El Criticón (Tercera parte)/Crisi III
CRISI TERCERA
La Verdad de parto
Enfermó el hombre de achaque de sí mismo: despertósele una fiebre maligna de concupiscencias, adelantándosele cada día los crecimientos de sus desordenadas pasiones; sobrevínole un agudo dolor de agravios y sentimientos. Tenía postrado el apetito para todo lo bueno, y el pulso con intercadencias en la virtud; abrasábase en lo interior de malos afectos, y tenía los extremos fríos para toda obra buena; rabiaba de sed de sus desreglados apetitos, con grande amargura de murmuración, secábasele la lengua para la verdad: síntomas todos mortales. Viéndole en tanto aprieto, dicen que le envió sus médicos el cielo, y también el mundo los suyos, a competencia; y así, muy diferentes los unos de los otros y muy encontrados en la curación, porque los del cielo en nada condecendían con el gusto del enfermo, y los mundanos en todo le complacían: con lo cual, éstos se hicieron tan plausibles cuan aborrecibles aquéllos. Ordenábanle los de arriba muchos y buenos remedios, y los de abajo ninguno, diciendo:
—¡Eh!, que tanto es menester haber estudiado para no recetar como para recetar. Citaban los eternos magistrales textos; y los terrenos, ninguno, y decían:
—Más vale testa que texto.
—Guarde la boca —decían unos.
—Coma y beba cuanto apeteciere —los otros.
—Tome un vomitivo de deleites, que le será de mucho provecho.
—No haga tal, que le inquietará las entrañas y le postrará el gusto.
—Denle minorativos de concupiscencia.
—Ni lo piense, sino valientes tiradas de gustos que le vayan refrescando la sangre.
—¡Dieta, dieta! —repetían aquéllos.
—¡Regalo y más regalo! —replicaban éstos, y asentábasele muy bien al enfermo.
—Púrguese —le recetaron los celestiales—, porque vamos a la raíz del mal y a derribar el humor vicioso que predomina.
—Eso no —salían los mundanos—. Tome, sí, cosas suaves con que se entretenga y alegre.
Oyendo tal variedad, decía el enfermo:
—Aténgome al aforismo que dice: «Si de cuatro médicos, los tres dijesen que te purgues, y uno que no, no te purgues.»
Replicábanle los del cielo:
—También dice otro: «Si de cuatro médicos, los tres te dijeren que no te sangres, y uno sólo que sí, sángrate.» Luego te debes sangrar, y de la vena del arca, restituyendo lo ajeno.
—Eso no —salían los otros—, que sería quitarle las fuerzas y aun de todo punto desjarretarle.
Y él, en confirmación, añadía:
—¡Qué poco estiman ellos mi sangre! No saben otro que sangrar la costilla de los zurdos.
—No duerma con el mal —encargaban aquéllos.
—Repose y descanse en él —decían éstos.
Viendo, pues, los del cielo que no se le aplicaba remedio alguno de cuantos ellos ordenaban y que el enfermo iba por la posta caminando a la sepultura, entraron a él y con toda claridad le dijeron que moría. Ni por ésas se dio por entendido; antes, llamando un criado, le dijo:
—¡Hola!, ¿hanles pagado a estos médicos?
—Señor, no.
—Y aun por eso me dan ya por desahuciado. Pagadles y despedidles.
Lo segundo cumplieron, Fuéronse, con tanto, las virtudes; quedáronse los vicios, y él muy en ellos, que presto acabaron con él, aunque no él con ellos: murió el hombre de todos y fue sepultado más abajo de la tierra.
Íbale ponderando a Critilo este suceso de cada día un varón de ha mil siglos.
—¡Oh!, cómo es verdad —decía Critilo— que los vicios no sanan, sino que matan, y las virtudes remedian. No se cura la codicia con amontonar riquezas, ni la gula con los manjares, la sensualidad con los bestiales deleites, la sed con las bebidas, la ambición con los cargos y dignidades; antes, se ceban más y cada día se aumentan. De ese achaque le vino a la torpe Vinolencia hacer estanco de vicios: ¡y qué feos, qué abominables! Pero, entre todos, aquel que se me venía acercando y pegándoseme, que no hice poco en rebatirle: ¿cuál de ellos era?
—Es más cortesano, cuanto más civil; común, cuando más extraño.
—¿Cómo se llamaba el tal monstruo?
—Bien nombrado es y aun aplaudido, entremetido y bien admitido: todo lo anda y todo lo confunde, entra y sale en los palacios, teniendo en las cortes su guarida.
—Menos te entiendo por eso; aun no doy en la cuenta, que hay muchos a esta traza y bulle la corte dellos.
—Pues has de saber que era el capitán de todos, digo la plausible Quimera: ¡oh monstruo al uso!, ¡oh vicio de todos!, ¡oh peste del siglo, necedad a la moda! —exclamó el nuevo camarada.
—Por eso yo —añadió Critilo—, luego que me la vi tan cerca, la conjuré, diciendo: ¡Oh monstruo cortesano! ¿Qué me buscas a mí? Anda, vete a tu Babilonia común, donde tantos y tontos pasan de ti y viven contigo, todo embuste, mentira, engaño, enredo, invenciones y quimeras. Anda, vete a los que se sueñan grandes, y son fantasmas, hombres vacíos de sustancia y rebutidos de impertinencia, huecos de sabiduría y atestados de fantasía, todo presunción, locura, fausto, hinchazón y quimera. Vete a unos aduladores falsos, desvergonzados, lisonjeros, que todo lo alaban y todo lo mienten, y a los simples que se los creen, pagando el humor y el viento, todo mentira, engaño, necedad y quimera. Vete a unos pretendientes engañados y a unos mandarines engañadores, aquéllos pretendiéndolo todo y éstos cumpliendo nada, dando largas, excusas, esperanzas bobas, todo cumplimiento y quimera. Vete a unos desdichados arbitristas, inventores de felicidades ajenas, trazando de hacer Cresos a los otros cuando ellos son unos Iros, discurriendo trazas para que los otros coman cuando ellos más ayunan, todo embeleco, devaneo de cabeza, necedad y quimera. Vete a unos caprichosos políticos, amigos de peligrosas novedades, inventores de sutilezas mal fundadas, trastornándolo todo, no sólo no adquiriendo de nuevo ni conservando de viejo, pero perdiendo cuanto hay, dando al traste con un mundo, y aun con dos, todo perdición y quimera. Vete al Babel moderno de los cultos y afectados escritos, y cuyas obras son de tramoya, frases sin concepto, hojas sin fruto, tomos sin lomo, cuerpos sin alma, todo confusión y quimera. Vete a los tribunales, donde no se oyen sino mentiras; en las escuelas sofisterías, en las lonjas trampas, y en los palacios quimeras. Vete a los prometedores falsos, noveleros crédulos, entremetidos desahogados, linajudos desvanecidos, casamenteros mentirosos, pleiteantes necios, sabios aparentes, todo mentira y quimera. Vete a los hombres de hogaño, llenos todos de engaño, mujeres de embeleco; los niños mienten, los viejos engañan, los parientes faltan y los amigos falsean. Vete a todo lo que dejamos atrás de un mundo inmundo, laberinto de enredos, falsedades y quimeras. — Con esto traté de huir de ella, que fue del mundo todo, y eché por este camino de la verdad, en tan buen punto que tuve dicha de encontrarte.
—Harto fue —dijo el Acertador, que así oyó le llamaban— que todo tú pudieses salir.
—No tan todo —respondió Critilo— que no me dejase la mitad, pues otro yo allá queda, Andrenio, aun más amigo que hijo, nada suyo y todo ajeno, rendido a una brutal vinolencia. Mas aquí, no pudiendo articular las palabras, prosiguió haciendo extremos.
—Ora bien, no te pudras tú —le dijo— de lo que otros engordan. Quiero, por consolarte y remediarte, que volvamos allá y que experimentes el eficacísimo contraveneno del vino que conmigo llevo. Es la embriaguez (iba ponderando), el último asalto que dan al hombre los vicios, es el mayor esfuerzo que ellos hacen contra la razón. Y así cuentan que, habiéndose coligado todos estos monstruosos enemigos contra un hombre luego que naciera, embistiéndole ya uno, ya otro, por su orden, para más desordenarle, la voracidad cuando más rapaz, la mancebía cuando mancebo, la avaricia cuando varón y la vanidad cuando viejo, viéndole pasar de edad en edad vitorioso y que ya entraba en la vejez triunfando de todos ellos, no pudiéndolo sufrir que así se les escapase e hiciese burla dellos, acudieron a la embriaguez, afianzando en ella su despique. No se engañaron, pues acometiéndole ésta con capa de necesidad, llamando al vino su leche, su abrigo y su consuelo, poco a poco y trago a trago se fue entrando y apoderándose dél hasta rendirle de todo punto: hízole cerrar los ojos a la razón, abrir puerta a todo vicio, y de modo que, con lastimosa infelicidad, aquel que toda la vida se había conservado en su virtud y entereza se halló de repente a la vejez glotón, lascivo, iracundo, maldiciente, locuaz, vano, avaro, ridículo, imprudente, y todo esto porque vinolento.
Mas ya habían llegado, no al estanque, sino al cenagal de los vicios. Entraron ambos y hallaron a Andrenio, que aun estaba por tierra, sepultado en sueño y vino. Comenzaron a llamarle por su nombre, mas él, impaciente, respondía:
—¡Dejadme, que estoy soñando cosas grandes!
—No puede ser —dijo el Acertador—, que los hombres grandes sólo tienen sueños grandes.
—¡Eh, dejadme!, que estoy viendo cosas prodigiosas.
—No sean monstruosas. ¿Qué puedes ver sin vista?
—Veo —dijo— que el mundo no es ya redondo, cuando todo va a la larga; que la tierra no es ya firme, cuando todo anda rodando; que el cieno es cielo para los más, pues los menos son personas; que todo es aire en el mundo, y así todo se lo lleva el viento; el agua que fue y el vino que vino, el sol no es solo ni la luna es una, los luceros sin estrellas y el norte no guía, la luz da enojos y el alba llora cuando ríe; las flores son delirios y los lirios espinan; los derechos andan tuertos y los tuertos a las claras, las paredes oyen cuando las orejas se rascan, los postres son antes y muchos fines sin medios; que el oro no es pesado y las plumas mucho, los mayores alcanzan menos y hablan gordo los más flacos y alto los más bajos; no son ladrados los ladrones, con que ninguno tiene cosa suya; los amos son mozos, y las mozas las que mandan; más pueden espaldas que pechos, y quien tiene yerro, no tiene aceros; los servicios se miran de mal ojo, y los proveídos son premiados; la vergüenza es corrimiento, y los buenos no hacen llorar, sino reír; del mentís se hace caso, y del mentir casas; no son sabios los entendidos ni oídos los que hablan claro; el tiempo hecho cuartos y el día enhoramalas; los relojes quitan dando, y de los buenos días se hacen los malos años; tras la tercera va la primera, y las desgracias son gracias; las diademas en París, y los galanes en Francia.
—¡Calla ya! —le dijo el Acertador—, que sin duda se dijo diablo del que noche y día habla.
—Mas en cantar mal y porfiar. Digo que todo anda al revés y todo trocado de alto abajo: los buenos ya valen poco y los muy buenos para nada, y los sin honra son honrados; los bestias hacen del hombre y los hombres hacen la bestia, el que tiene es tenido y el que no tiene es dejado; el de más cabal es sabio, que no el de más caudal; las niñas lloran y las viejas ríen, los leones dan balidos y los ciervos cazan, los gallinas cacarean y no despiertan los gallos; no caben en el mundo los que tienen más lugar, y muchos hijos de algo valen nada; muchos por tener antojos no ven, y no se usan los husos; ya no nacen niños, ni los mozos bien criados; las que valen menos son buenas joyas, y los más errados buenas lanzas; veo unos desdichados antes de nacidos y otros venturosos después de muertos; hablan a dos luces los que a oscuras, y todo a hora es a deshora.
Prosiguiera en sus dislates, si el Acertador no tratara de aplicarle el eficaz remedio, que fue echarle en la vasija del vino, no una anguila (como el vulgo ignorante sueña), sino una serpiente sabia, que al punto le hizo volver a ser persona y aborrecer aquel tóxico del juicio y veneno letal de la razón. Sacólos con esto el Acertador de aquel estanco de los vicios, y estanque de monstruos, al de prodigios. Era éste uno de los raros personajes que se encuentran en el vario viaje de la vida, de tan extraña habilidad, que a todos cuantos encontraban les iba adivinando el suceso de su vida y el paradero della. Iban atónitos nuestros peregrinos oyéndole adevinar con tanto acierto. Toparon, de los primeros, uno de muy mal gesto, y al punto dijo:
—Déste no hay que aguardar buen hecho.
Y no se engañó. De un tuerto pronosticó que no haría cosa a buen ojo, y acertó. A un corcovado le adevinó sus malas inclinaciones, a un cojo los malos pasos en que andaba, y a un zurdo sus malas mañas, a un calvo lo pelón, y a un ceceoso lo mal hablado. A todo hombre señalado de la naturaleza señalaba él con el dedo, diciéndoles que guardasen. Encontraron ya un grande perdigón que iba perdiendo a toda prisa lo que muy poco a poco se había ganado, y al punto dijo:
—No hizo él la hacienda, no, que quien no la gana no la guarda.
Pero esto es nada: cosas más raras y más recónditas adevinaba como si las viera, y así, encontrando un coche que traía tan arrastrado a su dueño cuan desvanecida a su ama, dijo:
—¿Veis aquel coche? Pues antes de muchos años será carreta.
Y realmente fue así. Viendo edificar una cárcel muy suntuosa y fanfarrona, con muchos dorados hierros, que pudiera sustituir un palacio, dijo:
—¿Quién creerá que ha de venir a ser hospital?
Y de verdad lo fue, porque vinieron a parar en ella pobres desvalidos y desdichados. De un cierto personaje que tenía muchos y buenos amigos dijo que danzaba muy bien, y acertó, porque todos le alabaron. Al contrario, de otro que tenía cara de pocos amigos:
—Éste no hará cosa bien, ni saldrá con lo que emprendiere.
Esto es más: que llegó uno y le preguntó cuánto tiempo viviría; miróle a la cara y dijo que cien años, y que si le bobeara un poco más, dijera que docientos. A otro, inútil para todo, aseguró que sacaría de la puja al mismo Matusalén. Pero lo más es que, en viendo a cualquiera, le atinaba la nación; y así, de un invencionero dijo:
—Éste, sin más ver, es italiano.
De un desvanecido, inglés; de un desmazalado, alemán; de un sencillo, vizcaíno; de un altivo, castellano; de un cuitado, gallego; de un bárbaro, catalán; de un poca cosa, valenciano; de un alborotado alborotador, mallorquín; de un desdichado, sardo; de un tozudo, aragonés; de un crédulo, francés; de un encantado, danao; y así de todos los otros. No sólo la nación, pero el estado y el empleo adevinaba. Vio un personaje muy cortés, siempre con el sombrero en la mano, y dijo:
—¿Quién dirá que éste es hechicero?
Y realmente fue así, que a todos hechizaba. De un embelesado, que era astrólogo; de un soberbio, cochero; de un descortés, ujier de saleta; de un desharrapado y arrapador, soldado; de un lascivo, viudo; de un peludo, hidalgo. De un hombre de puesto que prometía mucho y a todos daba buenas palabras, dijo:
—Éste contentará a muchos necios.
De otro que no tenía palabra mala, adevinó que no tendría obra buena; y al que mucha miel en la boca, mucha hiel en la bolsa. Vio a uno ir y venir a una casa, y dijo:
—Éste anda por cobrar.
A cierto hombre que dio en decir verdades, le pronosticó muchos pesares; y al de gran lengua, gran dolor de cabeza. A cada uno le adevinaba su paradero como si lo viera, sin discrepar un tilde: a los liberales, el hospital; a los interesados, el infierno; a los inquietos, la cárcel, y a los revoltosos, el rollo; a los maldicientes, palos, y a los descarados, redomas; a los capeadores, jubones, y a los escaladores, la escalera; a las malas, palo santo; a los famosos, clarín; a los sonados, paseo; a los perdidos, pregones; a los entremetidos, desprecio; a los que les prueba la tierra, el mar; a los buenos pájaros, el aire; a los gavilanes, pigüelas, y a los lagartos, culebra; a los cuerdos, felicidades; a los sabios, honras, y a los buenos, dichas y premios.
—¡Qué rara habilidad ésta! —ponderaba Andrenio—. No sé qué me diera por tenerla.
¿No me enseñarías esta tu astrología?
—Paréceme a mí —dijo Critilo— que no es menester muchos astrolabios para esto, ni consultar muchas estrellas.
—Así lo creo —dijo el Adevino—, pero pasemos adelante, que yo te ofrezco, ¡oh Andrenio!, de sacarte tan adevino como yo con la experiencia y el tiempo.
—¿Dónde nos llevas?
—Donde todos huyen.
—Pues si huyen, ¿para qué vamos nosotros?
—Y aun por eso, para huir de todos ellos, aunque primero quería de introduciros en la famosa Italia, la más célebre provincia de la Europa.
—Dicen que es país de personas.
—Y personadas también.
—Extraño dejo ha sido el de Alemania —decía Andrenio.
Y Critilo:
—Sí, cual yo me lo imaginaba.
—¿Qué os ha parecido de aquella tan extendida provincia, la mayor sin duda de Europa? Decidlo en puridad.
—A mí —respondió Andrenio—, lo que más me ha contentado hasta hoy.
Y Critilo:
—A mí, la que menos.
—Por eso no se vive en el mundo con un solo voto.
—¿Qué te ha agradado a ti más en ella?
—Toda, de alto a bajo.
—Querrás decir Alta y Baja.
—Eso mismo.
—Sin duda que su nombre fue su definición, llamándose Germania, a germinando, la que todo lo produce y engendra, siendo fecunda madre de vivientes y de víveres y de todo cuanto se puede imaginar para la vida humana.
—Sí —replicó Critilo—, mucho de extensión y nada de intención, mucha cantidad y poca calidad.
—¡Eh!, que no es una provincia sola —proseguía Andrenio—, sino muchas que hacen una; porque si bien se nota, cada potentado es casi un casi rey y cada ciudad una corte, cada casa un palacio, cada castillo una ciudadela, y toda ella un compuesto de populosas ciudades, ilustres cortes, suntuosos templos, hermosos edificios y inexpugnables fortalezas.
—Eso mismo hallo yo —dijo Critilo— que la ocasiona su mayor ruina y su total perdición, porque cuantos más potentados, más cabezas; cuantas más cabezas, más caprichos, y cuantos más caprichos, más disensiones; y como dijo Horacio, lo que los príncipes deliran, los vasallos lo suspiran.
—No me puedes negar —dijo Andrenio— su abundancia y su opulencia. Mira qué abastecida de todo, que si dicen España la rica, Italia la noble, también Alemania la harta. ¡Qué abundante de granos, de ganados, pescas, cazas, frutos y frutas! ¡Qué rica de minerales! ¡Qué vestida de arboledas.! ¡Qué adornada de bosques, hermoseada de prados! ¡Qué surcada de caudalosos ríos, y todos navegables! De tal suerte que tiene más ríos Alemania que las otras provincias arroyos, más lagos que las otras fuentes, más palacios que las otras casas, y más cortes que las otras ciudades.
—Así es —dijo Critilo—, yo lo confieso, mas en eso mismo hallo yo su destruición y que su misma abundancia la arruina, pues no hace otro que ministrar leña al fuego de sus continuas guerras en que se abrasa, sustentando contra sí muchos y numerosos ejércitos: lo que no pueden otras provincias, especialmente España, que no sufre ancas.
—Pero viniendo ya a sus bellos habitadores —dijo el Acertador—, ¿cómo quedáis con los alemanes?
—Yo muy bien —dijo Andrenio—. Hanme parecido muy lindamente, son de mi genio; engáñanse las demás naciones en llamar a los alemanes los animales, y me atrevo a decir que son los más grandes hombres de la Europa.
—Sí —dijo Critilo—, pero no los mayores.
—Tiene dos cuerpos de un español cada alemán.
—Sí, pero no medio corazón.
—¡Qué corpulentos!
—Pero sin alma.
—¡Qué frescos!
—Y aun fríos.
—¡Qué bravos!
—Y aun feroces.
—¡Qué hermosos!
—Nada bizarros.
—¡Qué altos!
—Nada altivos.
—¡Qué rubios!
—Hasta en la boca.
—¡Qué fuerzas las suyas!
—Mas sin bríos: son de cuerpos gigantes y de almas enanas.
—Son moderados en el vestir.
—No así en el comer.
—Son parcos en el regalo de sus camas y menaje de sus casas.
—Pero destemplados en el beber.
—¡Eh!, que ése en ellos no es vicio, sino necesidad: ¿qué había de hacer un corpacho de un alemán sin vino?
—Fuera un cuerpo sin alma: él les da alma y vida.
—Hablan la lengua más antigua de todas.
—Y la más bárbara también.
—Son curiosos de ver mundo.
—Y si no, serían dél.
—Hay grandes artífices.
—Pero no grandes doctos.
—Hasta en los dedos tienen la sutileza.
—Más valiera en el celebro.
—No pueden pasar sin ellos los ejércitos.
—Así como ni el cuerpo sin el vientre.
—Resplandece su nobleza.
—¡Ojalá su piedad! Pero su infelicidad es que, así como otras provincias de Europa han sido ilustres madres de insignes patriarcas, de fundadores de las Sagradas Órdenes, ésta al contrario, de &c.
Estorbóles el proseguir un confuso tropel de gentes que, a todo correr, venían haciendo por aquellos caminos, harto descaminados, al derecho y al través, atropellándose unos a otros, y todos desalentados. Y lo que más admiración les causó fue ver que los mayores hombres eran los primeros en la fuga y que los más grandes alargaban más el paso, y echaban valientes trancos los gigantes, y aun los cojos no eran los postreros. Atónitos nuestros flemáticos peregrinos, comenzaron a preguntar la causa de una tan fanática retirada, y nadie les respondió: que aun para eso no se daban vagar.
—¿Hay tal confusión? ¿Viose semejante locura? —decían.
Cuando más admirado uno de su admiración dellos, les dijo:
—O vosotros sois unos grandes sabios, o unos grandes necios, en ir contra la corriente de todos.
—Sabios no —le respondieron—, pero sí que lo deseamos ser.
—Pues mirad que no muráis con ese deseo.
Y atrancó cien pasos.
—¡A huir, a huir! —venía voceando otro—, que ya parece que desbucha.
Y pasó como un regañón.
—¿Quién es ésta que anda de parto? —preguntó Andrenio.
Y el Acertador:
—Poco más o menos, ya yo adiveno lo que es.
—¿Qué cosa?
—Yo os lo diré: éstos sin duda vienen huyendo del reino de la Verdad, donde nosotros vamos.
—No le llames reino —replicó uno de los tránsfugas—, sino plaga, y con razón, pues así lastima; y más hoy que tiene alborotado el mundo, solicitándose la ojeriza universal.
—¿Y qué es la causa? —le preguntaron—. ¿Hay alguna novedad?
—Y bien grande. ¿Eso ignoráis ahora? ¡Qué tarde llegan a vosotros las cosas! ¿No sabéis que la Verdad va de parto estos días?
—¿Cómo de parto?
—Sí, aun con la barriga en la boca, reventando por reventar.
—Pues, ¿qué importa que para? —replicó Critilo—. ¿Por eso se inquieta el mundo? Haced que para en buen hora, y el cielo que la alumbre.
—¿Cómo que qué importa? —levantó la voz el cortesano—. ¡Qué linda flema la vuestra! Mucha Alemania gastáis. Si agora con una verdad sólo no hay quien viva, ni hay hombre que la pueda tolerar, ¿qué será si da en parir otras verdades, y éstas otras, y todas paren? Llenarse ha el mundo de verdades, y después buscarán quien le habite: dígoos que se vendrá a despoblar.
—¿Por qué?
—Porque no habrá quien viva, ni el caballero, ni el oficial, ni el mercader, ni el amo, ni el criado: en diciendo verdad, nadie podrá vivir. Dígoos que no vendrán a quedar de cuatro partes la media. Con una verdad que le digan a un hombre tiene para toda la vida: ¿qué será con tantas? Bien pueden cerrar los palacios y alquilar los alcázares; no quedarán cortes ni cortijos. Con tantica verdad hay hombre que se ahita, y no es posible digerirla; ¿qué hará con un hartazgo de verdades? Gran buche será menester para cada día su verdad a secas. ¡Bien amargarán!
—¡Eh!, que muchos habrá —dijo Critilo— que no temerán las verdades; antes, les vendrán nacidas.
—¿Y quién será ése? Decidlo, le levantaremos una estatua. ¿Cuál será el confiado que no le puedan estrellar una verdad entre ceja y ceja, y aun darle muchas por la cara? Y a fe que escuecen mucho y por muchos días. Líbreos Dios de una valiente zurra de verdades; pican que abrasan. Y si no, veamos. Díganle a la otra lo que le dijo don Pedro de Toledo: «Mire que le diré peor que tal.» Y replicando ella: «¿Qué me dirá?» «¡Peor, que vieja!» Plántenle al otro lucifer una verdad en un cedulón, y veréis lo que se endiabla. Acuérdenle al más estirado lo que él más olvida, al más pintado sus borroncillos; píquenle con la lezna al desvanecido; díganle al otro rico que lo ganó por su pico su abuelo, que vuelva la mira atrás al que se hace tan adelante; acuérdenle lo que los pasteles al que hoy asquea los faisanes, de su cuartana al león, y a la fénix de lo gusano. No os admiréis que huygamos de la verdad, que es traviesa y atraviesa el corazón. Veis allí tendido un gigante de la hinchazón que le mató un niño y con un alfiler, y hay quien dice se lo vendió su abuelo; más él se tiene la culpa: que hiciera orejas de mercader. Digo, pues, que no hagáis admiraciones de que todos corran de corridos.
—¿De qué huyen aquellos soldados? —decía Andrenio.
—Porque no les digan que huyeron y que son de los de fugerunt fugerunt. Venía uno gritando.
—¡Verdad, verdad! Pero no por mi boca, menos por mis orejas.
—Destos toparéis muchos. Todos querrían les tratasen verdad, y ellos no tomarla en la boca.
—Ora, señores —ponderaba Andrenio—, que los trasgos huyan, vayan con Bercebú, nunca acá vuelvan: pero ¿los soles?
—Sí, porque no les den en rostro con sus lunares.
Venía por puntos reforzando la voz:
—¡Ya pare! ¡Afuera, que desbucha! ¡A huir, príncipes! ¡A correr, poderosos!
Y a este grito había hombre que tomaba postas. No había monta a caballo como éste; potentado hubo que reventó los seis caballos de la carroza. Pero es de advertir que esto pasaba en Italia, donde se teme más una verdad que una bala de un basilisco otomano; que por eso corren tan pocas, le usan raras.
—¿De cuándo acá está preñada esta Verdad —preguntó Andrenio—, que yo la tenía por decrépita, y aun caduca, y ahora sale con parir?
—Días ha que lo está, y aun años, y dicen que del Tiempo.
—Según eso, mucho tendrá que echar a luz.
—Por lo menos, cosas bien raras.
—¿Y todas serán verdades?
—Todas.
—Ahora vendrá bien aquello de noche mala y parir hija. ¿Por qué no pare cada año, y no hacer tripa de verdades?
—¡Oh sí, no hay más que desbuchar! Antes, concibe en un siglo para parir en otro.
—Pues serán ya verdades rancias.
—No, a fe, sino eternas. ¿No sabes tú que las verdades son de casta de azarolas, que las podridas son las maduras y más suaves, y las crudas las coloradas? Aquéllas que hacen saltar los colores al rostro son intratables, sólo las puede tragar un vizcaíno.
—Sin duda que allá en aquellos dorados siglos debía parir esta Verdad cada día.
—Menos, porque no había que decir: no concebía, todo se estaba dicho. Mas agora no puede hablar y revienta; vase deteniendo, como la preñada erizo, que cuanto más tarda más siente las punzas de los hijuelos y teme más el echarlos a luz. Ora ¡qué de cosas raras tendrá guardadas en aquellas ensenadas de su notar y advertir! Por eso decía un atento: casar y callar. ¡Qué hermosos partos! ¡Qué de bellezas desbuchará!
—Antes, sospecho yo —dijo Critilo— que han de ser horribles monstruosidades, desaciertos increíbles, valientes desatinos, cosas al fin sin pies ni cabeza; que si fueran aciertos, bulleran panegíricos.
—Sean lo que fueren —decía el Adevino—, ellas han de salir. Ella no conciba, que si una vez se empreña, o reventar o parir; que, como dijo el mayor de los sabios, ¿quién podrá detener la palabra concebida?
—¿Dime —preguntó Andrenio—, nunca se ha rezumado, siquiera discurrido lo que parirá esta Verdad? ¿Será hijo o hija? ¿Qué mienten las comadres, qué adulan los físicos? ¿No corre algún disparate claro de un tan sellado secreto?
—En esto hay mucho que decir, y más que callar. Luego que se tuvo por cierto este preñado, viérades asustados los interesados, cuidadosos los que se quemaban, que fueron casi todos los mortales. Trataron luego de consultar los oráculos sobre el caso. Respondióles el primero que pariría un fiero monstruo, tan aborrecible cuan feo: considerad ahora el mortal susto de los mortales. Acudieron a otro por consuelo, y le hallaron, porque les respondió todo lo contrario, que pariría un pasmo de belleza, un hijo tan lindo cuan amable. Quedaron con esto más confusos, y por sí o por no, intentaron ahogarle; mas en vano, que aseguran es inmortal, y sépalo todo el mundo. Dicen que la Verdad es como el río Guadiana, que aquí se hunde y acullá sale; hoy no osa chistar, parece que anda sepultada, y mañana resucita, un día por rincones y al otro por corrillos y por plazas. Llegará el día del parto y veremos este secreto, saldremos desta suspensión.
—Y tú, que te picas de adivinarlo todo, ¿qué sientes de esto, qué rastreas? ¿No das en quién será este monstruo y este prodigio?
—Sí —dijo él—, por lo menos lo que podrían ser el primero para los necios y el segundo para los cuerdos; yo diría que el primero es… Pero asomó en éstas un raro ente que venía, no tanto huyendo, cuanto haciendo huir; hacíase no sólo calle, pero plaza; daba desaforados gritos y decía:
—¿A mí el loco, cuando hago tantos cuerdos? ¿A mí el desatinado, que hago acertar? ¿A mí, a mí el sin juicio, que a muchos doy entendimiento?
—¿Quién es éste? —preguntó Critilo.
Y respondióle:
—Ése es un ablativo absoluto, que ni rige ni es regido; éste es el loco del príncipe tal.
—¿Cómo es posible —replicó— que un señor tan cuerdo, llamado por antonomasia el Prudente (y no el Séneca de España, como si el otro hubiera sido de Etiopía), cómo es creíble lleve consigo un perenal?
—Y aun por eso, porque él es prudente.
—Pues ¿qué pretende?
—Oír la verdad alguna vez, que ninguno otro se la dirá ni la oirá de otra boca. No os admiréis cuando viéredes los reyes rodeados de locos y de inocentes, que no lo hacen sin misterio. No es por divertirle, sino por advertirle, que ya la verdad se oye por boca de ganso. Ora caminemos, que no podemos estar ya muy lejos de la corte.
—Eso de corte, excusadlo —respondió un gran contrario suyo.
—¿Y por qué no?
—Porque si no se oyó jamás verdad en corte, ¿cómo habrá corte de la Verdad? ¿Cómo puede llamarse corte donde no se miente ni se finge, donde no hay mentidero, donde no corren cada día cien mentiras como el puño?
—Pues ¿qué? —preguntó Andrenio—, ¿no se puede mentir en esa corte?
—¿Cómo, si es de la Verdad?
—¿Ni una mentirilla?
—Ni media.
—¿Ni en su ocasión, que es gran socorro?
—No, por cierto.
—¿Ni sustentada por tres días, a la francesa, que vale mucho?
—Ni por uno.
—¡Eh, vaya, que por un cuarto…! —Ni por un instante.
—¿Ni una equivocación a lo hipócrita?
—Tampoco.
—¿Ni un disimular la verdad, que no es mentira? Pero, ¿ni decir todas las verdades?
—Ni aun eso.
—¡Válgate Dios por verdad, y qué puntual que eres! Casi casi voy tratando de huir también. ¿Qué, ni una excusa con el embestidor, ni una lisonja con el príncipe, ni un cumplimiento con el cortesano?
—Nada, nada de todo eso; todo liso, todo claro.
—Ahora digo que no entro yo allá. No me atrevo a pasar por una tan estrecha religión. ¿Yo, vivir sin el desempeño ordinario?: será imposible. Desde ahora me despido de tal corte, y a fe que no seré solo. No hay embustes: pues digo que no es corte. No hay engañadores ni lisonjas, ni lisonjeros ni encarecedores: pues no habrá cortesanos. No hay caballeros sin palabra ni grandes sin obra: pues digo que ni es corte. No hay casas a la malicia y calles a la pena: vuelvo a decir que no puede ser corte. Señores, ¿quién vive en este París, en este Stocolmo? ¿Quién es esta Cracovia? ¿Quién corteja a esta reina? Sola debe andarse como la fénix.
—No falta quien la asista y la corteje —respondió el Acertador—. Porque sabrás ¡oh Andrenio! que cuando los mundanos echaron la Verdad del mundo y metieron en su trono la Mentira, según refiere un amigo de Luciano, trató el Supremo Parlamento de volverla a introducir en el mundo a petición de los mismos hombres, a instancias de los mundanos, que no podían vivir sin ella: no podían averiguarse ni con criados ni oficiales, ni con las propias mujeres: todo era mentira, enredo y confusión. Parecía un Babel todo el mundo, sin poderse entender unos a otros: cuando decían sí, decían no; y cuando blanco, negro; conque no había cosa cierta ni segura. Todos andaban perdidos y gritando: «¡Vuelva, vuelva la Verdad!» Era dificultosa la empresa y temíase mucho el poder salir della, porque no se hallaba quien quisiese ser el primero en decirla: ¿quién dirá la primera verdad?
Ofreciéronse grandes premios al que quisiese decir la primera, y no se hallaba ninguno; no había hombre que quisiese comenzar. Buscáronse varios medios, discurriéronse muchos arbitrios, y no aprovechaban. «¡Pues ella se ha de introducir, ella ha de volver a los humanos pechos y a arraigarse en los corazones! Véase el cómo.» Teníanlo por imposible los políticos, y decían: «¿Por dónde se ha de comenzar? Por Italia es cosa de risa, por Francia es cuento, por Inglaterra no hay que tratar, por España, aún, aún, pero será dificultoso.» Al fin, después de muchas juntas, se resolvió que la desliesen con mucho azúcar para desmentir su amargura y le echasen mucho ámbar contra la fortaleza que de sí arrojaba. Y deste modo dorada y azucarada, en un tazón de oro (no de vidrio, por ningún caso, que se trasluciría), luego la fuesen brindando a todos los mortales, diciendo ser [la] más exquisita confección, una rara bebida venida de allá de la China, y aun más lejos, más preciosa que el chocolate ni que el chá ni que el sorbete, para que con eso hiciesen vanidad de beberle. Comenzaron, pues, a mandarla a unos y a otros por su orden. Llegaron a los príncipes los primeros, para que con su ejemplo se animasen a pasarla los demás y se compusiese el orbe todo, mas ellos de una legua sintieron su amargura (que tienen muy despiertos los sentidos, tanto huelen como oyen), y comenzaron a dar arcadas; alguno hubo que por una sola gota que pasó, comenzó luego a escupir, que aun le dura. En probándola, decían todos: «¡Qué cosa tan amarga!», y respondían otros: «Es la Verdad.» Pasaron con tanto a los sabios: «Éstos, sí, decían, que toda su vida hacen estudio de averiguarla.» Mas ellos tan presto como la comieron, la arrimaron, diciendo que tenían harto con la teórica, que no querían la plática: en especulación, no en ejecución. «Ora vamos a los varones ancianos, y muchachos, que suelen hacer pasto de ella.» Engañáronse, porque en sintiéndola, cerraron los labios y apretaron los dientes, diciendo: «Por mi boca, no; por la de otro, a la de mi vecino.» Convidaron a los oficiales. Menos, antes dijeron que morirían de hambre en cuatro días si en la boca la tomasen, especialmente los sastres. Los mercaderes, ni verla, que por eso tienen las tiendas a escuras y aborrecen sus cajones la luz; los cortesanos, ni oírla. No se halló mujer que la quisiese probar, y decía una: «¡Anda allá!, que mujer sin enredo, bolsa sin dinero.» Desta suerte fueron pasando por todos los estados y empleos, y no se halló quien quisiese arrostrar a la verdad. Viendo esto, se resolvieron de probar con los niños, para que tan temprano la mamasen con la leche y se hiciesen a ella; y fue menester buscarlos muy pequeñuelos, porque los grandecillos ya la conocían, y la aborrecían a imitación de sus padres. Fueron a los locos perenales, a los simples solemnes, que todos la bebieron: los niños, engañados con aquella primera dulzura, los simples porque no dieron en la cuenta, apechugaron con el vaso hasta agotarle, llenaron el buche de verdades, comenzando al punto a regoldarlas: amargue o no amargue, ellos la dicen; pique o no pique, ellos la estrellan; unos la hablan, otros la vocean. Ellos no la sepan, que si la saben no dejarán de decirla. Así que los niños y los locos son hoy los cortesanos de esta reina, ellos los que la asisten y la cortejan.
Hallábanse ya a la entrada de una ciudad por todas partes abierta; veíanse sus calles exentas, anchas y muy derechas, sin vueltas, revueltas ni encrucijadas, y todas tenían salida. Las casas eran de cristal, con puertas abiertas y ventanas patentes; no había celosías traidoras, ni tejados encubridores. Hasta el cielo estaba muy claro y muy sereno, sin nieves de emboscadas, y todo el hemisferio muy despejado.
—¡Qué diferente región ésta —ponderaba Critilo— de todo lo restante del mundo!
—Pero, ¡qué corta corte ésta! —decía Andrenio.
Y el Acertador:
—Por eso defendía uno que la mayor corte hasta hoy había sido la de Babilonia: perdone la triunfante Roma, con sus seis millones de habitadores, y Panquín en la China, en cuyo centro, puesto en alto un hombre, no descubre sino casas, con ser tan llano su hemisferio. Estaban ya para entrar, cuando repararon en que muchos, y gente de autoridad, antes de meter el pie hacían una acción bien notable, y era calafatearse muy bien las orejas con algodones; y aun no satisfechos con esto, se ponían ambas manos en ellas y muy apretadas.
—¿Qué significa esto? —preguntó Critilo—. Sin duda que éstos no gustan mucho de la verdad.
—Antes, no hallan otra cosa —respondió el Acertador.
—Pues ¿para qué es esta diligencia?
—Hay un gran misterio en esto —dijo uno de ellos mismos, que lo oyó.
—Y aun una gran malicia —replicó otro—, si es cautela.
—¡No es cautela!
Conque se trabó entre los dos una gran altercación.
—De necios es el porfiar —decía el primero.
—Y de discretos el disputar —replicó el segundo.
—Digo que la verdad es la cosa más dulce de cuantas hay.
—Y yo digo que la más amarga.
—Los niños son amigos de lo dulce, y la dicen: luego dulce es.
—Los príncipes son enemigos de lo que amarga, y la escupen: luegos amarga es. Loco es el que la dice.
—Y sabio el que la oye.
—No es política tampoco; es embustera, es muy pesada.
—También es preciosa como el oro.
—Es desaliñada.
—Achaque de linda.
—Todos la maltratan.
—Ella hace bien a todos.
Desta suerte discurrían por extremos, sin topar el medio, cuando el Acertador se puso en él y les dijo:
—Amigos, menos voces y más razones, distinguid textos y concordaréis derechos. Advertid que la verdad en la boca es muy dulce, pero en el oído es muy amarga; para dicha no hay cosa más gustosa, pero para oída no hay cosa más desabrida. No está el primor en decir las verdades, sino en el escucharlas, y así veréis que a verdad murmurada es todo el entretenimiento de los viejos: en esto gastan días y noches, gustan mucho de decirla, pero no que se les digan. Y en conclusión, la verdad por activa es muy agradable, pero por pasiva la quinta esencia de lo aborrecible: esto es, en murmuración, no en desengaño. Comenzaron ya a discurrir por aquellas calles, si bien no acertaba Andrenio a dar paso, y de todo temía: en viendo un niño, se ponía a temblar, y en descubriendo un orate, desmayaba. Toparon y oyeron cosas nunca dichas ni oídas, hombres nunca vistos ni conocidos. Aquí hallaron el sí y el no no, que aunque tan viejos nunca los habían topado; aquí el hombre de su palabra, que casi no le conocían; viéndolo estaban y no lo creían, como ni al hombre de verdad y de entereza, el de andemos claros, vamos con cuenta y razón, el de la verdad por un moro, que todos eran personajes prodigiosos.
—Y aun por eso no los hemos encontrado en otras partes —decía Critilo—, porque están aquí juntos.
Aquí hallaron los hombres sin artificio, las mujeres sin enredo, gente sin tramoya.
—¿Qué hombres son estos —decía Critilo— y de dónde han salido, tan opuestos con los que por allá corren? No me harto de verlos, tratarlos y conocerlos; esto sí que es vivir. Este, cielo es, que no mundo. Ya creo agora todo cuanto me dicen, sin escrúpulo alguno ni temor de engaño, que antes no hacía más que suspender el juicio y tomar un año para creer las cosas. ¿Hay mayor felicidad que vivir entre hombres de bien, de verdad, de conciencia y entereza? ¡Dios me libre de volver a los otros que por allá se usan!
Pero duróle poco el contento, porque yéndose encaminando hacia la Plaza Mayor, donde se lograba el transparente alcázar de la Verdad triunfante, oyeron antes de llegar allá unas descomunales voces, como salidas de las gargantas de algún gigante, que decían:
—¡Guarda el monstruo, huye el coco! ¡A huir todo el mundo, que ha parido ya la Verdad el hijo feo, el odioso, el abominable! ¡Qué viene, qué vuela, qué llega! A esta espantosa voz echaron todos a huir, sin aguardarse unos a otros, a necio el postrero. Hasta el mismo Critilo, ¿quién tal creyera?, llevado del vulgar escándalo, cuando no ejemplo, se metió en fuga, por más que el Acertador le procuró detener con razones y con ruegos:
—¿Dónde vas? —le gritaba.
—Donde me llevan.
—¡Mira que huyes de un cielo!
—Pongamos cielo en medio.
Quien quisiere saber qué monstruo, qué espantoso fuese aquel feo hijo de una tan hermosa madre, y dónde fueron a parar nuestros asustados peregrinos, trate de seguirlos hasta la otra crisi.