El Criticón (Segunda parte)/Crisi XII


CRISI DUODÉCIMA

El trono del Mando

Competían las Artes y las Ciencias el soberano título de reina, sol del entendimiento y augusta emperatriz de las letras. Después de haber hecho la salva a la sagrada Teología (verdaderamente divina, pues toda se consagra a conocer a Dios y rastrear sus infinitos atributos), habiéndola sublimado sobre sus cabezas y aun sobre las estrellas, que fuera indecencia adocenarla, prosiguióse la competencia entre todas las demás que se nombran, de las tejas abajo, luceros de la verdad y nortes seguros del entendimiento. Viéronse luego hacer de parte de ambas Filosofías todos los mayores sujetos, los ingeniosos a la banda de la Natural y los juiciosos de la Moral, señalándose entre todos Platón eternizando divinidades, y Séneca sentencias. No fue menos numeroso ni lucido el séquito de la Humanidad, gente toda de buen genio; y, entre todos, un discreto de capa y espada, habiendo arengado por ella, concluyó diciendo:

—¡Oh plausible Enciclopedia!, que a ti se reduce todo el plático saber, tu mismo nombre de Humanidad dice cuán digna eres del hombre; con razón los entendidos te dieron el apellido de las Buenas Letras, que entre todas las Artes tú te nombras en pluralidad la Buena.

Pero ya Bartulo y Baldo comenzaron a alegar por la Jurisprudencia; acotando entre los dos docientos textos con memoriosa ostentación, probaron con evidencia que ella había hallado aquel maravilloso secreto de juntar honra y provecho, levantando los hombres a las mayores dignidades, hasta la suprema.

Riéronse desto Hipócrates y Galeno, diciendo:

—Señores míos, aquí no va menos que la vida: ¿qué vale todo sin salud?

Y el complutense Pedro García, que desmintió lo vulgar de su renombre con su fama, ponderaba mucho aquel haber encargado el divino sabio el honrar los médicos, no los letrados ni los poetas.

—¡Aquí de la Honra y de la Fama!— blasonaba un historiador—. ¡Esto sí que es dar vida y hacer inmortales las personas!

—¡Eh!, que para el gusto no hay cosa como la Poesía —glosaba un poeta—. Bien concederé yo que la Jurisprudencia se ha alzado con la honra, la Medicina con el provecho. Pero lo gustoso, lo deleitable quédese para los canoros cisnes.

—¿Pues qué, y la Astrología —decía un matemático—, no ha de tener estrella, cuando se carea con todas y se roza con el mismo sol?

—¡Eh!, que para vivir y para valer —decía un ateísta, digo un estadista— a la Política me atengo; ésta es la ciencia de los príncipes, y así ella es la princesa de las ciencias. Desta suerte corría la pretensión a todo discurrir, cuando el gran canceller de las Letras, digno presidente de la docta Academia, oídas las partes y bien ponderadas sus eficacísimas razones dio muestras de pronunciar sentencia. Calmó en un punto el confuso murmullo y fue tanta la atención cuanta la expectación; allí se vio todo pedante sacar el cuello de cigüeña, plantar de grulla, atisbar de mochuelo y parar oreja de liebre. En medio de tan antonina suspensión, que ni una mosca se oía, desabrochando el pecho, el severo presidente sacó del seno un libro enano, no tomo, sino átomo, de pocas más que doce hojas, y levantándole en alto a toda ostentación, dijo:

—Ésta sí que es la corona del saber, ésta la ciencia de ciencias, ésta la brújula de los entendidos.

Estaban todos suspensos, admirándose y mirándose unos a otros de saber qué arte fuese aquélla, que según parecía no se parecía, y dudaban del desempeño. Volvió él segunda vez a exagerar:

—Éste sí que es el plático saber, ésta es la arte de todo discreto, la que da pies y manos, y aun hace espaldas a un hombre: ésta la que del polvo de la tierra levanta un pigmeo al trono del mando. Cedan las Auténticas del César, retírense los Aforismos del médico, llamados así ya por lo desaforado, ya porque echan fuera del mundo a todo viviente. ¡Oh qué lición ésta del valer y del medrar! Ni la Política, ni la Filosofía, ni todas juntas alcanzan lo que ésta con sola una letra.

Crecía a varas el deseo con tanta exageración, y más por extrañarse en la boca de un atento.

—Finalmente —dijo— este librito de oro fue parto noble de aquel célebre gramático, prodigioso desvelo de Luís Vives, y se intitula: De conscribendis epistolis: Arte de escribir…

No pudo acabar de pronunciar cartas, porque fue tal la risa de todo aquel erudito teatro, tanta la tempestad de carcajadas, que no pudo en mucho rato tomar la vez ni la voz para desempeñarse. Volvía ya a esconder el librillo en el seno con tal severidad, que bastó a serenarlos, y muy compuesto le dijo:

—Mucho he sentido el veros hoy tan vulgarizantes. Sólo puede ser satisfación el reconoceros desengañados. Advertí que no hay otro saber en el mundo todo como el saber escribir una carta; y quien quisiere mandar, platique aquel importante aforismo: Qui vult regnare, scribat, quien quiere reinar, escriba.

Este ponderativo suceso les refirió un ni persona ni aun hombre, sino sombra de hombre, rara visión, y al cabo nada; porque ni tenía mano en cosa, ni voz, ni espaldas, ni piernas que hacer, ni podía hombrear, ni en toda su vida se vio hecha la barba: tanto que, admirado Andrenio, le preguntó:

—¿Eres o no eres? Y si eres, ¿de qué vives?

—Yo —dijo— soy sombra, y así, siempre ando a sombra de tejado. Y no te espantes, que los más en el mundo no nacieron más que para ser sombras de la pintura, no luces ni realces; porque un hermano segundo, ¿qué otra cosa es sino sombra del mayorazgo?; el que nació para servir, el que imita, el que se deja llevar, el que no tiene sí ni no, el que no tiene voto propio, cualquiera que depende, ¿qué son todos sino sombras de otros? Creedme que los más son sombras, que aquéllos las hacen y éstos les siguen. La ventura consiste en arrimarse a buen árbol, para no ser sombra de un espino, de un alcornoque, de un quejigo. Por eso, yo voy en busca de algún gran hombre, para ser sombra suya y poder mandar el mundo.

—¿Tú —replicó Andrenio—, mandar?

—Sí, pues muchos que fueron menos, y aun nada, han llegado a mandarlo todo. Yo sé que me veréis bien presto entronizado; dejá que lleguemos a la Corte, que si ahora soy sombra, algún día seré asombro. Vamos allá, y allí veréis la honra del mundo en el ínclito, justo y valeroso Ferdinando Augusto: él es la honra de nuestro siglo, la otra columna del non plus ultra de la fe, trono de la justicia, basa de la fortaleza y centro de toda virtud. Y creedme que no hay otra honra sino la que se apoya en la virtud, que en el vicio no puede haber cosa grande.

Alegráronse mucho ambos peregrinos viendo se acercaban a aquella ciudad, estancia de su buscada prenda y término de su felicidad deseada. Vieron ya campear en la superioridad de la más alta eminencia una imperial ciudad, la primera que los solares rayos coronan. Fuéronse acercando y admirando un número sin cuenta de gentes, anhelando todos en su falda por subir a su corona. Para más satisfacerse ambos peregrinos, preguntaron si era aquélla la Corte.

—¿Pues no se da bien a conocer —les respondieron— en la muchedumbre de impertinentes? Ésta es la Corte y aun todas las cortes en ella; éste es el trono del mando, donde todos revientan por subir, y así llegan reventados, unos a ser primeros, otros a ser segundos, y ningún a ser postrero.

Vieron que echaban algunos, bien pocos, por el rodeo de los méritos, mas era un acabar de nunca acabar. El más manual, más que el de las letras, del valor y virtud, era el del oro, pero la dificultad consistía en fabricarse escala; que de ordinario los más beneméritos suelen ser los más imposibilitados. Echáronle a uno por favor, más que por elección, una escala de lo alto, y él, en estando arriba, la retiró porque ningún otro subiese. Al contrario, otro arrojó desde abajo un gancho de oro, y enganchóse en las manos de dos o tres que estaban arriba, con que pudo trepar ligero. Y déstos había raros volatines de la ambición que por maromas de oro volaban ligerísimos. Estaban votando uno y blasfemando.

—¿Qué tiene éste?— preguntó Andrenio.

Y respondiéronle:

—Echa votos por los que le han faltado.

Lo que más admiraron fue que, siendo la subida muy resbaladiza y llena de deslizaderos, llegó uno y comenzó a untarlos con un unto que en lo blanco parecía jabón y en lo brillante plata.

—¡Hay más calificada necedad! —decían.

Pero el Asombrado:

—Aguarda —dijo—, y veréis el maravilloso efeto. Fuelo harto, pues en virtud desta diligencia pudo subir con ligereza y seguridad, sin amagar el menor vaivén.

—¡Oh gran secreto —exclamó Critilo— untar las manos a otros para que no se le deslicen a él los pies! Ostentaban algunos prolijas barbas, torrentes de la autoridad, que cuando más afectan ciencia, descubren mayor legalidad.

—¿Por qué éstos —preguntó Andrenio— no se hacen la barba?

—¡Oh! —respondió el Asombrado—, porque se la hagan.

Reconocieron uno que parecía necio, y realmente lo era, según aquel constante aforismo: que son tontos todos los que lo parecen y la metad de los que no lo parecen. Y con ser incapaz, había muchos entendidos que le ayudaban a subir y lo diligenciaban por todas las vías posibles, no cesando de acreditarle de hombre de gran testa (contra todo su dictamen), de gran valor y muy cabal para qualquier empleo.

—¿Qué pretenden estos sabios —reparó Critilo— con favorecer a este tonto, procurando con tantas veras entronizarle?

—¡Oh! —dijo el Asombro, ya espanto—, ¿no veis que si éste sube una vez al mando, que ellos le han de mandar a él? Es testa de ferro en quien afianzan ellos en tenerlo todo a su mano.

¡Oh lo que valía aquí una onza de pía afición, y un amigo un Perú, sobre todo un pariente, aunque sea cuñado! Porque decían:

—De los tuyos hayas.

Mas Critilo, anteviendo tantas y tan inaccesibles dificultades, trataba de retirarse, consolándose a lo zorro de los racimos y diciendo:

—¡Eh, que el mandar, aunque es empleo de hombres, pero no felicidad! Y cierto — ponderaba— que para gobernar locos es menester gran seso, y para regir necios gran saber. Yo renuncio a los cargos por sus cargas.

Y encogiendo los hombros, volvía las espaldas. Detúvole el Asombro con aquella paradoja sentencia, para unos de vida, y de muerte para otros: Que un hombre había de nacer o rey o loco; no hay medio, o César o nada.

—¿Qué sabio —decía— puede vivir sujeto a otro, y más a un necio? Más le vale ser loco, no tanto para no sentir los desprecios cuanto para dar luego en rey de imaginación y mandar de fantasía. Yo, con ser sombra, no me tengo por desahuciado de llegar al mando.

—¿Pues en qué confías? —dijo Andrenio, cuando se oyó una voz que desde lo más alto decía:

—¡Allá va, allá va!

Estaban todos suspensos en expectación de qué vendría, cuando vieron caer a los pies de la Sombra unas espaldas de hombre, y muy hombre, fuertes hombros y trabadas costillas.

Segundó el grito:

—¡Allá van!

Y cayeron dos manos con sus brazos tan rollizos, que parecía cada uno un brazó de hierro. Desta suerte fueron cayendo todas las prendas de un varón grande. Estaban los circunstantes atónitos de ver el suelo poblado de humanos miembros, mas la Sombra los fue recogiendo todos y revistiéndoselos de uno en uno, con que quedó muy persona, hombre de poder y valer; y el que antes parecía nada, y podía nada, y era tenido en nada, se mostró ahora un tan estirado gigante, que todo lo podía. De modo que uno le hizo espaldas, otro la barba, no faltó quien le dio la mano, ni quien le fuese pies, con que pudo hacer piernas y hombrear; hasta entendimiento tuvo quien le diese. En viéndose hombre, trató de subirse a mayores, y pudo, y aun prestar favor a sus camaradas, a quienes hizo espaldas para su mayor ascenso.

Toparon en la primera grada del medrar una fuente rara donde todos se prevenían para la gran sed de la ambición, y causaba contrarios efectos: uno de los más notables era un olvido tan extraño de todo lo pasado, que no sólo se olvidaban de los amigos y conocidos de antes, causándoles increíble pesadumbre ver testigos de su antigua bajeza, pero de sus mismos hermanos, y aun hubo hombre tan bárbaramente soberbio, que desconoció el padre que le engendró, borrando de su memoria todas las obligaciones pasadas, los beneficios recibidos, favoreciendo hechuras nuevas, queriendo antes ser acreedores que obligados: más estimaban fiar que pagar. Pero ¡qué mucho!, si llegaron los más a olvidarse de sí mismos y de lo que habían sido, de aquellos principios de charcos, en viéndose en alta mar, y de todo cuanto les pudiera acordar su basura, obligándoles a deshacer la rueda. Infundía una ingratitud increíble, una tesura enfadosísima, una extrañez notable, y al fin, mudaba un entronizado totalmente, dejándole como elevado, que ni él se conocía ni los otros le acababan de conocer: tanto mudan las honras las costumbres.

Llegaron a lo alto en ocasión que todos andaban turbados y la corte alborotada, por haber desaparecido uno de los mayores monarcas de la Europa, y habiéndole buscado por cien partes, no le podían descubrir. Sospechaban algunos se habría perdido en la caza (que no sería el primero), que en casa de algún villano habría hecho noche, despertando de su gran sueño y cenando desengaños el que tan ayuno vivía de verdades. Mas llegó el día, y no pareció. Era grande y general el sentimiento, porque era amado de todos por sus grandes prendas; príncipe de estrella, que no es poco. No quedó Yuste, San Dionís, Casa de Campo, bosque ni jardín donde no le buscasen, hasta que finalmente le hallaron donde menos pensaban ni pudiera imaginarse, pues en un mercado, entre los ganapanes y esportilleros, vestido como uno dellos, porteando tercios y alquilando sus hombros por un real. Quedaron atónitos de verle tan trocado, comiendo un pedazo de pan con más gusto que en su palacio los faisanes. Estuvieron por un gran rato suspensos, sin acertar a decir palabra, no acabando de creer lo que veían. Quejáronsele con el debido sentimiento de que hubiese dejado su real trono y se hubiese abatido a un empleo tan soez: mas él les respondió:

—En mi palabra, que es menos pesada la mayor carga déstas, aunque sea de muchas arrobas de plomo, que la que he dejado; el tercio más cantioso me parece una paja respeto de un mundo a cuestas, y que me lo han agradecido mis hombros. ¿Qué cama de brocado como este suelo sin cuidados, donde he dormido más estas cuatro noches que en toda mi vida?

Suplicábanle volviese a su grandeza, mas él:

—Dejadme estar —respondió—, que ahora comienzo a vivir; ya me gozo y soy rey de mí mismo.

—Pues, señor —volviéronle a hacer instancia—, ¿cómo un príncipe de tan alto genio ha podido humanarse a conversar con tan vil canalla, horrura mayor del vulgo?

—¡Eh!, que no se me ha hecho de nuevo. ¿No andaba yo en el palacio rodeado de truhanes, simples, enanos y lisonjeros, peores sabandijas, a dicho de un rey Magnánimo? Rogáronle unos y otros volviese al mando, y él por última resolución les dijo:

—Andad, que habiendo probado ya esta vida, gran locura sería volver a la pasada. Trataron de elegir otro (que debía ser en Polonia), y pusieron la mira en uno nada niño y mucho hombre, de gran capacidad y valor, de gran inteligencia y ejecución, con otras mil prendas majestuosas, así de hombre como de rey; presentáronle la corona, mas él, tomándola en sus manos y sospesándola, decía:

—A gran peso, gran pesar. ¿Quién podrá sufrir un dolor de cabeza de por vida, tú pesando y yo pensando?

Pidió que, por lo menos, se la sustentase con dos manos un hombre de valor, porque no cargase todo el peso sobre su cabeza, mas díjole el venerable presidente del Parlamento:

—Eso, Sire, más sería tener el otro la corona en su mano que vos en la cabeza.

Llegó a vestirse la rica y vistosa púrpura, y hallándola forrada, no en martas de piedad, sino en erizos de pena, vestíasela algo holgada. Mas, diciéndole el maestro de ceremonias se la había de ceñir de modo que quedase bien ajustada, comenzó a suspirar por un pellico. Pusiéronle el cetro en la mano, y fue tal el peso, que preguntó si era remo, teniendo más tempestades que en el golfo de León; era cuando más precioso más pesado, y tenía por remate, no las hojas de una flor, sino los ojos en frutos: un ojo muy vigilante que valía por muchos. Preguntó qué significaba, y el gran canciller le dijo:

—Está haciéndoos del ojo y diciendo: «Sire, ojo a Dios y a los hombres, ojo a la adulación y a la entereza, ojo a conservar la paz y acabar la guerra, ojo al premio de unos y al apremio de los otros, ojo a los que están lejos, y más a los que están cerca, ojo al rico y oreja al pobre, ojo a todo y a todas partes, mirad al cielo y a la tierra, mirad por vos y por vuestros vasallos.» Todo esto y mucho más está avisando este ojo tan despierto. Y advertí que si tiene ojos el cetro, también tiene alma, como lo experimentaréis tirando de la parte inferior.

Ejecutólo y desenvainó un acicalado estoque, que es la justicia el alma del reinar. Leyéronle las leyes y pensiones de su cargo, que decían: la primera, no ser suyo, sino de todos, no tener hora propia, todas ajenas, ser esclavo común, no tener amigo personal, no oír verdades (lo que sintió mucho), haber de dar gusto a todos, contentar a Dios y a los hombres, morir en pie y despachando.

—Basta —dijo—, que yo también me acojo al sagrado de la libertad, y desde ahora renuncio una corona, que se llamó así del corazón y sus cuidados, una púrpura felpada de cambrones, un cetro remo, y un trono potro de dar tormento.

Acercósele un monstruo o ministro, y díjole al oído que tratase de tomar los cargos, y no las cargas.

—Reine —decía su madre—, aunque me cueste la vida.

Tocaron a aplauso los coribantes, embelesándole con ruidosa pompa, en que salió cortejado de la noble bizarría y aclamado de la populosa vulgaridad. En medio della estaba Andrenio, ponderando la majestuosa felicidad del nuevo príncipe, cuando un extremado varón, llegándose a él, le dijo:

—¿Crees tú que éste que ves es el príncipe que manda?

—¿Cuál, pues, si éste no? —respondió Andrenio.

Y él:

—¡Oh, cómo te engañas de barra a barra!

Y mostrándole un esclavo vil con su argolla al cuello, cadena al pie, arrastrando un grande globo:

—Éste es —le dijo— el que manda el mundo. Túvolo o por necedad, o por chiste, y comenzóle a solemnizar. Mas él se fue desempeñando a toda seriedad:

—Porque, mira —le dijo—, aquella gran bola de hierros, ¿qué puede ser sino el mundo, que él le trae al retortero? ¿Ves aquellos eslabones? Pues aquélla es la dependencia: aquel primero es el príncipe, aunque tal vez, sacando bien la cuenta, es el tercero, el quinto y tal vez el décimo tercio; el segundo es un favorecido; a éste le manda su mujer; ella tiene un hijuelo en quien idolatra; el niño está aficionado a un esclavo, que pide al rapaz lo que se le antoja; éste llora a su madre, ella importuna a su esposo, él aconseja al príncipe, que decreta. De suerte que, de eslabón en eslabón, viene el mundo a andar rodando entre los pies de un esclavo errado de sus pasiones.

Pasó el triunfo, que de todo triunfa el tiempo, y guiándoles el varón de extremos, haciéndolos, llegaron a una gran plaza donde cuatro o seis personajes muy ahorrados, sin ahorrarse con ninguno y aforrándose de todos, estaban jugando a la pelota; éste le arrojaba a aquél, y aquél al otro, hasta que volvía al primero, pasando círculo político, que es el más vicioso, rodando siempre entre unos mismos, sin salir jamás de sus manos. Todos los demás estaban mirando, que no hacían otro que ver jugar. Reparó Critilo y dijo:

—Ésta parece la pelota del mundo: entre cuero y viento o borra.

—Y éste es —respondió el Extremado— el juego del mando, éste el gobierno de todas las comunidades y repúblicas. Unos mismos son los que mandan siempre, sin dejar tocar pelota a los demás, que no hay política que no tenga sus faltas y sus azares. Pero, si me creéis, dejaos de todo mentido mando y seguidme, que yo os prometo mostrar el señorío real, que es el verdadero.

—Aquí hacemos alto —respondió Critilo—. El mayor favor sería guiarnos a casa de aquel ínclito marqués embajador de España cuya casa es nuestro centro, dónde pensamos poner término a nuestra prolija peregrinación hallando nuestra felicidad deseada.

Lo que les respondió y sucedió aquí, relatará la crisi siguiente.