El Criticón (Tercera parte)/Crisi I

CRISI PRIMERA

Honores y horrores de Vejecia

No hay error sin autor, ni necedad sin padrino, y de la mayor el más apasionado: cuantas son las cabezas tantos son los caprichos, que no las llamo ya sentencias. Murmuraban de la atenta Naturaleza los reagudos (entremetiéndose a procuradores del género humano) el haber dado principio a la vida por la niñez:

—La más inútil —decían— y la menos a propósito de sus cuatro edades: que aunque se comienza a vivir a lo gustoso y lo fácil, pero muy a lo necio. Y si toda ignorancia es peligrosa, ¡cuánto más en los principios! Gentil modo de meter el pie en un mundo, laberinto común, forjado de malicias y mentiras, donde cien atenciones no bastan. ¡Eh!, que no estuvo esto bien dispuesto, llamémonos a engaño y procúrese el remedio.

Llegó presto el descontento humano al consistorio supremo, que oyen mucho las orejas de los reyes. Mandólos comparecer ante su soberano acatamiento, y dicen oyó benignamente su querella, concediéndoles que ellos mismos eligiesen la edad que mejor les estuviese para comenzar a vivir, con que se hubiese de acabar por la contraria: de modo que si se daba principio por la alegre primavera de la niñez, el dejo había de ser por el triste invierno de la senectud; o al otoño de la varonil edad habían de salir por el contrario; y si por el sazonado, [por el] destemplado estío de la juventud. Dioles tiempo para que lo pensasen y confiriesen entre sí, y que en estando ajustados volviesen con la resolución, que al punto se ejecutaría Mas aquí fue la confusión de pareceres, aquí el Babel de opiniones, ofreciéndoseles cien mil inconvenientes por todas partes. Proponían unos se comenzase a vivir por la mocedad, que dé dos extremos, más valdría loco que tonto.

—¡Calificada necedad! —replicaban otros—. No sería eso entrar a vivir, sino a despeñarse; no comenzar la vida, sino su ruina, cuando no por la puerta de la virtud, sino del vicio; y apoderado—; éstos una vez de los homenajes del alma, ¿quién bastará a desencastillarlos después? Advertid que es un niño planta tierna que, en declinando a la siniestra mano, con facilidad se endereza a la diestra, mas un mozo absoluto y disoluto no admite consejos, no sufre preceptos, todo lo atropella y todo lo yerra. Creed que entre dos extremos, más arriesgada corre la locura que la ignorancia.

Sobre la achacosa vejez no tuvieron mucho que altercar, con que no faltó quien la propusiese porque no quedase piedra por mover y todo se alterase.

—¡Eh! —dijeron los menos necios—, que ésa no es edad, sino tempestad, más a propósito para dejar la vida que para comenzarla, cuyos multiplicados achaques facilitan la muerte y la hacen tolerable. Yacen dormidas las pasiones, cuando más despierto el desengaño, cáese el fruto de maduro y aun de pasado.

El que llegó a estar más adelantado fue el partido de la edad varonil.

—¡Ése sí —ponderaban los resabidos— que es gran comenzar, el medio día de la razón y a toda luz del juicio! Ventaja única, entrar a entero sol en el confuso laberinto de la vida. Ésa es la reina de las edades y lo mejor del vivir. Por ahí comenzó el primero de los hombres, así le introdujo en el mundo el soberano Hacedor, ya perfecto, ya consumado, hecho y derecho. ¡Alto!, pídasele al divino Autor sin más altercación esta excelencia.

—Aguardá —les dijo un cuerdo—. ¿Y quién vio jamás comenzar por lo más dificultoso? Esto ni lo enseña el arte ni lo platica la naturaleza; antes bien, ambas a dos proceden en todas sus obras haciendo ascenso de lo fácil a lo dificultoso, de lo poco a lo mucho, hasta llegar a lo muy perfecto. ¿Quién jamás comenzó a subir por el reventón de una cuesta? Apenas comenzaría a vivir el hombre y bien a penas, cuando se hallaría abrumado de cuidados, ahogado de obligaciones, consumido antes que consumado, empeñado en ser persona, que es lo más difícil de la vida. Y si no son a propósito para comenzar los achaques de viejo, menos lo serán los afanes de hombre. ¿Quién querrá la vida si sabe lo que es, y quién meterá el pie en el mundo si le conoce? ¡Eh!, dejadle vivir al hombre para sí algún tiempo, que toda es suya la niñez y la mitad de la juventud, ni tiene menores días en toda la carrera de sus años.

De ese modo ha sido tan ventilada la disputa, que aun dura y durará, sin haberse podido convenir jamás ni vuelto con la respuesta al Hacedor soberano, el cual prosigue en que comience el hombre a vivir por la niñez ignorante y acabe por la vejez sabia. Estaban ya nuestros dos peregrinos del mundo, los andantes de la vida, al pie de los Alpes canos, comenzando Andrenio a dar en el blanco, cuando Critilo en los dejos de cisne. Era la región tan destemplada y tan triste que, entrados en ella, a todos se les heló la sangre.

—Éstas —decía Andrenio— más parecen puertas de la muerte que puertos de la vida. Y era muy de observar que los que antes pasaron los Pirineos sudando, ahora los Alpes tosiendo; que lo que en la juventud se suda, en la vejez se tose. Veían blanquear algunos de aquellos cabezos, cuando otros muy pelados, cayéndoseles los dientes de los riscos. No discurrían bulliciosas las venas de los arroyuelos, porque la mucha frialdad los había embargado la risa y el bullicio. De modo que todo estaba helado y casi muerto. Aparecían desnudas las plantas de sus primeras locuras y verdores, y desabrigadas de su vistoso follaje; y si algunas hojas les habían quedado, eran tan nocivas que mataban no pocos al caer, aunque decía la amenazada vieja: «A la de mi naranjo me apelo.» No se veían ya reír las aguas como solían; llorar sí, y aun crujir los carámbanos. No cantaba el ruiseñor enamorado; gemía sí, desengañado.

—¡Qué región tan malhumorada es ésta! —se lamentaba Andrenio.

—¡Y qué malsana! —añadió Critilo—. Trocáronse los fervores de la sangre en horrores de la melancolía, las carcajadas en ayes: todo es frialdad y tristeza.

Esto iban melancólicamente discurriendo, cuando entre los pocos que llegaban a estampar el pie en aquel polvo de nieve descubrieron uno de tan extraño proceder, que dudaron ambos a la par si iba o si venía, equivocándose con harto fundamento, porque su aspecto no decía con su paso: traía el rostro hacia ellos y caminaba al contrario. Porfiaba Andrenio que venía, y Critilo que iba, que aun de lo que dos están viendo a una misma luz hay diversidad de pareceres. Apretó la curiosidad los acicates a su diligencia, con que le dieron alcance muy en breve y hallaron que realmente tenía dos rostros, con tan dudoso proceder que cuando parecía venir hacia ellos se huía dellos, y cuando le imaginaban más cerca estaba más lejos.

—No os espantéis —dijo él mismo advirtiendo su reparo—, que en este remate de la vida todos discurrimos a dos luces y andamos a dos haces; ni se puede vivir de otro modo que a dos caras: con la una nos reíamos cuando con la otra regañamos, con la una boca decimos de sí y con la otra de no, y hacemos nuestro negocio. Y si alguno nos pide la palabra, de que no nos está bien la obra, apelamos del decir al hacer, de la facilidad del prometer a la imposibilidad del cumplir, de la lengua a las manos: que hay dos leguas de distancia, y catalanas. Estaremos asegurando una cosa a la española y desmintiéndola a la francesa, a fuer de Enrico, que de un rasgo firmó las dos paces contrarias sin refrescar la pluma ni tomar tinta de nuevo. Hablamos en dos lenguas a la par, y al que dice que no nos entiende, que nosotros no entendemos. Hay primero y segundo semblante: el uno de cumple y el otro de miento: con el primero contentamos a todos, y con el segundo a ninguno. ¡Cuántas veces lloramos con el que llora y a un mismo tiempo nos estamos riendo de su necedad!; que con el un brazo estaba agasajando aquel gran personaje que todos conocimos al que llegaba a hablarle, y con la otra mano se la estaba jurando al paje que le había dado entrada. Así que no os fiéis de caricas ni os paguéis de gustillos. Pasad adelante a ver la otra cara, la verdadera, la de hablas; la de después, la de sobras; que si bien reparáis, hallaréis la una frente muy serena y la otra borrascosa. Blasfema esta boca de lo que aquélla aplaude. Si los ojos de la una son azules y de cielo, los de la otra muy negros y de infierno; si aquéllos quietos, éstos otros guiñando. Veréis la una faz muy humana, cuando la otra muy grave; tan jovial ésta cuan saturnina aquélla. Y, en una palabra, todos en la vejez somos Janos, si en la mocedad fuimos Juanes. Sea ésta la primera lición y la que más encargada nos tiene la célebre tirana deste distrito y la que ella más platica.

—¿Qué tirana es ésa? —preguntó asustado Andrenio.

Y el Jano:

—¿Nueva se te hace? Pues de verdad que es bien vieja y bien sonada, conocida de todos, y ella desconocida con todos. Témenla los nacidos por su crueldad, huyendo deste su caduco imperio, procurando cejar en la vida y echando borrones de mala tinta sobre el papel blanco de las canas; y si alguno llega por acá, es a empellones del tiempo y muy contra su buen gusto. Mirad aquella hembra qué mala cara hace, y cuanto más va, peor, viéndose ya prendida de más años que alfileres. Aquí cautivan los fieros ministros de la fea Vejecia a todo pasajero, sin que se les escape ni el rico, ni el poderoso, ni el galán, ni el valiente; cuando mucho, alguno de los que saben vivir. Tráenlos a todos como por los cabellos, dejándolos tal vez más rotos que una ocasión venturosa.

Unos veréis que vienen llorando, otros tosiendo, y todos en un continuo ¡ay! Ni hay que admirar, que es indecible el mal tratamiento que les hace, increíbles las atrocidades que en ellos ejecuta, tratándolos al fin como a cautivos, y ella tirana. Y aun quieren decir que tiene de bruja, ella y todas las de su séquito, lo que les falta de hechiceras: chúpales la sangre y las mejillas, hártelos de palos, dándoles más que del pan, y dice que es su sustento. Aseguran ser parienta tan allegada a la muerte, que están en segundo grado; y con todo, no son sanguíneas ni cercanas en sangre, sino en huesos. Más amigas aún que parientas, viven pared en medio, teniendo puerta abierta a todas horas, y así dicen que el viejo ya come las sopas en la sepultura, que de los mozos mueren muchos y de los viejos no escapa ninguno. No os la pinto porque la veréis presto, y por gran dicha.

Y decía una linda:

—¡Primero me caiga muerta!

Esto le estaba ponderando [a] Andrenio, cuando advirtió que con la otra boca se estaba haciendo lenguas en alabanza de Vejecia, informando de todo lo contrario a Critilo: celebrábala de sabia, apacible y discreta, estimadora de sus vasallos, asegurando que los premiaba con las primeras dignidades del mundo, procurándoles las mayores honras y concediéndoles grandes privilegios. No acababa de exagerar por superlativos el magnífico agasajo y el buen pasaje que les hacía. ¡Oh, con cuánta razón el otro sátiro de Esopo abominaba de semejantes sujetos que con la misma boca ya calientan, ya resfrían, alaban y vituperan una misma cosa!

—¡Líbreme Dios de semejante gente! —dijo Andrenio.

Y el Jano:

—Esto es tener dos bocas, y advierte que ambas dicen verdad: remítome a la experiencia.

Ya en esto vieron discurrir por todas partes, honras y coyunturas, los desapiadados verdugos de Vejecia. Y aunque procedían a traición y a lo de mátalas callando, se hacían después bien de sentir, donde quiera que una vez entraban: espiones de la muerte que con unas muletillas dejaban de correr y volaban hacia la sepultura. Iban de camarada de sesenta en setenta; tropa había de ochenta, y éstos eran los peores, que de allí adelante todo era trabajo y dolor. En agarrando alguno, con bien poco asidero le llevaban a la posta de una muletilla a padecer y podrecer. A los que huían, que eran los más, les perseguían fieramente tirándoles piedras, tan certeros, que se las clavaban en las ijadas y ríñones, y a muchos les derribaban los dientes y las muelas. Resonaban por todas aquellas soledades los ecos de un ¡ay! tras otro. Y ponderaba el Jano para buen consuelo:

—Aquí tantos son los ayes como los ages, que el viejo cada día amanece con un achaque nuevo.

Estaban actualmente setenta de aquellos verdugos (peores que los mismos diablos, a dicho del Zapata, pues no bastan conjuros para sacarlos) batallando con una abuela que habían cautivado sin más averiguación que serlo; aunque pasaba muy de rebozo en un manto de humo, que en humo del diablo vienen a parar de ordinario los dejos del mundo y carne, venía muy desenvuelta, cuando más envuelta; porfiaba que aún no había salido del cascarón, y ellos con mucha risa decían:

—¿Pues cómo entraste tan presto en el mascarón?

Ceceaba con enfadoso melindre, y desmentíalo su porfiado toser. Tiráronla del manto, con que la que negaba un achaque manifestó tres o cuatro: cayósele la cabellera y quedó monstruo la que fue prodigio, y la que había atraído tantos, sirena, ahora los ahuyentaba, coco.

Pasaba un cierto personaje muy a lo estirado, echando piernas que no tenía. Púsoselo a mirar uno de aquellos legañosos linces y reparó en que no llevaba criado, y con linda chanza dijo:

—Éste es el del criado.

—¿Cómo, si no le lleva? —replicó otro.

—Y aun por eso. Habéis de saber que la primer noche que entró a servirle, llegando a desnudarle, comenzó el tal amo a despojarse de vestidos y de miembros: «Toma allá, le dijo, esa cabellera.» Y quedóse en calavera. Desatóse luego dos ristras de dientes, dejando un páramo la boca; ni pararon aquí los remiendos de su talle: antes, removiendo con dos dedos uno de los ojos, se lo arrancó y entregósele para que lo pusiese sobre la mesa, donde estaba ya la mitad del tal amo; y el criado, fuera de sí, diciendo: «¿Eres amo o eres fantasma? ¿Qué diablo eres?» Sentóse en esto para que le descalzase, y habiendo desatado unos correones: «Estira, le dijo, de esa bota.» Y fue de modo que se salió con bota y pierna, quedando de todo punto perdido, viendo su amo tan acabado. Mas éste, que debía tener mejor humor que humores, viéndole así turbado: «De poco te espantas, le dijo. Deja esa pierna y ase de esa cabeza.» Y al mismo punto, como si fuera de tornillo, amagó con ambas manos a retorcer y a tirársela. El mozo no bastándole ya el ánimo, echó a huir con tal espanto, creyendo que venía rodando la cabeza de su amo tras él, que no paró en toda la casa ni en cuatro calles alrededor. Y con todo esto, se agravia de que le tengan por viejo, que todos desean llegar, y en siéndolo no lo quieren parecer: todos lo niegan y con semejantes engaños lo desmienten.

Ya, a los ecos del toser, al asqueroso estruendo del gargajear, alargaron la vista y descubrieron un edificio caduco cuya mitad estaba caída y la otra para caer, amenazando por momentos su total ruina, palpitándole los corazones a las arrimadas hiedras de los nepotes, validos y dependientes. Era de mármol en lo blanco y frío, y aunque muy apuntalado de Cipiones en vez de Atlantes, nada seguro; y con tener fosos abiertos y cerradas barbacanas, lo que menos tenía era de fortaleza. Pero ¿qué mucho se estuviese derruyendo, si se veía lleno de hendrijas y goteras?

—He allí —dijo el Jano— el antiguo palacio de Vejecia.

—Bien se da a conocer —le respondieron— en lo melancólico y desapacible.

—¡Qué desterrada estará de aquí la risa! —dijo Andrenio.

—Sí, que ha días andan reñidas, y tanto, que ni se ven ni se hablan.

—Pues, de verdad, que si una vejez es triste, que es mal doblado. No deben faltar la murmuración y la malicia, sus grandes camaradas.

—Así es, que allí están, y muy de asiento, entre aquellos Matusalenes, sin faltarles jamás que contar y que morder, ya al sol, ya al fuego; y es cosa donosa que, no acertando a pronunciar las palabras, clavan con ellas: los callos se les han bajado de las lenguas a los pies.

Ostentábase lo que había quedado del derruido frontispicio muy autorizado y grave, con dos puertas antiguas guardadas de perros viejos, siempre gruñendo, al humor de su dueño; estaban ambas cercanamente distantes; en la una había un portero para no dejar entrar, y en la otra, para que entrasen. En llegando cualquiera, le desarmaban, aunque fuese el mismo Cid, y esto con tanto rigor que al Duque de Alba, el célebre, le trocaron la dura espada en una banda de seda. A unos les hacían perder los aceros, y a otros los estribos, que los hubo de suplir tal vez con una banda de tafetán el César; y al inventor de los mosquetes, Antonio de Leiva, le obligaron a desmontar y meterse en una silla de manos, que solían llevar dos negros; y él, con gran cólera en medio del calor de una batalla, gritaba:

—¡Llevadme, diablos, a tal y tal parte! ¡Demonios, acabad de llevarme allá!

Estaban en aquel punto despojando a cierto general del bastón con que había hecho temblar el mundo, dándole en su lugar un báculo, que temblaba con mucha repugnancia suya, porque decía que aún estaba de provecho.

—¡Para sí! —decían los soldados.

Al fin, le persuadieron con buenas palabras tratase de hacer buenas obras, no ya de matar, sino de prevenirse para morir.

Solos les dejaban los cetros y los cayados a los que llegaban con ellos, asegurando eran, cuanto más carcomidos, los más firmes puntales del bien común. A los otros les iban repartiendo báculos, que ellos decían darles palos, y muchos se vieron llevarlos en el aire sin afirmarse ni tocar en tierra; y discurrió un malicioso era por no hacer ruido ni llamar a la puerta de la otra vida.

Pero para que se vea cuán diferentes son los modos de concebir en el mundo y la variedad de caprichos, vieron no pocos que ellos mismos se venían a dejarse cautivar de Vejecia sin aguardar a que los trajesen sus achacosos ministros. Buscábanse ellos de buena gana la mala, y pedían con instancia les diesen báculos; pero por ningún caso se les permitían; menos los admitían dentro de la horrible posada, tan deseada dellos cuan temida de los otros. Admirados los circunstantes de tan recíproca impertinencia, les decían:

—¿Qué pretendéis con eso?

Y ellos:

—Dejadnos, que nosotros nos entendemos.

Y rogaban a las guardas les dejasen entrar, diciendo:

—Siquiera en lugar vuestro.

—¡Mirad ahora qué prebenda!

—¡Oh, sí lo es! —respondieron los porteros—, que para ésos lo es y acomodada, y aun beneficio, ni otro sino zonzo. No los entendéis vosotros; no buscan el báculo por necesidad, sino por comodidad; no para llamar a las puertas de la muerte, sino de más vida, de la autoridad, de la dignidad, de la estimación y del regalo.

En consecuencia desto llegó uno bien lucio de tozuelo pretendiendo ser admitido en el ancianismo y pasar plaza de achacoso, y para esto se ayudaba del toser y del quejarse. A éste le retiraron diez leguas lejos, digo diez años atrás, diciendo:

—Éstos, por no trabajar, se hacen viejos antes con antes; añádense años y achaques. Y realmente era así, porque se dejó caer uno:

—Si quieres vivir mucho y sano, hazte viejo temprano, esto es, vive a la italiana.

—Así que de todo hay en el mundo: unos que siendo viejos quieren parecer mozos, y otros que siendo mozos quieren parecer viejos. Así fue, que tenía ya uno los ochenta (o no los podía tener): porfiaba que ni era viejo ni se tenía por tal. Atendiéronle y notaron que ocupaba uno de los más superiores puestos. Y así dijo otro:

—A éstos siempre les parece que han vivido poco, y a los que esperan, que mucho. Acusaron a otro que, cuando mozo, había afectado el parecer viejo, y cuando viejo, mozo; y averiguóse que antes pretendía conseguir cierta dignidad, y después conservarse en ella. Porfiaba otro decrépito que él probaría con evidencia no ser viejo, y decía:

—Las pensiones del viejo son ver poco, andar menos, mandar nada. Yo, al contrario, veo más, pues si antes no vía sino una en cada cosa, ahora se me hacen dos, un hombre me parecen cuatro y un mosquito un elefante. Camino doblado, pues he de dar cien pasos para conseguir cualquier cosa, que antes con uno alcanzaba cuanto quería. Pues mando tres y cuatro veces la cosa, y no se hace: que en otro tiempo, a la primera palabra me obedecían. Experimento dobladas fuerzas, que si antes desmontaba de un caballo mi persona sola, ahora me traigo la silla tras mí. Hágome más de sentir arrastrando el mundo con los pies y haciendo ruido con la tos y con el báculo.

—Todo eso tenéis más de viejo —le dijeron—, pero sírvaos de consuelo.

Fuéronse ya acercando a la palaciega antigualla y descubrieron dos grandes letreros sobre ambas puertas. El de la primera decía: Ésta es la puerta de los honores. Y el de la segunda: Esta es la de los horrores. Y de verdad lo mostraban, ésta en lo deslucido y aquélla en lo majestuoso. Examinaban los porteros con grande rigor a cuantos llegaban, y en topando alguno que venía de los verdes prados de sus gustos, regoldando a obscenidades, al punto le encaminaban a la puerta de los horrores y le introducían en dolores, asegurando que la mocedad liviana entrega cansado el cuerpo a la vejez.

—Entren los livianos —decían— por la puerta de la pesadumbre, que no de la gravedad. Y ellos, sin réplica, obedecían; que se tiene observado que todos estos livianos son gente de pocos hígados. Al contrario, a todos cuantos hallaban venir de las sublimes asperezas de la virtud, del saber y del valor, les abrían de par en par las puertas de los favores; que una misma vejez, para unos es premio y para otros apremio, a unos autoriza, a otros atormenta. En reconociendo a Critilo, los vigilantes porteros le franquearon la entrada de las honras, mas a Andrenio le obligaron a entrar por la de las penas. Tropezó en el mismo umbral y gritáronle:

—¡Guarda de caer, que aquí, u de comida u de caída!

Iban caminando ambos por muy diferentes rumbos, pues apenas entró Andrenio cuando vio y oyó lo que él nunca quisiera, representaciones trágicas, visiones espantosas; pero entre todas, la mayor fue una furia o una fiera, prototipo de monstruos, [engendro] de fantasmas, idea de trasgos, y lo que es más que todo, una vieja. Ocupaba una silla de costillas pálidas, un tiempo ya marfiles, embarazando un trono de ecúleos, potros y catastas como presidenta de tormentos donde todos los días son aciagos martes. Rodeábanla innumerables verdugos, enemigos declarados de la vida y muñidores de la muerte, y ninguno desocupado; todos se empleaban en hacer confesar a los envejecidos delincuentes, a cuestión de tormentos, que eran vasallos de aquella tirana reina, y en declarándolo, les cargaban de villanos pechos que les hacían toser y tragar saliva. Y aunque el paraje era tan molesto, y las camas tan duras, emperezaban en ellas con mucha flema, y aun flemas. Tenían a uno entre sus garras, dándole muy malos ratos en el potro de sus pasadas mocedades, y ya muy pesadas, cruel tortura de una prolongada muerte. Y él estaba siempre negativo, meneando a un lado y a otro la cabeza y diciendo a todo de no, que es de viejos el negar, así como de niños el conceder: en la boca del viejo siempre hallaréis el no, y en la del niño el sí. Preguntábanle de dónde venía, y él, dos veces sordo (porque lo afectaba y lo era), todo lo entendía al revés y respondía:

—¿Que estoy muy viejo? Eso niego.

Y meneaba la cabeza. Daban otro apretón a los cordeles y volvíanle a preguntar:

—¿Adonde irá?

Y decía:

—¿Que me muero? No hay tal.

Y sacudía ambas orejas. A sus mismos hijos, si le interrogaban, respondía:

—¿Que os entregue la hacienda? Aún es presto.

Y movía a toda prisa la cabeza.

—Yo dejaré el mando con el mundo.

Defendíase otro diciendo que él se sentía aún mozo, pues tenía el estómago de francés, cabeza de español y pies de italiano. Trataron de convencerle de todo lo contrario con hartos testigos: replicaba él no ser de vista, y respondíanle:

—Aquí, abuelo, los ausentes son los concluyentes: la vista que os falta, los dientes que se os cayeron, los cabellos que volaron, las fuerzas que descaecieron y el brío que se acabó. Y dio Vejecia sentencia contra él casi de muerte. Excusábase un podrido rancio que no

estaba en él la falta, sino en los otros, porque decía:

—Señores, han dado ahora los hombres en hablar bajo, como a traición, que ni se oyen ni se dan a entender; en mi tiempo todos hablaban alto porque decían verdad. Hasta los espejos se han falsificado, pues hacían antes unas caras frescas, alegres y coloradas, que era un contento el mirarse. Los usos se van de cada día empeorando, cálzase apretado y corto, vístese estrecho y tan justo que no se puede valer un hombre; las tierras se han deteriorado, que no dan los frutos tan sustanciales y sabrosos como solían ni las viandas tan gustosas; hasta los climas se han mudado en peor, pues siendo este nuestro antes muy sano, de lindos aires, el cielo claro y despejado, ahora es todo lo contrario, enfermizo y tan achacoso, que no corren otro que catarros, romadizos, distilaciones, mal de ojos, dolores de cabeza y otros cien ages. Y lo que yo más siento es que el servicio está tan maleado, que no hacen cosa bien: los criados, malmandados, mentirosos, gasta recados; las criadas, perezosas, desaliñadas, bachilleras, que no hacen cosa a derechas, pues la olla desazonada, la cama dura y mal pareja, la mesa mal compuesta, la casa mal barrida, todo sucio y todo mal. De modo que ya un hombre oye mal, come peor, ni viste, ni duerme, ni puede vivir. Y si se queja, dicen que está viejo, lleno de manía y caduquez.

Causaba entre risa y lástima ver cuáles llegaban a este pasaje los que ya se preciaron de galanes y pulidos, los Narcisos y los Adonis, que no se podían mirar sin grande horror; las que ya fueron Floras y aun Elenas, y la misma Venus, verlas ahora descabelladas y sin dientes; que cual suele rústica, grosera mano esgrimar el villano acero contra el más copado y frondoso árbol, pompa vistosa de la campaña, alegría del año, bizarro aliño de la primavera, cortándole sus más lozanas ramas, tronchándole sus verdes pimpollos, malográndole sus frescos renuevos, dando con todo en tierra hasta dejarle tronco inútil, fantasma de las flores y esqueleto del prado: tal es el Tiempo, con propiedad tirano, pues que de todo tira; aja y deshoja la mayor belleza, marchita el rosicler de las mejillas, los claveles de los labios, los jazmines de la frente, sacude el menudo aljófar de los dientes que lloró risueña aurora de la mocedad, vuela la frondosa hojarasca del cabello, corta el brío, troncha el garbo, descompone la bizarría, derriba la gentileza, da con todo en tierra. De un cierto personaje se dudaba si realmente era anciano, porque le sobraba tiempo y le faltaba seso, y todos convinieron en que estaba muy verde, mas Vejecia:

—Éstos —dijo— son de casta de higueras locas, que nunca llega a madurar el fruto; hacen higa a la prudencia.

Apelábase un calvo, y otro cano, a sus pocos años.

—Eso tiene el vivir aprisa —les respondieron—, que las tempranas mocedades ocasionan anticipadas vejeces; no hubiérades sido tan mozos y no estuviérades tan viejos.

—¡Qué pocas canas llegan de la Corte! —reparó Andrenio.

Y respondióle Marcial en dos palabras y un verso:

—Miradlos de noche y hallaréislos cisnes los que todo el día cuervos.

Llegó uno cojeando y juraba que no era ni una gota de mal humor, sino haber tropezado; y díjole otro riendo:

—Guardaos mucho de tales tropiezos, porque cada vez que los dais, si no caéis, avanzáis mucho a la sepultura.

No fue tan mal visto ni maltratado otro que realmente tenía años, y no canas, averiguado el secreto, que era sabérselas quitar con las ocasiones que quitaba. Concediósele gozase de los privilegios de viejo y de las exenciones de mozo, diciendo Vejecia:

—Viva quien sabe vivir.

Al contrario, llegó otro con pocos años y muchas canas, y bien miradas, hallaron que eran verdes o amarillas.

—No le han salido ellas —dijo uno—, sino que se las han sacado. Vos, sin duda, venís de alguna comunidad (no digo comodidad), donde hijos de muchas madres bastan a sacar canas a un embrión.

Llamaron a una abuela, y ella enfurecida dijo:

—¡Nieta y muy nieta!

Y Marcial, que acertó a estar allí, o su malicia, dijo:

—Si ella no tiene más años que cabellos, yo juraré que no llegan a cuatro.

Porfiaba otra era suyo el oro de la madeja y la nieve de sus dientes, y ninguno lo creía. Volvió por ella el mismo poeta, como tan cortesano, diciendo:

—Sí, sí, suyos son, pues le cuestan su dinero.

Correspondían lastimeros gritos a los insufribles tormentos. Los glotones y bebedores no podían agora pasar una gota, y hacíanles beber la toca y aun morder la sábana, aunque se notó que raros de los regalones llegaron tan adelante. Era tan general el sentimiento, que [a] los más tenían hechos lágrima del continuo llanto; y, del maltratamiento de Vejecia, andaban contrechos y agobiados, cojos y desdentados y semiciegos, tratándolos como a villanos, cargándolos de nuevos pechos sobre los viejos.

Encontraron ya los crudos criados con el no bien maduro Andrenio: agarraron dél. Pero antes de decir lo que con ellos le pasó o le hicieron pasar, demos una vista a Critilo, que habiendo entrado por la puerta de los honores, había llegado a la mayor estimación. Introdujéronle la Cordura y la Autoridad en un teatro muy capaz y muy señor, pues lleno de seniores y de varones muy capaces. Presidía en majestuoso trono una venerable matrona con todas las circunstancias de grande. No mostraba semblante fiero, sino muy sereno, no desapacible, sino autorizado, coronada del metal cano por reina de las edades; y como tal, estaba haciendo grandes mercedes a sus cortesanos y concediéndoles singulares privilegios. Estaba en aquella sazón honrando a un grande personaje, tan cargado de espaldas como prudencia, haciéndole todos acatamiento. Y preguntó Critilo a su colateral, que nunca le desamparó, quién era aquel varón de estimaciones.

—Éste es —le respondió— un Atlante político. ¿De qué piensas tú que está así, tan agobiado? De sostener un mundo entero.

—¿Cómo puede ser —le replicó— si no se puede tener él a sí mismo?

—Pues advierte que éstos, cuanto más viejos son más firmes, y cuanto más años más fuerzas sustentan, más y mejor que los mozos, que luego dan con el cargo y con su carga en tierra.

Vieron otro que llegaba y arrimando su báculo a una montaña de dificultades, la alzaprimaba, no habiendo podido muchos y muy robustos mancebos ni aun moverla.

—Nota —le dijo Jano— lo que puede la maña de un sagaz viejo. ¿No reparas en aquel otro que, estando para caer aquella gran máquina de coronas, llega él y arrima su carcomido báculo y con segura firmeza las sustenta? Las manos le tiemblan al que allí miras, y están temblando dél los ejércitos armados; que eso le dijo el trompeta francés a don Felipe de Silva: «No teme mi señor el mariscal de la Mota, esos vuestros pies gotosos, sino esa vuestra testa desembarazada.»

—¡Qué gafos tiene los dedos aquél que llaman el Rey Viejo!

—Pues te aseguro que están colgados dellos dos mundos.

—¡Qué palos sacude aquel coronado ciego aragonés, y cómo que hace pedazos tanta espada y tanta lanza rebelde!

Salían al mismo punto seis varones de canas, que cuanto más alto un monte más se cubre de nieve, y le dijo iban despachados de Vejecia al Areópago real, y otros cuatro más a ladear a un gran príncipe que entraba mozo a reinar, y viéndole sin barbas le rodeaban de canas.

Allí toparon y conocieron los clarísimos de noche y escurísimos de secreto, gran profundidad con tanta claridad.

—Repara —dijo el Jano— en aquel semiciego: pues más descubre él en una ojeada que echa que muchos garzones que se precian de tener buena vista, que al paso que van perdiendo éstos los sentidos van ganando el entendimiento: tienen el corazón sin pasiones y la cabeza sin ignorancias. Aquél que está sentado, porque no puede estar de otro modo, camina medio mundo en un instante y aun dicen que le trae en pie, y con aquel báculo le lleva al retortero: que se hacen mucho de sentir en él cuando los viejos le mandan. Aquel otro asmático y balbuciente dice más en una palabra que otros con ciento. No pases por alto aquel lleno de achaques, que no se le ve parte sana en todo su cuerpo; pues de verdad que tiene el seso muy entero y el juicio muy sano. Aquellos de los malos pies pisan muy firme, y cojeando ellos, hacen asentar el pie a muchos. No son flemas las que arrancan aquellos senadores de sus cerrados pechos, no son sino secretos podridos de callados.

—Una cosa admiro yo mucho —dijo Critilo—, que no se oye aquí vulgo ni se parece.

—¡Oh!, ¿no ves tú —le dijo el Jano— que entre viejos no le hay, porque entre ellos no reina la ignorancia? Saben mucho porque han visto y leído mucho.

—¡Qué pausado se mueve aquél!

—Pero ¡qué a priesa va restaurando, viejo, lo que desperdició mozo!

—¡Qué magistral conversación la de aquellos rancios que ocupan el banco del Cid! Cada uno parece un oráculo.

—Es un gran rato el escucharlos, de gran gusto y enseñanza para la juventud.

—¡Qué quietud tan feliz! —ponderaba Critilo.

—Es que asisten aquí —decía el Jano— el reposo, el asiento, la madurez, con la prudencia, con la gravedad y la entereza. No se oyen aquí jamás desatenciones, mucho menos arrojos ni empeños; no resuena instrumento músico ni bélico, que están prohibidos por la Cordura y el Sosiego.

Trató ya de conducir el sagaz Jano a su maduro Critilo ante la venerable Vejecia. Llegó él muy de su grado, y así le recibió ella con mucho agrado. Mas fue mucho de ver que al mismo punto que se postró a sus pies, corrieron de improviso ambas cortinas, que estaban a los dos lados del majestuoso trono, con que a un mismo tiempo se vieron y se conocieron, de la otra parte Andrenio entre horrores, y desta otra, Critilo entre honores, asistiendo entrambos ante la duplicada presencia de Vejecia, que como tenía dos caras januales, podía muy bien presidir a entrambos puestos, premiando en uno y apremiando en otro. Ordenó luego se leyesen en voz alta y clara los nuevos privilegios que, en atenciones de méritos de sus concertadas vidas, se les concedían a éstos; y al contrario, los agravados pechos que se les imponían a aquéllos: a unos cargos, a otros cargas, muy dignos de ser sabidos y escuchados. Quien los quisiere lograr, extienda el gusto a la crisi siguiente.