El Niño de Guzmán: 05

El Niño de Guzmán de Emilia Pardo Bazán
Capítulo V

Capítulo V

La opinión de las trufas



Al salir del hotel Colmenar y don Servando, el político de fuste y el agente subalterno, anverso y reverso de la medalla española, comentaron a su sabor, con libertad y malicia -según piadosa costumbre social-, no sólo la actitud de la pareja Lobatilla, sino el estado presente de la egregia casa donde acababan de refocilarse. Serían próximamente las tres y media, y a tales horas, en una ciudad como San Sebastián, no es fácil encontrar empleo al tiempo; pero Tranquilo, que no olvidaba los consejos de su médico Sánchez del Abrojo y tenía particular interés en conservarse como una manzana, propuso al gentilhombre un paseíto higiénico, cara a Miramar. Aceptó el palaciego, y pegaron la hebra, don Servando con optimistas apreciaciones, Colmenar con ensañamiento -lo cual se explica teniendo en cuenta que este último es dispépsico, y don Servando, con tal que la comida sea fina y selecta, goza de una beata digestión.

-Le digo a usted que viven de milagro, que están arruinados, que todo eso pega cualquier día un estallido -repetía con acre fruición Colmenar-. ¡Nuestra aristocracia! Vanistorio y tronitis... Nada, uno menos.

-¡Por Dios! -objetó Tranquilo-. No diré que estén boyantes; pero con las migajas y las rebañaduras de estas grandes familias históricas, se podría redondear un burgués como nosotros. Cuando están hundidos, les queda para deslumbrarnos. La casa de la Sagrada tiene entretelas.

Hizo un gesto Colmenar al oírse llamar burgués. Había tomado por lo serio lo de su punzón y su cargo palatino, y no podía perdonar a la gente de sangre azul que lo echase a risa.

-¿Dónde están esas entretelas? -exclamó-. Las deudas mansas, que son las peores, se han ido comiendo la enjundia. Estas casas se parecen a los mueblánganos antiguos, que a primera vista imponen con sus dorados y sus incrustaciones y sus herrajes; los registra usted... vacíos; polilla y cucarachas. Bobería, don Servando; desde la desvinculación... A bien que Lobatilla no tiene hijos, y Gentileza... me parece a mí que no se precipitará al abismo del matrimonio, ¿eh? Así y todo, más va a durar el día que la romería. Hemos de verles solicitando una administración ajena por no saber administrar lo propio... Hace cuatro generaciones que cada duque de la Sagrada se esmera en ir royendo el caudal un poco más que su antecesor. Viene el abuelo de don Gaspar, y, enfermo de mal de piedra, se gasta un caudal en una residencia princiére, la Chopera, que, como no está a orillas del mar, ni en las provincias del Norte, no fue del gusto de los descendientes, quienes primero la hipotecaron y después por un plato de lentejas la vendieron. Sigue el tío de don Gaspar, metiéndose en no sé qué negocio de minas y de Sociedades anónimas... cosas que él no entendía..., y de ahí viene la grieta magna del edificio. El padre de don Gaspar, don Pedro Noroña, ya lo recogió cuarteado... ¡y con su tino para rodearse y aconsejarse de los mayores pillos de España y arrabales, lo puso en situación de que lo derribasen por orden del Ayuntamiento! Y por si se necesitaba el último golpe de la demoledora piqueta... entraron en escena mi señor don Gaspar y su consorte la difunta señora condesa de Lobatilla... Dos pies para un banco. Nunca supieron privarse de un capricho. Ella, con su afición a aplastar a las otras devotas costeando fundaciones y obras de beneficencia; él, con sus exigencias de vida regalona, la mesa de Lúculo a diario... Como decía quien yo me sé (esta fórmula era la que usaba Colmenar para atribuir a Alfonso XII frases más o menos auténticas): «Gaspar no le hace gatuperios a Serafina, porque nunca ha tropezado con una cocinera francesa...».

-Pero, amigo Colmenar -dijo sonriendo el personaje-, si las cosas fuesen como usted las pinta, en San Bernardino habitaría ya don Gaspar, no en su palacio de Madrid ni en su hotel de aquí. Yo veo que gasta, que triunfa y que nos da unos almuerzos de patente...

Hizo Colmenar un guiño plebeyo y bajuno, reminiscencia quizás de sus tiempos horteriles, y castañeteó los dedos.

-¡Vaya un milagro! Don Servando... Usted se hace el inocente con mucha sal. Como si no supiésemos... En primer lugar, la munificencia de la Señora sacó de un atroz pantano al Duque, en París, poco antes de la Restauración... Allí hube de conocerle, acosado, acosadísimo... Después, vinieron las ollas de Egipto, la tutela de dos capitalazos: el de Pedro Niño de Guzmán, y ahora el de Rafaela Seriñó. Este sobre todo... Ni él ni ella van a exigirle cuentas al tío, y aunque se las exigiesen, al que no tiene... ¿Pues se figura usted que lo que puede quedarle a la casa de la Sagrada alcanzaría para tres meses de la vidita que llevan? ¿Y dónde me deja usted los pingos de Bernarda, el jugar desenfrenado de Lobatilla a fin de satisfacer los antojos de su esposa? ¿Que pueden con eso...? ¡Pamplina para los canarios!

-No me resuelvo a creer que el Duque abuse así de sus pupilos... Es usted una lengua viperina, Colmenar.

-Pues usted se encargará de descifrar el enigma... -replicó él, sonriendo como si le dirigiesen un elogio-. Son habas contadas. Diez o doce mil duros anuales que conserven, no llegan ni para intereses de hipotecas y préstamos... Pero allí estaban las viñitas de Jerez del sobrino, las dehesas extremeñas y los olivares cordobeses y el papel del exterior y las inscripciones en el gran libro de la sobrina... y a vivir. ¡Y si le hubiese salido la martingala de la boda de Mauricio...! Entonces la casa se rehacía.

-Indudable, indudable... ¡Lástima de negocio! En aquella ocasión fui yo el paño de lágrimas del Duque. Estaba lo que se dice afligido, achicado, cosa rara en él. Había acariciado el sueño de que Mauricio, con su buena facha... porque no hemos de negarlo, ¿eh? Arrogante mozo, eso sí...

-Pero de aquí, ni chispa -objetó Colmenar, tocándose la frente.

-¡Bah! Tratándose de bodas... Ha sido un contratiempo; porque Rafaela Seriñó, que si por su madre es una Mendoza, por su padre no tiene más cuarteles que el de la Montaña, está al frente de un capital de millones: Seriñó fue laborioso y afortunado... ¡Ese había nacido para negociante! Arcangelita ponía el guano, Mauricio los blasones... Una combinación. Y ella, según decían, prendadísima de Mauricio. Pero Mauricio se empeñó en dar su blanca mano a Bernarda Zárate. ¡Lo comprendo! Bernarda es monísima. ¡Aquel gancho! ¡Aquella manera de trastear...!

-Sí, sí -apoyó el gentilhombre con entonación sardónica-. En el pecado va la penitencia. ¡Buena alhaja la tal Nardita!

-¡Todo lo ha de ver usted negro! ¿Qué hace de malo Narda? Arrullarse con su esposo... ¡Si eso no es santo...!

Volviose Colmenar de frente a don Servando, posición en la cual su hálito impuro parecía una especie de símbolo, el olor que despide la sentina de la maledicencia. Don Servando se colocó prudentemente de perfil, mientras el agente desfogaba.

-Tortolear con su esposo y timarse con los que no lo son. Si le parece a usted diremos, en vez de timarse, flirtear: Una palabrita inglesa dulcifica lo más agrio. Los tortoleos con el marido, no desconozcamos que son inconvenientes... Dicen en Méjico: herradura que chacolotea, clavo le falta... A Nardita le faltan todos los clavos. ¡Se caerá! ¿Usted cree que son tan tontos Manolito Lanzafuerte, Tomás Garcilaso, Fadrique las Navas, Íñigo Santa Elvira y otros caballeritos que forman la corte de la Lobatilla? No van a humo de pajas, no. En Madrid le han puesto a Nardita señá Bernarda la castañera, porque dicen que dio la castaña a dos o tres que ya se juzgaban dueños del campo; pero el oficio de vender castañas es peligrosillo; el mejor día se abrasa los dedos... ¡Ja, ja! Y si tanto quiere a su marido la Bernardita, ¿por qué anda siempre rodeada de un zaguanete? Ni crea usted que Mauricio vive en paz. ¿Ha oído usted lo de los blancos en el tiro? Es una cabeza ligerilla... ¡Ya lo saben en Palacio! -Cuando Colmenar decía «Ya lo saben en Palacio», era como si dijese: «Está escrito en el Evangelio».

-Lo que noto -respondió don Servando- es que el pobre Duque ha dado un bajón. El diez veces siete le pesa. Le falta aquel esprit, aquella chispa a que estábamos habituados. Gentileza ahora dice más ingeniosidades que él...

-Nada, que desde la boda se ha puesto muy pachucho. Y ahora debe de acosarle otra preocupación: si Gelita se casa y recoge sus caudales, ¿a qué se agarra el Duque? Por algo le digo a usted que eso va a estallar. ¡Y a mí que se me ha puesto entre ceja y ceja que el inglés recogerá lo que Mauricio desechó y pretenderá la blanca mano de Gelita! Me alegraré; porque esa explotación es indigna, francamente. ¡Comerse a su pupila, ahí tiene usted el oficio del noble Duque! A bien que está amagado: la naturaleza, que es muy sabia, le avisa, y él haciéndose el desentendido... ¿Y sabe usted lo gracioso? Pues tiene un miedo cruel a morir... Delante de él no se puede hablar de nada que huela a difunto... No acompaña un entierro, no hace una visita de pésame, no oye una misa de cuerpo presente así lo emplumen... Cree que escondiendo bajo el ala la cabeza, como hacen los avestruces, no le verá la muerte... Y no es sólo a la muerte a quien teme, sino... ¡adivine usted!

Sonriose don Servando, y deteniéndose para respirar, murmuró con indiferencia:

-¡Pts! ¿Qué sé yo? Según usted, a los acreedores...

-¡Quia!, no es eso... Agárrese usted: ¡el miedo del duque de la Sagrada es... al infierno! ¡Al mismo infierno de los condenados!

Don Servando soltó la carcajada... ¡Hombre, no! Bromas de aquel famoso de Colmenar...

-Tan cierto como que estamos aquí... -repitió el gentilhombre...-. Haga usted alguna alusión a las calderas de Pedro Botero, y le verá demudarse...

El político encontró que el tal miedo era «un sainete»; Colmenar siguió burlándose de él largo rato. La sabrosa conversación les había llevado sin sentirlo bastante lejos del centro, a una barriada humilde; a la puerta de modesta casita divisaron buen golpe de gente del pueblo, los hombres con la boina en la mano, las mujeres compungidas, graves y respetuosas. Antes que los dos comensales del duque de la Sagrada pudiesen abrirse paso, salió de la casa lo que explicaba el grupo: un acólito agitando la campanilla, un sacerdote revestido, apretando contra el pecho la Forma. El concurso hincó rodilla en tierra, y al punto le imitaron el político y el gentilhombre. Formose después el acompañamiento que había de escoltar al Santo de los Santos, pero entonces los dos burgueses se apartaron de la plebe: sin previa consulta sabían que si entraba en su programa saludar a Jesucristo, no así seguirle a pie hasta la iglesia. Y el Viático emprendió la vuelta carretera abajo, oyéndose, en la hermosa paz de la tarde, un comprimido murmullo de oraciones y el ligero claqueo de las alpargatas de los pescadores, carreteros, bañeros y sardineros, que no querían apartarse del Señor. Colmenar y Tranquilo prosiguieron su paseo, al cual convidaba la hermosura de la tarde; velada de gris -el tiempo más lindo del Norte-; sólo que, como suele suceder, la impensada interrupción había desviado el curso de la plática. Trataban ahora de asuntos más generales y de más alto vuelo: de política. Colmenar rabiaba por echarlas de enterado, y lo estaba en efecto, si bien no tanto como pretendía demostrar. Tranquilo, al contrario, afectaba cierta reserva, que siempre sienta bien en un alto personaje, aun cuando sólo pueda reservar nada entre dos platos.

-¡Qué caramba! -exclamaba el palaciego-. No sé cómo viven ustedes tan confiados. El horizonte es color de tinta china... La aparente tranquilidad de España es engañosa, la aparente prosperidad, engañosísima; las economías, un mito; el orden, mito y medio... En realidad estamos mal, muy mal, y al menor soplo de aire se lo lleva todo la trampa. En Palacio...

-¡Déjeme de Palacio! -murmuró don Servando algo impaciente-. ¿Qué dice usted? ¿Que aquí hay cuestiones, problemas, amenazas, puntos negros? ¡Eso pasa en todas partes! No sé de ningún país que lo haya resuelto todo por ensalmo. Las demás naciones, ¿no tienen sus jaquecas? ¿Qué me dice usted de Francia, con su Panamá y su desdichadísimo Tonkin? ¿Cree usted que a Inglaterra no le escuece Egipto? ¿Pues y los italianos en Abisinia y Turquía con Creta? El hueso de las colonias lo han de roer todos.

-A nosotros nos va a costar la dentadura -objetó Colmenar-. ¡Y es por cobardes, por apocados! ¡Por lo que hemos degenerado, porque no hay sangre! Este hombre -y la manera de pronunciar la frase indicaba que no era necesario añadir otra designación para saber de quién se trataba- está engreído, está ciego, no ve más allá de su voluntad omnímoda... Por sus pasteladas con los Estados Unidos, nos va a dejar en una vergüenza. ¿Por qué no declara la guerra enseguida? ¡Parece mentira que seamos españoles! Ya vería usted donde se esconderían esos tocineros si tosiésemos gordo... ¡Una gente que no sabe lo que es un cañón ni un barco de guerra! Pero este hombre, a trueque de seguir ejerciendo el verdadero poder absoluto, porqué aquí, ante su soberbia y su altanería, parece que no hay más Roque ni más Rey...

-Eche usted por esa boca -repuso don Servando, enarcando resignadamente las cejas-. Así como así, la retahíla me la sé de memoria. Que es un tal y un cual, y un esto, y un aquello; que no se le puede sufrir, que nos tiene aherrojados, que aquí no se respira ni se estornuda sin su permiso. Bueno, hombre, bueno. Chiquillos que se quejan del ayo, estudiantes que reniegan del profesor... Bonita estaría esta tribu a no ser por él... tribu, sí, con pretensiones... como dijo no sé quien... No permita Dios que suceda, pero si sucediese que ahora, al volver a San Sebastián, oyésemos vocear un extraordinario con la noticia de que le ha dado una congestión, verbi gracia... ¡trate usted de figurarse lo que iba a pasar aquí!

-No pasaría nada... Descansaríamos en paz. ¡Afuera la gran rémora! Mire usted que yo tengo olfato, y al fin, al fin, sabe uno muchas cosas... Usted, naturalmente: la querencia... Es como la porfía de antes; defender a nuestra aristocracia, sostener que no está podrida y llamada a desaparecer... ¡a hundirse para siempre!

Empezaba a caer la tarde, y los resplandores de fuego del Poniente recortaban sobre su ardiente fondo la mole del Palacio que allá a lo lejos se descubría. Don Servando se detuvo un momento, pensativo.

-No hay cosa que no se hunda alguna vez... Hoy la nobleza y las más históricas instituciones, mañana será la burguesía, o el ejército, o las dos cosas juntas... Y todo cae, y todo vuelve, al cabo de mucho tiempo... Lo único indiscutible es que la Sagrada nos ha dado un almuerzo de p. y p.... Volvámonos, que ya pronto anochecerá.