El Criticón (Tercera parte)/Crisi II
CRISI SEGUNDA
El estanco de los Vicios
Llamó acertadamente el filósofo divino al compuesto humano, sonoro, animado instrumento, que cuando está bien templado hace maravillosa armonía; mas cuando no, todo es confusión y disonancia. Compónese de muchos y muy diferentes trastes que con dificultad grande se ajustan y con grande facilidad se desconciertan. La lengua dijeron algunos ser la más dificultosa de templar; otros, que la codiciosa mano. Éste dice que los ojos, que nunca se sacian de ver la vanidad; aquél, que las orejas, que jamás se ven hartas de oír lisonjas propias y murmuraciones ajenas. Tal dice que la loca fantasía, y cuál que el apetito insaciable. No falta quien diga que el profundo corazón, ni quien sienta que las maleadas entrañas. Mas yo, con licencia de todos éstos, diría que el vientre, y esto en todas las edades: en la niñez por la golosina, en la mocedad por la lascivia, en la varonil edad por la voracidad, y en la vejez por la vinolencia. Es el vientre el bajo, y aun el vil, desta humana consonancia: y esto no obstante, no hay otro Dios para algunos. Hizo siempre apóstatas los sabios; no digo cuántos, porque los más, y con menos razón, hacen mayor guerra a la razón. Es la embriaguez fuente de todos los males, reclamo de todo vicio, origen de toda monstruosidad, manantial de toda abominación, procediendo tan anómala que cuando todos los otros vicios caducan y se despiden en la vejez, ella entonces comienza y, sepultados ya, los aviva: con que no hay un vicio sólo, sino todos de mancomún; gran comadre de la herejía: dígalo el Septentrión, llamado así, no tanto por las siete estrellas que le ilustran, cuanto por los siete capitales vicios que le deslucen; amiga de la discordia: vocéenlo ambas Alemanias, siempre turbulentas; camarada de la crueldad: llórelo Inglaterra en sus degollados reyes y reinas; paisana de la ferocidad: publíquelo Suecia, inquietando muy de atrás toda la Europa; compañera inseparable de la lujuria: confiéselo todo el mundo; y finalmente, tercera de toda maldad, muñidora de todo vicio, escollo fatal de la vejez, donde zozobra el carcomido bajel humano, yéndose a pique cuando había de tomar puerto. El desempeño desta verdad será después de haber referido las severas leyes que mandó promulgar Vejecia por todo el ancianismo, que para unos fueron favores, si rigores para otros.
Subido en lugar eminente, el Secretario intimó desta suerte:
A nuestros muy amados seniores y hombres buenos, a los beneméritos de la vida y despreciadores de la muerte, ordenamos, mandamos y encargamos:
Primeramente, que no sólo puedan, sino que deban decir las verdades sin escrúpulo de necedades, que si la verdad tiene muchos enemigos, también ellos muchos años y poca vida que perder. Al contrario, se les prohiben severamente las lisonjas activas y positivas, esto es, que ni las digan ni las escuchen, porque desdice mucho de su entereza un tan civil artificio de engañar y una tan vulgar simplicidad de ser engañados.
Item que den consejos por oficio, como maestros de prudencia y catedráticos de experiencia; y esto, sin aguardar a que se les pidan, que ya no lo platica la necia presunción. Pero, atento a que suelen ser estériles las palabras sin las obras, se les amonesta que procedan de modo que siempre precedan los ejemplos a los consejos. Darán su voto en todo, aunque no les sea demandado, que monta más el de un solo viejo chapado que los de cien mozos caprichosos. Dirán mal de lo que parece mal, mucho más de lo que es malo, que esto no es murmurar, sino hacer justicia; y lo que en ellos sería recatado silencio, entre la gente moza pasaría por declarada aprobación. Alabarán siempre lo pasado, que de verdad lo bueno fue y lo malo es, el bien se acaba y el mal dura. Podrán ser malcontentadizos, por cuanto conocen lo bueno y se les debe lo mejor. Premíteseles el dormirse en medio de la conversación, y aun roncar, cuando no les contentare, que será las más veces. Corregirán a los mozos de continuo, no por condición, sino por obligación, teniéndoles siempre tirante la brida, ya para que no se despeñen en el vicio, ya para que no atollen en la ignorancia. Dáseles licencia para gritar y reñir, porque se ha advertido que luego anda perdida una casa donde no hay viejo que riña, y una suegra que gruña.
Item más, se les permite el olvidarse de las cosas, que las más del mundo son para olvidadas. Podrán entrarse libremente por las casas ajenas, acercarse al fuego, pedir de beber, alargar la mano al plato, que a canas honradas nunca ha de haber puertas cerradas. Permíteseles el encolerizarse tal vez con moderación, no dañando a la salud, por cuanto el nunca enojarse es de bestias.
Item que puedan hablar mucho, porque bien; aun entre los muchos, porque mejor que todos. Súfreseles el repetir los dichos y los cuentos que siete veces agradan y otras tantas enseñan, hiriendo de casera filosofía. Cuiden de no ser muy liberales, atendiendo a que no les falte la hacienda y les sobre la vida. Excusarse han del no hacer cortesías, no tanto por conservarse, cuanto porque no ven ya las personas como solían y que desconocen los hombres de agora. Harán repetir dos y tres veces lo que les dicen, para que todos miren cómo y lo que hablan. Háganse dificultosos de creer, como escarmentados de tanto engaño y mentira. No darán cuenta a nadie de lo que hacen, ni tendrán que pedir consejo sino para aprobación. No sufran que otro alguno mande más que ellos en su casa, que sería querer mandar los pies donde hay cabeza. No tendrán obligación de vestir al uso, sino a su comodidad, calzando holgado, por cuanto se ha advertido que todos cuantos calzan muy justo no pisan muy firme.
Item más, podrán comer y beber muchas veces al día poco y bueno, y tratar de su regalo, sin nota de gula, para conservar una vida que vale más que las de cien mozos juntas, y podrán decir lo que el otro: Yo soy largo en la Iglesia y en la mesa, y no me pesa. Ocuparán los primeros asientos en todo lugar y puesto, aunque lleguen tarde, pues llegaron al mundo primero, y podrán tomárselos cuando los otros se descuidaren en ofrecérselos: que si las canas honran las comunidades, justo es que sean honradas de todos. Mándaseles que en todas sus cosas procedan con espera, y así podrán ser flemáticos: que no procederá de cansados, sino de pausados y prudentes. No tendrán que ceñir acero los que han de caminar con pies de plomo, pero llevarán báculo, no sólo para su descanso, sino para las correcciones prontas, aunque no gusten los mozos de tales besamanos. Podrán ir tosiendo, arrastrando los pies y hiriendo fuerte con los báculos, como gente que hace ruido en el mundo, atento a que todos en la casa se irán recatando dellos, ocultándoles las cosas. Podrán, por el mismo caso, ser amigos de saberlo todo y preguntarlo, y atendiendo también a que si se descuidan en saber los sucesos se irían ayunos de muchas cosas ala otra vida, podrán informarse qué hay de nuevo, qué se dice y qué se hace; demás, que es muy de personas el querer saber lo que en el mundo pasa. Excúsese de su seca condición en achaque de su seco temperamento, templando con su austeridad el demasiado bullicio y la necia risa de la gente joven. Que puedan quitarse años, ya por los que les impondrán, ya por los que ellos en su juventud se impusieron. Tendrán licencia para no sufrir, y quejarse con razón, viéndose mal asistidos de criados perezosos, enemigos suyos dos veces, por amos y por viejos: que todos vuelven las espaldas al sol que se pone y la cara hacia el que sale; sobre todo, viéndose odiados de ingratos yernos y de nueras viejas. Haránse estimar y escuchar, diciendo: «Oíd, mozos, a un viejo que cuando era mozo los viejos le escuchaban.» Finalmente, se les encarga que no sean chanceros, sino severos, estando siempre de veras atentos a su madurez y entereza.
Estas leyes en lo público, y otras de mayor arte en lo secreto, les fueron intimadas, que ellos aceptaron por obligaciones, aunque otros las calificaron privilegios. Aquí, volviendo la hoja y teniendo el rostro hacia la contraria banda, esforzando la voz, leyó desta suerte:
—Intimamos a los viejos por fuerza, a los podridos y no maduros, a los caducos y no ancianos, a los que en muchos años han vivido poco: Primeramente, que entiendan y se lo persuadan que realmente están viejos, si no en la madurez, en la caduquez; si no en ciencia, en impertinencia; si no en prendas, en achaques.
Item más, que así como a los jóvenes se les prohibe el casar hasta cierta edad, así también a los viejos se les vede de tal edad en adelante: y esto, en pena de la vida si con mujer moza, y hermosa en costas de la hacienda y de la honra. Que no puedan enamorarse, y mucho menos darlo a entender, ni asentar plaza de galanes, en pena de risa de todos; podrán, empero, pasear los cimenterios, donde envió a uno cierta gentil dama como apalabrado con la muerte.
Item se les prohibe el añadirse años en llegando a perderles la vergüenza, echando a noventa y a ciento, porque demás de engañar a algunos simples, dan ocasión a que muchos ruines se confíen y sientan largo el enmendar su perversa vida. No vistan de gala los que huelen a mortaja, y entiendan que el traje que para un joven sería decente, para ellos es gaitería. Ni por eso han de andar vestidos de figura con monterillas o sombrerillos chiquitos y puntiagudos, ni con lechuguillas y calzas afolladas haciendo los matachines. Que no quieran ser agora enfadosos los que algún tiempo muy desenfadados, ni como el lobo prediquen ayuno después de hartos. Sobre todo, no sean avaros y miserables, viviendo pobres para morir ricos, y se persuadan que es una necia crueldad contra sí mismos tratarse ellos mal para que se regalen después sus ingratos herederos: vestirse de ropas viejas para guardarles a ellos las nuevas en las arcas.
Más, los condenamos cada día a nuevos achaques, con retención de los que ya tenían. Que sean sus ayes ecos de sus pasados gustos, que si aquéllos dieron al quitar estos al durar: y así como los placeres fueron bienes muebles, los pesares serán males fijos. Que vayan de continuo cabeceando, no tanto para negar los años, cuanto para ceñar a la muerte, temblando siempre, ya de su horrible catadura, ya pagando censo de asquerosidades a sus pasadas liviandades; y adviertan que viven afianzados, no para gozar del mundo, sino para poblar las sepulturas. Que anden llorando por fuerza los que rieron muy de grado, y sean Heráclitos en la vejez los que Demócritos en la mocedad.
Item que hayan de llevar en paciencia el burlarse de ellos y de sus cosas los jóvenes, llamándolas caduqueces, manías y vejeces, por cuanto dellos mismos lo aprendieron y desquitan a los pasados. No se espanten de ser tratados como niños los que jamás acabaron de ser hombres, ni se quejen de que no hagan caso sus propios hijos de los que no supieron hacer casa. Que los que tienen ya el un pie en la sepultura no tengan el otro en los verdes prados de sus gustos ni sean verdes en la condición los que tan secos de complisión; y en todo caso, eviten de parecer pisaverdes los amarillos y pisasecos. Finalmente, que procedan como parecen, agobiados, inclinándose a la tierra como a su paradero, cargados de espaldas, mas no de cabeza, pagando pecho en toser a su envejecer.
Impónenseles todas estas obligaciones, y otras muchas más, acompañadas de maldiciones de sus familiares y dobladas de sus nueras.
Acabado un tan solemne auto, mandó la arrugada reina se fuesen acercando a su caduco trono Critilo y Andrenio, cada cual por su puesto, bien opuesto, y así a Critilo le dio la mano, mas a Andrenio se la asentó. Entregó un báculo a Critilo, que pareció cetro, y a Andrenio otro, que fue palo. A aquél le coronó de canas, y a éste le amortajó en ellas. Diole a aquél el renombre de senior y a éste de viejo y, más adelante, de decrépito. Con esto, los despachó para pasar a la última jornada de la tragicomedia de su vida, Critilo guiando y Andrenio siguiendo. Volvióse Vejecia hacia el Tiempo, su más confidente ministro, haciéndole señas de despejar; que con ser intolerables sus calabozos, los tuvieran muchos por paraísos, a trueque de no pasar adelante y llegar al matadero.
A pocos pasos, bien pausados, tropezaron con un sabandijón de los de a cada esquina, en el vulgo, o a un personaje del enfado, que bien atendido de Andrenio y mejor entendido de Critilo, hallaron ser de aquellos que tienen la lengua agujereada, con flujo de palabras y estitiquez de razones; que hay sujetos peores de aquellos que lo que por una oreja les entra por otra les sale, pues a éstos lo que por ambas orejas les entra por la lengua al mismo punto se les va, con tal facilidad de boca que no les para cosa en el buche, por importante que sea, ni el secreto más recomendado ni la interioridad más reservada, no sabiendo callar ni su mal ni el ajeno: singularmente cuando llega a calentárseles la boca con alguna pasión de cólera o alegría, sin ser necesario darles el remitivo político de la afectada ignorancia ni el único torcedor de la mañosa contradición. Porque éste no tenía retentivo en cosa, confesando él mismo que no podía más con su estómago ni recabarlo con su lengua. Jamás pudo llegar a retener un secreto medio día, y por esto era llamado comúnmente don Fulano el de la lengua horadada. Todos cuantos querían se supiese algo y que se fuese extendiendo a toda prisa, acudían a él como a trompeta sin juicio. ¡Pues qué si le encomendaban el secreto! Reventaba por irlo al punto a hacer público. Desgraciado del que, o por desatención o por inadvertencia se le confiaba, que luego le topaba en medio de las plazas a la vergüenza y aun hecho cuartos. Al contrario, los que ya le conocían, se valían dél para hacerle autor de lo que a ellos no les estaba bien serlo. Y en una palabra, él era faraute universal, lengua de ferro, si no testa; no el bello dezitore, sino el feo palabrista. Éste, pues, o andaluz por lo locuaz, o valenciano por lo fácil, o chichilani por lo chacharroni, los comenzó a conducir sin pararle un punto la taravilla de necedades. ¿Quién podrá contar las que ensartó por todo el discurso de su vida? Nunca escupía porque no le tomasen la vez, ni preguntaba por no dar lugar a que otro le respondiese: si bien, a los tales se cree que se les convierte toda la saliva en palabras, porque todo cuanto hablan es broma.
—Seguidme —les decía—, que hoy os he de introducir en el palacio mayor del mundo, de muchos oído, de venturosos visto, de todos deseado y de raros hallado. ¿Qué palacio será éste? —se preguntaba él mismo, y después de muchos misterios, ponderaciones y hazañerías, les dijo muy en secreto—: Éste es el de la Alegría.
Hízoles notable armonía y dijeron:
—¡No sea el de la Risa! ¿Quién jamás vio tal cosa ni tal casa de la alegría? Hasta hoy no hemos topado quien nos diese noticia de semejante palacio, aunque de otros, encantados los más y llenos de soñados tesoros.
—No os espantéis deso —les dijo—, porque el que una vez entra allá, por maravilla sale: bobo sería en dejar el contento y volver a los pesares de por acá.
—¿Y tú? —le replicaron.
—Yo soy excepción: Salgo por no reventar, a parlarlo y a conducir allá los venturosos pasajeros. Vamos, vamos, que allí habéis de ver la misma alegría en persona, que lo es mucho, con su cara redonda a lo de sol; que aseguran durarles a las carirredondas diez años más la hermosura que a las aguileñas y carilargas. De allí amanece la Aurora, cuando más arrebolada y risueña. Todos cuantos moran en aquel serrallo, que allí se vive porque se bebe, andan colorados, lucidos y risueños; gente de lindo humor y de buen gusto, gentilhombres de la boca.
—Y aun gentiles —añadía Critilo—. Pero, dinos, ¿para cada día hay su placer y buenas nuevas?
—¡Oh, sí!, porque no se cuidan de las malas, ni las oyen ni las escuchan; está vedado el darlas. Desdichado del paje que en esto se descuida, que al mismo punto se despiden. Todos son buenos ratos, comedias nuevas, para cada día hay su placer, y aun dos, y todo al cabo viene a parar en placheri y placheri y más placheri.
—Pues ¿no hace de las suyas la fortuna, y de sus mudanzas el tiempo? ¿Siempre está en él llena la luna? ¿No se barajan los contentos con las penas, las copas con los bastos, los oros con las espadas, como por acá?
—De ningún modo, porque allí no hay podridos ni porfiados, ni temáticos, desabridos, desazonados, malcontentos, desesperados, maliciosos, punchoneros, celosos, impertinentes, y lo que es más que todo eso, vecinos. No hay espíritus de tristeza ni de contradición, ni atribulados, ni fatiguillas, ni agonizados. Nunca veréis malas comidas por ningún caso, aunque se hunda el mundo, ni peores cenas: nunca ha de faltar el capón, el perdigón, que están muy validos. No se conocen sinsabores ni quemazones; y, en una palabra, todos allí son buenos tragos, que de verdad no hay otra Jaula, ni más cierta cucaña en el mundo que no pillar fastidio de niente.
—Mucho es eso —ponderaba Critilo—, que tenga raíces el placer y amarras el contento.
—Dígoos que sí, porque es manantial el gusto; ni se marchita el gozo que nace en tierra de regadío. Y habéis de saber, como lo veréis y aun lo probaréis, que en medio de aquel gran patio de su placentero alcázar brota una tan dulce cuan perene fuente, brindándose a todos sin distinción en bellísimos tazones (unos de oro, los más altos; otros de plata, los del medio; y los más bajos, aunque no los menos gustosos, de cristales transparentes) con donosa figurería: por ellos baja despeñándose con agradable ruido (¡malos años para la mejor música, aunque sean las melodías de Florián!) un tan sabroso licor, y tan regalado, que aseguran unos viene por secretos condutos de allá de los mismos campos Elisios; otros dicen se destila de aquel divino néctar. Y lo creo, porque a cuantos le beben los vuelve luego unos bienaventurados a lo humano; aunque no falta quien diga ser vena de Helicona, y con harto fundamento, pues Horacio, Marcial, Ariosto y Quevedo, en bebiéndole, hacían versos superiores. Mas, porque todo se diga y no me quede con escrúpulos de estómago, no pocos se persuaden y lo andan mascando entre dientes, que son verídicos, y un alegre, eficaz veneno. Sea lo que fuere, lo que yo sé es que causa prodigiosos efectos, y todos de consuelo, porque yo vi un día traer no menos que una gran princesa (se dijera lansgravia o palatina) perdida de melancolía, sin saber ella misma de qué ni por qué, que a no ser eso no fuera necia. Habíanle aplicado dos mil remedios, como son galas, regalos, saraos, paseos y comedias, hasta llegar a los más eficaces, cuales son fuentes de oro potable, digo de doblones, tabaquillos de joyas, cestillos de perlas; y ella, siempre triste que necia, enfadada de todo y enfadando a todos, que ni vivía ni dejaba vivir, de modo que llegó rematada de impertinente. Pues os aseguro que luego que bebió del eficacísimo néctar, depuesta la ceremoniosa autoridad regia, se puso a bailar, a reír y cantar, diciendo que se iba hacia las alturas. Reniego, dije yo, de todos sus sitiales y doseles, y aténgome a un valiente cangilón. Y eso es nada, que yo le vi al más severo Catón, al español más tétrico, dar carcajadas en bebiéndole, que por eso le llamaron los italianos alegra core.
Encontraban muchos peregrinos con sus esclavinas de cuero, que todos se encaminaban allá. Los más eran del tercio viejo, que como el paraje era áspero y seco, y ellos venían fatigados y sedientos, encarrilaban en ristra y, muertos de sed, venían como vivos.
—Éste es —decía su farsante guión— el Jordán de los viejos: aquí se remozan y se alegran, refrescan la sangre y cobran los perdidos colores.
Mas ya, a los ecos de una gran bulla placentera, licenciaron la vista y descubrieron una casa no sublime, pero bien empinada, propia estación del gusto y palacio del placer, coronado, en vez de jazmines y laureles, de pámpanos frondosos, y todas sus paredes felpadas de hiedras; que, aunque suelen decir que echan a perder las casas donde se arriman, yo digo que hace harto más daño una cepa, pues de todo punto las arruina.
—Mirad —les decía— qué alegre vista de colgaduras naturales. ¿Qué tienen que ver con ellas las más ricas y bordadas del célebre duque de Medina de las Torres, las más finas tapicerías de Flandes, aunque sean dibujos del Rubens? Creedme que todo lo artificial es sombra con lo natural, y no más de un remedo.
—Deliciosa amenidad, por cierto —decía Andrenio—. Ya no me pesa de haber venido. Y dime, ¿siempre dura, nunca se marchita? —Dígoos que es perpetua, porque jamás le falta el riego; bien puede secarse Chipre y ahorcarse los pensiles: con que no falta aquí su Babilonia.
Íbanse acercando a la gran puerta, siempre de par en par, así como la casa de bote en bote, y notaron que así como a la del furor suelen estar encadenados tigres, a la del valor leones, a la del saber águilas, a la de la prudencia elefantes, en ésta asistían lobos soñolientos y tahonas entretenidas. Resonaban muchos juglares y todos hacían buen son: debían de ser forasteros. Bullían ninfas nada adamadas, pero muy coloradas y fresconas, a la flamenca; blandían vistosos cristales en sus mal seguras manos, llenas del generoso néctar, brindando a porfía a todo sediento pasajero, por estar esta casa de recreación en medio del pasaje de la vida. Llegaban ellos muy secos, cuando más ahogados de reumas, apurados de la sed, a apurar los cangilones, que ellos les bailaban delante; bebían sin tasa, como gente sin cuenta, y era bien de reír cómo fundaban crédito en hacer la razón, cuando más la deshacían. Y si alguno más templado se detenía, comenzaban a hacerle cocos, bautizando su atención por melindre y figurería, haciéndole muchos brindis con su templanza el licor brillante, que de verdad les saltaba a los ojos, provocábanlos diciendo:
—¡Ea!, que en vuestra edad no la hay: la sequedad de la complexión os excusa. Ésta es la leche de los viejos.
Y mentían, que no era sino el veneno.
—Vaya otra vez, que el licor es apetecible, pues ningún saínete le falta: él tiene buen color para la hermosura, mejor sabor para el gusto y extremado olor para la fragancia, lisonjeando todos los sentidos. Arrojad el agua tan necia como desabrida, muy preciada de no tener nada de gusto, ni color, ni olor, ni sabor. Éste sí que se precia de todo lo contrario, y lo que más es, que ayuda a la salud y aun es su único remedio, pues aseguraba Mesue no haber hallado confección más eficaz y que más presto acudiese a remediar el corazón ni las bebidas de jacintos, y de perlas.
Picábanle el gusto cambiando licores y colores, ya el rojo encendido, combinándose con la sangre, ya dorado, pasando plaza de oro potable, ya de color del sol, hijo ardiente de sus rayos, ya de finos granates y aun de preciosos rubíes, en fe de su preciosa simpatía. Contentábanse los cuerdos con una taza sola para satisfacer a la necesidad, que lo demás decían ser una gran necedad: con eso refrescaban la sangre, confortaban el corazón y se alentaban para poder proseguir su camino a las derechas. Pero los más no acababan de consolarse con una sola taza, ni aun con dos, sino que en trepa de brutos se metían muy adentro, no parando hasta encontrar con el mayor estanque, y allí se arrojaban de bruces. Destos fue uno Andrenio, sin que bastase a detenerle ni el consejo ni el ejemplo de Critilo. Tendíanse luego en son de bestias por aquellos suelos, que todo vicio lleva a parar en tierra, así como toda virtud al cielo.
En el entretanto que dormía Andrenio al ser de hombre, privado de la principal de sus tres vidas, quiso Critilo registrar aquel palacio tudesco, donde vio cosas de mucho escarnio, que él encomendó al escarmiento. Halló lo primero que la bacanal estancia no se componía de doradas salas, sino de ahumadas zahurdas, no de cuadras de respeto, sí de ranchos de vileza. Topó uno donde todos se metían a bailar luego que entraban, con tal propensión que, queriendo una dueña entrar con un palo a sacar su criada, con gran priesa se había puesto a bailar; en el mismo punto, depuesto el enojo con el palo, se calzó las castañetas y comenzó a repicarlas; hizo lo mismo el marido, cuando entraba más colérico a llevar el compás con un garrote. Y todos cuantos metían el pie en aquel gustoso rancho del mesón del mundo, al mismo punto, olvidados de todo, se hacían piezas bailando. Decían algunos ser burlesco hechizo que había dejado un entretenido pasajero que allí había hecho noche, mas Critilo túvolo por borrachera y trató de pasar adelante.
Encontró con otro donde todos cuantos allá entraban, al punto enfurecían con tal fiereza que, echando unos mano a los puñales y arrancando otros de las espadas, comenzaban a herirse como fieras y a matarse como bestias, olvidados de la razón, como gente sin juicio. Aquí vio un gran personaje con una muy buena capa de púrpura, y díjole su farsante guía:
—No te admires que por éste se dijo: «Debajo de una buena capa hay un mal bebedor.»
—¿Quién es éste?
—Quien fue señor del mundo, mas este licor lo fue de él.
—Retirémonos —dijo Critilo—, que tiene en la mano un sangriento puñal.
—Con ese mató a su mayor amigo sobre mesa.
—¿Y con todo eso, fue aclamado el Magno?
—Sí, por lo soldado, que no por lo rey. De otro más moderno, y aun corriendo vino, aseguraban que no se había embriagado sino sola una vez en su vida, pero que le duró por toda ella, en quien hicieron gran maridaje el vino y la herejía.
Aquí les mostraron el mismo tazón que tomó en la mano el octavo de los ingleses Enriques en el trance de su infeliz muerte, en vez del santo crucifijo con que suelen morir los buenos católicos, y echándosele a pechos, dijo: «¡Todo lo perdimos junto, el reino, el cielo y la vida!»
—¿Y todos ésos fueron reyes? —preguntó Critilo.
—Sí, todos, que aunque en España nunca llegó la borrachera a ser merced, en Francia sí a ser señoría, en Flandes excelencia, en Alemania serenísima, en Suecia alteza, pero en Inglaterra majestad. Decíanle a uno que dejase el beber, si no quería despedirse del ver, mas él, incorregible, respondía:
—Decidme, estos ojos ¿no se los han de comer los gusanos?
—Sí.
—Pues más vale que me los beba yo.
Otro tal respondió:
—Lo que hay que ver, ya lo tengo visto; lo que he de beber, no está bebido. Pues bebamos, aunque nunca veamos.
—Y catad la diferencia de los licores: éstos que están tristes y tan adormecidos cargaron del tinto, estos otros tan alegres y risueños del blanco.
Mas ya en esto habían llegado, no al más reservado retrete, que aquí no se conocen interioridades, sino a la estancia mayor de la risa, a la cueva del placer, donde hallaron que presidía sobre un eminente trono de cercillos una amplísima reina, sin género de autoridad, muy grave. Y con estar muy gruesa, decía no tener más que los pellejos, tan pobre y desamparada cuan en cueros. Parecíase una cuba sobre otra, de fresco y alegre rostro, aunque tenía más de viña que de jardín. Vestía de otoño, en vez de primavera, coronada de rubíes arracimados; chispeábanle los ojos, vertiendo centellas líquidas, hidrópicos los labios del suavísimo néctar; blandía, en vez de palma, en la una mano un verde y frondoso tirso, y brindaba con la otra un bernegal de buen tamaño a todos cuantos llegaban, observando con inviolable puntualidad la alternativa en los brindis. Notaron que mudaba semblantes a cada trago, ya festivo, ya lascivo, y ya furioso, verificando el común sentir, que la primera vez es necesidad, la segunda deleite, la tercera vicio, y de ahí adelante brutalidad. En viendo a Critilo, licenció la risa en carcajadas y comenzó a propinarle con instancia el enojoso licor.
Rehusaba Critilo el empeño.
—¡Eh!, que no se puede pasar por otro —le decía, sí, su farsante camarada— en ley de cortesano.
Viose obligado a probarlo, y en gustándole exclamó:
—Éste es el veneno de la razón, éste el tóxico del juicio, éste es el vino. ¡Oh, tiempos!, ¡oh, costumbres! El vino, antes, en aquel siglo de oro (pues de la verdad y aun de perlas, pues de las virtudes), cuentan que se vendía en las boticas como medicina a par de las drogas del Oriente. Recetábanle los médicos entre los cordiales. «Récipe, decían: una onza de vino, y mézclese con una libra de agua.» Y así se hacían maravillosos efectos. Otros refieren que no se permitía vender sino en los más ocultos rincones de las ciudades, allá lejos en los arrabales, porque no inficionase las gentes, y se tenía por infamia ver entrar un hombre allá. Mas ya se profanó este buen uso, ya se vende en las muy públicas esquinas y están llenas las ciudades de tabernas; ya no se pide licencia al médico para beberle, habiéndose convertido en tóxico el que fue singular remedio.
—Antes, hoy —le replicó un aprisionado— es medicina universal: díganlo tantos aforismos como corren en su favor.
—¡Eh!, que son de viejas.
—No por eso peores. Él es el común remedio contra el daño, que hacen todas las frutas, y así dicen: Tras las peras, vino bebas; el melón maduro quiere el vino puro; al higo vino, y a la agua higa; el arroz, el pez y el tocino nacen en el agua y mueren en el vino. La leche, ya se sabe lo que le dijo al vino: Bien seáis venido, amigo. El vino tras la miel, sabe mal, pero hace bien. Así que donde no hay vino y sobra el agua, la salud falta. En todos tiempos es medicina, como lo dice el texto: En el verano por el calor y en el invierno por el frío, es saludable el vino. Y otro dice: Pan de ayer y vino de antaño traen al hombre sano. No sólo remedia el cuerpo, pero es el mayor consuelo del ánimo, alivio de las penas, que lo que no va en vino, va en lágrimas y suspiros. Es aforro de los pobres, que al desnudo le es abrigo. Bebida real, cuando el agua para los bueyes y el vino para los reyes. Leche de los viejos, pues cuando el viejo no puede beber, la sepultura le pueden hacer. Y en él consiste la media de la vida, que media vida es la candela, y el vino la otra media. De modo que es medicina de todos los males, porque sangraos, vecina…, y responde, el buen vino es medicina, y con mucha razón, pues son siete los provechosos frutos de ella: purga el vientre, limpia el diente, mata la hambre, apaga la sed, cría buenos colores, alegra el corazón y concilia el sueño.
—A todos ésos —dijo Critilo— responderé yo con éste sólo: Quien es amigo del vino es enemigo de sí mismo. Y advertid que otros tantos como habéis referido en su favor, pudiera yo decir en contra, pero baste éste por ahora, con este otro: El vino con agua es salud de cuerpo y alma.
—¡Oh! —replicó el apasionado—, ¿no veis que el vino, si le echáis agua, le echáis a perder, especialmente si fuere blanco?
—También, si no se la echáis, os echa él a perder a vos.
—Pues ¿qué remedio?
—No beberle.
Otras muchas verdades dijo Critilo contra la embriaguez, de que los circunstantes hicieron cuento y él escarmiento. Reparó Critilo en que asistían pocos españoles al cortejo de la dionisia reina, habiendo sin duda para cada uno cien franceses y cuatrocientos tudescos.
—¡Oh! —dijo el hablador—, ¿no sabes tú lo que pasó en los principios desta bella invenchione del vino?
—¿Y qué fue?
—Que un recuero atento a su ganancia cargó de la nueva mercadería y dio con ella en Alemania, y como fuese el precioso licor en toda su generosidad, gustaron mucho dél los tudescos: hízoles valiente impresión, rindiéndolos de todo punto. Pasó adelante a la Francia, mas porque no fuesen comenzados los cueros, acabólos de llenar en la Esquelda, con que no iba ya el vino tan fuerte, y así no hizo más que alegrar los franceses, haciéndoles bailar, silbar y dar algunas cabriolas y rascarse atrás en un corrillo de mesurados españoles, como se vio ya en Barcelona. Quedábale ya muy poco, cuando pasó a España, y llenóle de agua, de tal suerte que no era ya vino, sino enjaguaduras de bota; con esto, no les hizo efecto a los españoles, antes los dejó muy en sí y tan graves como siempre, con que ellos a todos los demás llaman borrachos. Deste modo han proseguido todas estas naciones en beberle: los tudescos puro, imitándoles los suecos y los ingleses; los franceses ya enjaguan la taza, mas los españoles aguachirle, aunque los demás lo atribuyen a malicia y que lo hacen por no descubrir con la fuerza del vino lo secreto de su corazón. —Ésa ha sido sin duda la causa —ponderaba Critilo— de no haber hecho pie la herejía en España como en otras provincias, por no haber entrado en ella la borrachera, que son camaradas inseparables: nunca veréis la una sin la otra.
Pero ¡qué cosa, aunque no rara, sí espantosa! Aquella embriaga reina, anegada en abismos de horrores, comenzó a arrojar de aquella ferviente cuba de su vientre tal tempestad de regüeldos, que inundó toda la bacanal estancia de monstruosidades; porque, bien notado, no eran otro sus bostezos que reclamos de otros tantos monstruos de abominables vicios. Volvía el feroz aspecto a una y otra parte, y en arrojando un regüeldo, saltaba el punto de aquel turbulento estanque del vino una horrible fiera, un infame acroceraunio, que aterraba a todo varón cuerdo. Salió de los primeros la Herejía, monstruo primogénito de la Borrachera, confundiendo los reinos y las ciudades, repúblicas y monarquías, causando desobediencias a sus verdaderos señores: pero ¿qué mucho, si primero negaron la fe debida a su Dios y Señor, mezclando lo sagrado con lo profano y trastornando de alto a bajo cuanto hay? Sacaron luego las cabezas a otro regüeldo las Arpías, digo la Murmuración, manchando con su nefando aliento las honras y las famas, la despiadada Avaricia, chupándoles la sangre a los pobres, desollando los súbditos, la Joel Envidia, vomitando venenos, inficionando las ajenas prendas y disminuyendo las heroicas hazañas. Allí apareció, llamado de un gran bostezo, el Minotauro embustero, la bachillera Esfinge, presumiendo de entendida y ignorando de necia. No faltaron las tres infernales Furias, convocadas de otro valiente regüeldo que metió en los infiernos mismos la guerra, la discordia y la crueldad, que bastan a hacer infierno del mismo paraíso; las engañosas Sirenas, brindando vidas y ejecutando muertes; la Scila y la Caribdis, aquellos dos vicios extremos donde chocaron los necios, dando en el uno por huir del otro; allí se vieron los Sátiros y los Faunos, con apariencias de hombres y realidades de bestias.
Así que en poco rato hizo estanco de vicios de un estanque de monstruos, hijos todos de la violenta Vinolencia. Y lo que más es de reparar y aun de sentir, que con ser éstas otras tantas fieras y harto feas, a sus beodos amadores les parecieron otras tantas beldades, llamando a las Sirenas lascivas unos ángeles; al furioso y ciego de cólera, Ciclope valiente; a las Arpías, discretas; a las Furias, gallardas; al Minotauro, ingenioso; a la Esfinge, entendida; a los Faunos, galanes; a los Sátiros, cortesanos, y a todo monstruo, un prodigio. Veníasele acercando a Critilo uno de los más perniciosos, pero él al mismo punto, despavorido, intentó la fuga. Quísole detener el farsante, diciéndole:
—¡Aguarda, no temas, que no te hará mal, sino mucho bien!
—¿Quién es éste? —le preguntó.
Y él:
—Ésta es aquella tan celebrada cuan conocida en todo el mundo, y más en las cortes, sin quien ya no se puede vivir; por lo menos, sin su poquito de ella, por cuanto es empleo de los desocupados y ocupación de los entendidos, aquella gran cortesana.
—¿Y cómo la nombran?
Lo que le respondió, y qué monstruo fuese éste, nos lo dirá la otra crisi.