegrías, porque había instantes en que se abolía todo menos la ventura de poseer. Y Gelita, al comprobar en sí misma una indiferencia, o más bien una repulsión profunda hacia los pretendientes que empezaban a afluir en compacto escuadrón, atraídos por una fortuna magnífica; al notar que se deshojaba la pálida flor de sus sueños y no maduraba el rojo fruto de la realidad, tuvo una crisis de melancolía depresiva, que tomó forma de vaga tristeza religiosa, porque Borromeo, persuadido de que su amiga necesitaba consuelos, la hizo leer libros místicos, y para desviarla de Narda, la impulsó a la devoción. Pensó la pupila del Duque en convento, sin saber en cuál -un convento de novela, de los de fuertes rejas y cerrada huerta donde se marchitan las rosas... Era sin embargo Rafaela un ser fuerte, sano, apegado a la alegría, y reaccionó humorísticamente contra sí misma, al cabo de un año de postración. Entonces empezó otra etapa: declarose resuelta a vivir soltera siempre, y se divirtió en asociar a Borromeo a sus egoístas planes.

-Tú y yo -le decía- cerraremos a papá los ojos, y, el día en que nos falte -que ya empezaremos a ser talludos-, construiremos un hotel y allí nos meteremos; ¡tú harás el plano! Nos daremos vida de príncipes. No nos faltarán nuestros viajecitos por el extranjero. Como tú eres tan instruido, me explicarás lo que yo no comprenda. Pasaremos meses en el campo, en un país de clima a propósito para ti, y allí fundaremos una casa-asilo para los niños huérfanos. Haremos bien al prójimo, para que Dios tolere que nos lo hagamos a nosotros mismos. Nos pondrán en solfa. Bueno. ¿Qué nos importa? A mí me dan broma contigo, Borromeo... ¿y sabes lo que se me ocurre contestar? Que ojalá fuese cierto que yo pudiese quererte a ti... o a otro. Pero este corazón se ha momificado. Mira, realmente ¡mejor! El querer da disgustos...

Estas frases, que pronunciadas por una niña de diecinueve años, hacían sonreír, empezaron a tener seria significación cuando las dijo una mujer de veinticuatro, en quien la madurez empezaba ya a notarse en los rasgos de la fisonomía. No obstante, Borromeo, desesperado, observaba que Narda, poco a poco, adquiría sobre Gelita cierto ascendiente, y que eran inseparables. Aturdida por la bulliciosa atmósfera que creaba su amiga, Gelita la acompañaba: no acertaba a separarse de ella. ¡Peligro inmenso! Gentileza, preocupadísimo, empezó a tramar una intriga, basada en la correspondencia que activamente sostenía con Pedro Niño de Guzmán. A cada nueva carta, las misteriosas esperanzas de Borromeo crecían, se precisaban y definían con el relieve de lo probable. Rafaela, a su vez, empezaba a dar consistencia al ensueño. Aquel galán que tan discreto ponía la pluma, que tan bien razonaba, que tantas cualidades revelaba en las páginas de su epistolario, iba infiltrándose en su fantasía ansiosa de ventura. El ideal difuso de los diez y seis años adquiría contornos, se encarnaba la esperanza mesiánica de la mujer. Lo más peligroso y seductor para Rafaela era no saber cómo tenía la cara el Niño: -así le llamaban Borromeo y ella en sus coloquios-. Pedro, o por descuido o por esa repugnancia a retratarse que algunas personas sienten, no quería enviar una fotografía a Borromeo, que se la pedía con reiteradas instancias. No hay nada más temible, para los espiritualistas, que ver o creer ver la faz de un espíritu sin conocer la forma de un cuerpo. En una mujer secretamente tan exaltada como Rafaela, el sortilegio de la correspondencia tenía que ser invencible. Por eso -al saber que Pedro llegaba, que le había visto en la estación hacía poco, sin conocerle- Rafaela se oprimió el pecho murmurando: «Ahora sí...».