El Niño de Guzmán: 07

El Niño de Guzmán
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo VII

Capítulo VII

Los porqués de Pedro



Mientras Rafaela Seriñó pensaba en el que venía, este entretenía el tiempo que la contrariedad del retraso le obligaba a pasar en Irún, dándose uno de esos largos paseos a pie que son una pica en Flandes para las gentes sin educación física, y para las habituadas al ejercicio un juego. Dejando en la estación su equipaje, sacando del rollo de mantas un bastón, emprendió la caminata a campo traviesa, en dirección a Rentería, internándose, por instinto, en el territorio español. Contento de estirar las piernas, más contento aún de pisar tierra ibérica, andaba con ligereza de ave y se detenía frecuentemente, sentándose en algún vallado, para soñar.

La casualidad, o mejor dicho, el juego de fuerzas morales que prepara los dramas de la vida íntima provocando sentimientos y actos determinados por ellos, había colocado, mediante circunstancias bien distintas, en situación asaz semejante a Rafaela y al héroe de esta historia. A la edad de veinticinco años, Pedro Niño de Guzmán no se había iniciado en la vida pasional, ni la concebía sino al través del ensueño.

El hombre de escogidas aficiones, de exquisita idealidad, de vasta cultura y profundamente religioso que dirigió su educación, hacinó sin querer materias inflamables en el alma de su alumno. Para comprender los efectos de la educación de Pedro, habría que conocer a Roberto O’Neal, y convendría recordar el sino de la raza irlandesa, a quien las condiciones de su existencia obligan a ser injusta con Inglaterra, a detestar la civilización sajona, a poner el ideal, no sólo fuera de ella, sino contra ella, y a identificar la causa de sus anhelos autonómicos con la de la verdad y el bien. No pudiendo refugiarse en la historia patria -la de Irlanda casi no existe-, O’Neal se desquitó empapándose en la de España, donde a cada paso estalla con brío magnífico el sentimiento de independencia. O’Neal visitó su tierra predilecta poco después de la guerra de África -destinada a cerrar sin fruto, pero con brillantez, nuestros anales de gloria-, y en su viaje, por recomendación de su cuñada, la miss a que aludía el Duque, conoció a Fernán Caballero (que ya no era niña entonces), llevándose la suave imagen de la gran narradora impresa en la fantasía, y sosteniendo por bastantes años con ella una correspondencia basada en un culto ardiente a todo lo español. Obligado por la escasez y por el deber de educar a sus hermanos a desempeñar el profesorado en un colegio de Londres, el roce continuo e irritante del espíritu práctico inglés despegó cada vez más a O’Neal de la vida británica. Las funciones de ayo de Pedro vinieron a redimirle de la servidumbre obscura en que vegetaba, y a endulzar el otoño de su existencia. Cobró al muchacho español ciego cariño. Por gusto, más que por conciencia y deber, le habló de España sin cesar; de una España vista al través de la leyenda, la tradición y el recuerdo; con su entusiasmo, que al fin encontraba empleo, infundió al Niño devoción por su patria, semejante a la de los musulmanes por la Meca. Hablole en frases poéticas -O’Neal era poeta, no tanto por haber escrito versos en su juventud, sino por la forma especial de su espíritu- de la mujer española, complaciéndose en evocar el angélico rostro y la casta sensibilidad de aquella Cecilia Böhl a quien sin darse cuenta de ello había adorado el irlandés rendidamente, y a quien por lo mismo no nombraba. Pedro sintió de rechazo el calor amoroso que encerraban las frases de O’Neal, y se formó la convicción de que sólo en España conocería la felicidad.

Otros motivos contribuyeron a que permaneciese largo tiempo sin pagar tributo a un sentimiento al cual todo le llamaba, todo le atraía, todo le destinaba fatalmente. Ya se sabe que la educación británica prolonga la niñez, y el discípulo de O’Neal, a pesar de su meridional sangre, merced al sport y a la atmósfera de pureza de que le rodeaba su ayo, cruzó la peligrosa edad de quince a veintiuno sin patullar en lodazales, sin recibir los estigmas del vicio, sin manchar su imaginación con imágenes vergonzosas. Las prácticas religiosas a que O’Neal le habituaba, y que no degeneraron nunca en formalismo vano; el ejercicio de la caridad con los pobres, que visitaban juntos; la poesía, que enciende, pero eleva, preservaron al Niño de Guzmán. Y cuando ya la edad gritaba imperiosamente, cuando su cuerpo se estremecía y su imaginación se inflamaba al roce de un traje femenino -delatando el temperamento de la raza, que bullía bajo la superficie helada y serena de la educación-, vino una grave preocupación a distraerle: la enfermedad de O’Neal, a quien quería como a padre, mentor y amigo, a quien veneraba por sus raras cualidades, tan sugestivas para un alma juvenil.

Minado por la afección que producen los climas fuertes en las organizaciones muy finas -la consunción-, O’Neal decaía poco a poco, perdiendo cada día terreno, sin que las recetas de los mejores médicos de Londres atajasen los progresos del padecimiento. Desde que Pedro pudo darse cuenta del verdadero estado de su amigo, solicitó del duque de la Sagrada, su tutor, remesa de fondos, y se llevó a O’Neal al continente, en busca de aires benignos y templados. El deseo secreto de O’Neal era morir en España; pero se oponía a ello la voluntad de la madre de Pedro, que ordenaba a su hijo permanecer fuera de la patria hasta cumplir los veinticinco, y fue preciso contentarse con Italia y con la costa meridional francesa. Durante la peregrinación -que se prolongó bastante, porque aquel cuerpo, al parecer tan inmaterial, resistió mucho-, la mente inspirada del irlandés brilló con más claros fulgores, y sus elevadas ideas irradiaron de un modo más atractivo. Apareciose a su alumno, al que ya llamaba hijo amado, con el prestigio y la aureola de la santidad. Persuadido desde el primer momento de que su mal no tenía cura, sólo aspiró a hacer la muerte ejemplar y bella, grabando en la imaginación de Pedro representación indeleble de cómo se muere sin miedo y sin tristeza, aristocráticamente, pero con fervor de cristiano. Católico apasionado, O’Neal no conocía sin embargo el negro fanatismo, y aun en los últimos instantes, cuando ya la calentura abrasaba sus tejidos y le clavaba en un sillón, no perdió los hábitos de delicadeza, de pulcritud física y moral, que había sabido conservar en sus años de estrechez y lucha. Ni un minuto dejó de ser el poeta y el caballero, y Pedro le dio una de sus postreras alegrías llenándole el cuarto y la cama de violetas de Parma y narcisos, cuando recibía el Viático de los moribundos. En la batalla con la muerte, en las alternativas inevitables de pavor y esperanza, estremecido de filial ansiedad, escuchando y bebiendo con respeto y ternura las palabras de un hombre que tiene ya un pie en el sepulcro -cuyas enseñanzas revisten solemnidad misteriosa-, exaltose la religiosidad de Pedro. Estos hondos accesos de fe, cuando todavía no se ha vivido, no se han navegado tormentosos mares, ni se han sufrido desengaños, son violentos y abrasadores como una fiebre, y predisponen al vértigo y a la caída. La crisis del espíritu de Pedro, aunque tan noble, entrañaba peligros, agravada por el abandono en que iba a quedar así que le faltase O’Neal, así que se encontrase solo consigo mismo, cara a cara con su intacta juventud.

Por contradicción aparente, pero que se explicaba conocidos los antecedentes y el carácter de aquellos dos hombres a quienes unía lazo tan estrecho, O’Neal, en los últimos meses de su vida, al sentir -como suele sucederles a los tísicos- que reverdecían sus ilusiones más ocultas, habló de España con redoblada efusión, y obedeciendo a un espejismo bastante frecuente en los extranjeros que nos admiran, olvidó por completo que hubiese una España actual, para no recordar sino la España romántica -la única que tiene existencia real, decía el pobre enfermo-. El papel providencial de España, el mágico talismán que tanto tiempo llevó en la mano, fue asunto de las conversaciones de maestro y discípulo: y cuando a Roberto le faltaban las fuerzas y no podía hablar, hacía que Pedro le leyese los libros en que se ve el reflejo del áureo nimbo de la Santa España -los Cuentos de la Alhambra, por Washington Irwing, la Peregrinación a la tierra del Cid, por Ozanam, La Bahía de Cádiz, por Latour, o el Don Juan de Mañara, del mismo devoto hispanófilo-, intercalado con las narraciones de Fernán, entre las cuales Pedro prefería la terrible y sugestiva Familia de Alvareda. Leían también la historia por buscar en ella la leyenda; y Suero de Quiñones en el puente del Orbigo, el Castellano leal, los Infantes de Lara, Guzmán el Bueno, los héroes del Romancero y del teatro, los que inmortalizó la popular fantasía, los reales y los inventados -mejor estos últimos-, desfilaban confundidos con relatos de proezas recientes, lauros que aún, al decir de O’Neal, mostraban fresca la sangre que copiosamente los había regado: hazañas épicas contra Napoleón, tragedias de las guerras civiles.

Al embeberse eu sucesos que a veces parecían sacados de un libro de caballería, las demacradas mejillas de O’Neal se sonrosaban un poco al fuego de la fiebre, y sus ojos verdosos próximos a cerrarse para el eterno sueño, brillaban con extraño fulgor entre los párpados de marchita seda y las claras pestañas. «¡Oh tierra del cielo! -murmuraba tratando de incorporarse en la silla-. ¡Dichoso tú que allí vivirás, hijo mío! Ya no queda en el mundo otra nación donde un alma cristiana, altiva y noble, pueda respirar su natural ambiente. España es el último asilo de la lealtad, de la caballerosidad, del honor. ¿Sabes tú lo que es el honor castellano? Lo que, a falta de religión, bastaría para que no perdiésemos nunca el camino recto. Si alguna vez tuvieses la desgracia de dudar, Pedro, agárrate al áncora de tu honor castellano, y no te irás a fondo. En el código de ese honor está proscripto todo lo bajo, todo lo indigno, todo lo vil y miserable. Allí se aprende la moral altanera del armiño. Y se aprende, sobre todo, que la vida no vale ciertas miserias, ni la dicha consiste en los bienes materiales. De este noble desprecio de la vida y de los goces de los sentidos se engendra el heroísmo. Así como en ciertos cuentos de hadas se lee que las calles están empedradas de oro, en España el suelo está empedrado de corazón. Toda España es un corazón enorme, un gigantesco corazón que Europa ve latir desde lejos, como los compañeros de Hernán Cortés veían, en la Noche triste, palpitar sobre el platillo del sacrificador el de sus compañeros acabado de arrancar del pecho. Donde hay un español hay un héroe, ante el cual son flor de cantueso los de la Iliada. Por algo Schlegel comparó a la Iliada el Romancero castellano. No extrañes -insistía apoyando su palma sudorosa en la de Pectro, trasmitiéndole el calor de su hermoso delirar- que yo me exprese así. El odio a la fuerza bruta y al bestial dinero está encarnado en mi ser. Hay parentescos de raza entre Irlanda y ciertas provincias españolas y, al través del mar que los separa, los celtas irlandeses y los ibéricos no han cesado de sentir que corre por sus venas la misma sangre. Y nota una diferencia que caracteriza a España: mientras Inglaterra no ha conseguido que los irlandeses olvidemos la servidumbre en que nos tiene, España ha fundido de tal manera los intereses de la rama céltica con los de las demás ramas peninsulares en el crisol del honor y de la fe, que se han identificado para las empresas más grandes de que existe memoria... No todo se logra por medio de la codicia y de la violencia. ¡El espíritu obra milagros...!».

Al acercarse el desenlace, O’Neal dio en una peregrina manía: empeñose en afirmar rotundamente que era español. «Ya sé -repetía- que no de nacimiento, pero sí por la voluntad: y sólo deploro que, en vez de sucumbir porque ciertas partes de mi organismo funcionan mal y están dañadas, no sucumbo en el campo de batalla peleando por esa nación entre todas sublime, donde las mujeres son ángeles de candor y honestidad, y los hombres leones. Ojalá corriesen ahora los días de Zaragoza y Bailén, ya que no los de las Navas o los que vieron a la inefable reina Isabel la Católica, la augusta y santa, para que yo besase la señal de sus pasos y contemplase el rostro de la que entregó a Colón sus joyas -¡porque se las entregó sin duda alguna, digan lo que quieran los escépticos!-. Ya que no me es posible a mí morir en España, ¿quién sabe si tú lo conseguirás? Al heroísmo te inclina la estirpe de que procedes. Los Niños de Guzmán y los Noroñas se hombrean con el rey. Yo espero que al menos hagas tu nido de familia en el único país donde las creencias perfuman y santifican el hogar, donde el becerro de oro no tiene una piara de adoradores, y el grosero positivismo y el desalmado mercantilismo no han secado las fuentes de la poesía».

Tales fueron las lecciones del maestro en quien Pedro tenía que fiar, porque su autoridad intelectual se fundaba en una autoridad moral innegable y poderosa. El Niño se dejó impregnar de ilusión y recogió gérmenes que tarde o temprano brotan. El tránsito de O’Neal, su conmovedora despedida, aquellas horas postrimeras en que el moribundo, sin soltar la mano de su discípulo, sin desviar de él los ya casi vidriados ojos, repetía las protestas de fe, los consuelos dulcísimos, la solemne cita para la inexplorada costa del más allá; los dos días que Pedro veló el cuerpo, mirando al través de sus lágrimas la faz inmóvil, bañada por una especie de serenidad misteriosa, fueron uno de esos períodos que, si no determinan vocación monástica y lanzan a un joven al retiro, por lo menos desequilibran sus nervios y le dejan inerme ante la pasión, porque al herir las fibras más íntimas del dolor afinan la sensibilidad y predisponen a la emoción dramática. Pedro cumplió filialmente sus deberes con el maestro; le dio sepultura provisional en Cannes, resuelto a dársela con el tiempo en España; y después de una temporada en que oyó misa diariamente y cada semana comulgó, en que se creyó dominado por incurable melancolía, el deseo de venir a España resurgió vivo y ardiente. No olvidaba, sin embargo, la voluntad maternal, y quiso esperar en París los meses que faltaban para repatriarse sin contradecirla. Al mes de residir en París, habiendo encontrado allí a algunos ingleses, amigos de colegio, que viajaban, y dejádose arrastrar por ellos al club, a los teatros, a los restaurants, el mosto de la juventud fermentó. Pasajeros extravíos le subyugaron. El hervor fue breve, y trajo consigo la prevista crisis de tedio y remordimiento. El muerto O’Neal estaba aún vivo; su voz resonaba todavía en los oídos de Pedro, persuasiva, afectuosa: «El amor es muy bello; pero no lo manches, no lo marchites de antemano con el libertinaje», parecía repetir la sombra amiga evocada por la memoria. Y así sucedió que las disipaciones de París, groseras redes tendidas al dinero; las mujerzuelas pedigüeñas, ávidas, socarronas o bobaliconas, de falsa alegría, de ajado y barnizado cutis, infundieron a Pedro, por contraste entre la impura realidad y sus divinas fantasías, mayor deseo de hollar el suelo bendito español, la Meca de su alma.