El Criticón (Segunda parte)/Crisi XI
CRISI UNDÉCIMA
El tejado de vidrio y Momo tirando piedras
Llegó la Vanidad a tal extremo de quien ella es que pretendió lugar, y no el postrero, entre las Virtudes. Dio para esto memorial en que representaba ser ella alma de las acciones, vida de las hazañas, aliento de la virtud y alimento del espíritu.
—No vive —decía— la vida material quien no respira, ni la formal quien no aspira. No hay aura más fragante ni que más vivifique que la Fama, que tan bien alienta el alma como el cuerpo, y es su purísimo elemento el airecillo de la honrilla. No sale obra perfecta sin algo de vanidad, ni se ejecuta acción bien sin esta atención del aplauso; parto suyo son las mayores hazañas, y nobles hijos los heroicos hechos. De suerte que sin un grano de vanidad, sin un punto de honrilla, nada está en su punto, y sin estos humillos, nada luce. No pareció del todo mal la paradoja, especialmente algunos de primera impresión, y a otros de capricho. Pero la Razón, con todo su maduro parlamento, abominando una pretensión tan atrevida:
—Sabed —dijo— que a todas las pasiones se les ha concedido algún ensanche, un desahogo en favor de la violentada naturaleza: a la Lujuria el matrimonio, a la Ira la corrección, a la Gula el sustento, a la Envidia la emulación, a la Codicia la providencia, a la Pereza la recreación, y así a todas las otras demasías. Pero a la Soberbia, mirad qué tal es ella, que jamás se la [ha] permitido el más mínimo ensanche; no hay que fiar, toda es execrable: ¡vaya fuera, lejos, lejos! Bien es verdad que el cuidado del buen nombre es una atención loable, porque la buena fama es esmalte de la virtud, premio que no precio; hase de estimar la honra, pero no afectar. Más precioso es el buen nombre que todas las riquezas; en no estando la virtud en su buen crédito, está fuera de su centro, y quien no está en la gloria de su buena fama, forzoso es que esté condenado al infierno de su infamia, al tormento de la desestimación, más insufrible a más conocimiento. Es la honra sombra de la virtud, que la sigue y no se consigue, huye del que la busca y busca a quien la huye; es efeto del bien obrar, pero no afecto; decorosa, al fin, diadema de la hermosísima virtud. Célebre puente, como tan temida, daba paso a la gran ciudad, ilustre corte de la heroica Honoria, aquella plausible reina de la estimación, y por eso tan venerada de todos. Era un paso muy peligroso, por estar todo él sembrado de perinquinosos peros en que muchos tropezaban y los más caían en el río del reír, quedando muy mojados y aun poniéndose de lodo, con mucha risa de la inumerable vulgaridad que estaba a la mira de sus desaires. Era de ponderar la intrepidez con que algunos, confiados, y otros, presumidos, se arrojaban (y los más se despeñaban) anhelando a pasar de un extremo de bajeza a otro de ensalzamiento, y tal vez de la mayor deshonra a la mayor grandeza, de lo negro a lo blanco, y aun de lo amarillo a lo rojo; pero todos ellos caían con harta nota suya y risa de los sabidores. Así le sucedió a uno que pretendió pasar de villano a noble, otro de manchado a limpio, diciendo que tras el sábado se sigue el domingo, pero él fue de guardar; no faltó quien del mandil a mandarín, y de mozo de ciego a don Gonzalo, y una otra muy desvanecida, de la verdura al verdugado. Quería una pasar por doncella, mas riéronse de su caída, como otro que quiso ser tenido por un pozo de ciencia, y fue un pozo de cieno.
No había hombre que no tropezase en su pero, y para cada uno había un sino. «Gran príncipe tal, pero buen hombre; ilustre prelado aquél, si fuera tan limosnero como nuestro arzobispo; gran letrado, si no fuera malintencionado. ¡Qué valiente soldado!, pero gran ladrón; ¡qué honrado caballero éste!, sino que es pobre; ¡qué docto aquél!, si no fuera soberbio. Fulano santo, pero simple. ¡Qué buen sujeto aquel otro y qué prudente!, pero es embarazado, muy bien entiende las materias, mas no tiene resolución. Diligente ministro, pero no es inteligente. Gran entendimiento, pero ¡qué mal empleado! ¡Qué gran mujer aquélla!, sino que se descuida; ¡qué hermosa dama!, si no fuera necia. Grandes prendas las de tal sujeto, pero ¡qué desdichado! Gran médico, [pero] poco afortunado: todos se le mueren. Lindo ingenio, pero sin juicio: no tiene sindéresis.» Así, que todos tropezaban en su pero; raro era el que se escapaba, y único el que pasaba sin mojarse. Topaba uno con un pero de un antepasado, y aunque tan pasado (nunca maduro), jamás se pudo digerir. Al contrario, otro daba de hocicos en el de sus presentes. Y caían todos en el río de la risa común.
—Bien lo merece —decía un émulo—: ¿quién le metía al peón en caballerías?
—Lástima es —decía otro— que los de tal cepa no sean puros, siendo tan hombres de bien.
Las mujeres tropezaban en una chinita, en un diamante; terribles peros las perlas para ellas. El airecillo las hacía bambanear, y el donaire caer con mucha nota, y es lo bueno que, para levantarse, nadie las daba la mano, sí de mano. De verdad que un gran personaje tropezó en una mota, quedando muy desairado, y aseguraban fue notable desorden. Toda la puente estaba sembrada, de cabo a cabo, destos indigestos peros en que los más de los viandantes tropezaban; y si no en uno, daban de ojos en otro, aun en los pasados. Lamentábase un discreto, diciendo:
—Señores, que tropiece uno en el propio y personal, merécelo, mas en el ajeno ¿por qué?; que haya de tropezar un marido en un cabello de su mujer, en un pelillo de su hermana, ¿qué ley es ésta?
Llegó uno jurando a fe de caballero: tan bueno, decía, como el rey. No faltó quien le arrojó una erre, con que de rey se hizo de reír. A un cierto Ruy, le echó un malicioso una tilde, y bastó para que rodase. Tropezó otro en un cuarto, y quedóse en blanco. Rodábales a algunos la cabeza, y quedaban hechos equis, por haber deslizado en los brindis. Comenzó a pasar cierta dama muy airosa; hiciéronla unos y otros paso con plausible cortesía, pero el más liviano descuido dio en el lodo con toda su bizarría, que fue barro. Tropezaban las más en piedras preciosas, y eran muy despreciadas. Llegó a pasar un gran príncipe, y muy adulado.
—Éste sí —dijeron todos— que pasará sin riesgo, no tiene que temer: los mismos peros le temerán a él.
Mas ¡oh caso trágico!, deslizó en una pluma y tumbó al río, quedando muy mojado. En una aguja de coser tropezó alguno, y en una lezna otro, y era título; en una pluma de gallina, un bizarro general. ¿Pues qué, si alguno entraba cojeando de mal pie?: era cierto el rodar, y en duda de tropiezo estaba la malicia por la deshonra. Creyó uno le valdría aquí su riqueza, que en todos los demás pasos, por peligrosos que sean, suele sacar a su dueño de trabajo; mas al primer paso se desengañó que no vale aquí ni la espuela de oro ni la vira de plata.
—¡Cruel paso —decían todos— el de la honra entre tropiezos de la malicia! ¡Oh qué delicada es la fama, pues una mota es ya nota!
Aquí llegaron nuestros dos peregrinos a serlo, encaminados de Virtelia a Honoria, su gran cara: aunque confinante, tan querida, que la llamaba su gozo y su corona. Deseaban pasar a su gran corte, pero temían con razón el azar paso de los peros, y era preciso porque no había otro: estaban pasmados viendo rodar a tantos y temblábales la barba viendo las de sus vecinos tan remojadas. Asomó en esta sazón a querer pasar un ciego. Levantaron todos el alarido viéndole comenzar tentando, y tuvieron por cierto había de tumbar al primer paso, mas fue tan al contrario, que el ciego pasó muy derecho: valióle el hacerse sordo, porque aunque unos y otros le silbaban y aun le señalaban con el dedo, él, como no veía ni oía, no se cuidaba de dichos ajenos, sino de obras propias y pasar adelante con gran quietud de ánimo; y así, sin tropezar ni en un átomo, llegó al cabo de lo que quería con dicha harto envidiada. Al punto dijo Critilo:
—Este ciego ha de ser nuestra guía, que solos los ciegos, sordos y mudos pueden ya vivir en el mundo. Tomemos esta lición, seamos ciegos para los desdoros ajenos, mudos para no zaherirlos ni jactarnos, conciliando odio con la murmuración en la recíproca venganza; seamos sordos para no hacer caso de lo que dirán.
Con esta lición pudieron pasar; por lo menos, fueron pasaderos, con admiración de muchos y imitación de pocos. Entraron ya por aquel célebre emporio de la honra, poblado de majestuosos edificios, magníficos palacios, soberbias torres, arcos, pirámides y obeliscos, que cuestan mucho de erigir, pero después eternamente duran. Repararon luego que todos los tejados de las casas, hasta de los mismos palacios, eran de vidrio tan delicado como sencillo, muy brillantes, pero muy quebradizos; y así, pocos se veían sanos y casi ninguno entero. Descubrieron presto la causa, y era un hombrecillo tan no nada, que aun de ruin jamás se veía harto; tenía cara de pocos amigos y a todos la torcía, mal gesto y peor parecer, los ojos más asquerosos que los de un médico, y sea de la cámara, brazos de acribador que se queda con la basura, carrillos de catalán, y aún más chupados, que no sólo no come a dos, pero a ninguno. De puro flaco, consumido, aunque todo lo mordía; robado de color, y quitándola a todo lo bueno. Su hablar era zumbir de moscón, que en las más lindas manos, despreciando el nácar y la nieve, se asienta en el venino; nariz de sátiro, y aun más fisgona, espalda doble, aliento insufrible, señal de entrañas gastadas. Tomaba de ojo todo lo bueno y hincaba el diente en todo lo malo; él mismo se jactaba de tener mala vista y decía: «Maldito lo que veo», y miraba a todos.
Éste, pues, que por no tener cosa buena en sí, todo lo hallaba malo en los otros, había tomado por gusto el dar disgusto, andábase todo el día (y no santo) tirando peros y piedras, y escondiendo la mano, sin perdonar tejado. Persuadíase cada uno que su vecino se les tiraba, y arrojábale otras tantas: éste creía que le hacía el tiro aquél, y aquél que el otro, sospechando unos de otros y tirándose piedras, y escondiendo todos la mano. En duda, arrojaba muchas por acertar con alguna, y todo era confusión y popular pedrisco, de tal modo, o tan sin él, que no se podía vivir ni había quien pudiese parar; venían por el aire volando piedras y tiros, sin saberse de dónde ni por qué. Así, que no quedaba tejado sano, ni honra segura, ni vida inculpable: todo era malas voces, hablillas, famas echadizas, y los duendes de los chismes no paraban.
—Yo no lo creo —decía uno— pero esto dicen de fulano.
—Lástima es —decía otro— que de fulana se diga esto.
Y con esta capa de compasión hacía un tiro que quebraba todo un tejado. Pero no faltaba quien, de retorno, les rompía a ellos las cabezas. Y a todo esto, andaba revolviendo el mundo aquel duendecillo universal. Había tomado otro más perjudicial deporte, y era arrojar a los rostros, en vez de piedras, carbones que tiznaban feamente; y así, andaban casi todos mascarados, haciendo ridiculas visiones, uno con un tizne en la frente, otro en la mejilla, y tal que le cruzaba la cara, riéndose unos de otros sin mirarse a sí mismos ni advertir cada uno su fealdad, sino la ajena. Era de ver, y aun de reír, cómo todos andaban tiznados haciendo burla unos de otros.
—¿No veis —decía uno— qué mancha tan fea tiene fulano en su linaje? ¡Y que ose hablar de los otros!
—¡Pues él —decía otro—, que no vea su infamia tan notoria y se meta a hablar de las ajenas! ¡Que no haya ninguno con honra en su lengua!
—¡Mira quién habla —saltaba otro—, teniendo la mujer que tiene! Cuánto mejor fuera cuidara él de su casa, y supiera de dónde sale la gala.
Estando diciendo esto, estaba actualmente otro santiguándose:
—¡Que éste no advierta que tiene él por qué callar, teniendo una hermana cual sabemos! Pero déste añadía otro:
—¡Harto mejor fuera que se acordara él de su abuelo y quién fue! Siempre lo veréis, que hablan más los que debrían menos.
—¿Hay tal desvergüenza en el mundo, que ose hablar aquél?
—¿Hay tal descoco de mujer, que se adelante ella a decir y quitarle a la otra la palabra de la lengua?
Desta suerte andaba el juego y la risa de todo el mundo, que siempre la mitad dél se está riendo de la otra, burlándose unos de otros, y todos mascarados; éstos se fisgaban de aquéllos y aquéllos déstos, y todo era risa, ignorancia, murmuración, desprecio, presunción y necedad, y triunfaba el ruincillo. Reparaban algunos más advertidos, si no más felices, en que se reían dellos y acudían a una fuente, espejo común en medio de una plaza, a examinarse de rostro en sus cristales, y reconociendo sus tiznes, alargaban la mano al agua, que después de haber avisado del defeto, da el remedio y limpia; pero cuanto más porfiaban en lavarse y alabarse, peores se ponían, pues, enfadados los otros de su afectado desvanecimiento, decían:
—¿No es éste aquel que vendía y compraba? ¿Pues qué nos viene aquí vendiendo honras?
—Aguarda, ¿no es aquél hijo de aquel otro? Pues, por cuatro reales que tiene, ¿anda tan deslavado, no siendo su hidalguía tanto al uso cuanto al aspa? Lo peor era que la misma agua clara sacaba a luz muchas manchas que estaban ya olvidadas. Y así, a uno que trató de alabarse de ingenuo le salió una ese, que era decir: «Ese es ése.»
—Yo lo sé de buena tinta —decía uno— que fulano es un tal. Y no era sino harto mala, pues echaba tales borrones. Sentía mucho cierta señora, que blasonaba de la más roja sangre del reino, se le atreviese la murmuración, y no advertía que la mancha de un descuido sale más en el brocado, como la roncha en la belleza. Estaba otra muy corrida de que siendo ya matrona, le echaban en la cara no sé qué niñería de allá cuando rapaza. Estaba el otro para conseguir una dignidad, y salíale al rostro un tizne de no sé qué travesura de su mocedad. Pero el que se sintió mucho fue un príncipe, en cuya esclarecida frente echó un historiador un borrón sacudiendo la pluma. Aquello de haber sido, no podía uno tolerar:
—Que el ser ahora salga a la cara, pase; pero ¡por qué allá mi tartarabuelo lo fue!
—¿Qué razón hay que por lo que pasó en tiempo del rey que rabió —ponderaba otro— me hagan a mí rabiar?
Lo más acertado, era callar y callemos, y no alabarse, porque de los blasones de las armas hacían los otros baldones; y aun desde que dieron en lavarse en la fuente de la presunción y desvanecimiento, les salieron más manchas a la cara. Y unos y otros se daban en el rostro con las fealdades de allá de mil años. Y fue de suerte (digo, desdicha), que no quedó rostro sin lunar, ojo sin lagaña, lengua sin pelo, frente sin arruga, mano sin verruga, pie sin callo, espalda sin giba, cuello sin papera, pecho sin tos, nariz sin romadizo, uña sin enemigo, niña sin nube, cabeza sin remolino, ni pelo sin repelo: en todos había algo que señalase con el dedo aquel malsín y de que se recelasen los otros. Y aun todos iban huyendo dél, diciendo a voces:
—¡Guarda, el ruincillo! ¡Guarda, el maldiciente! ¡Oh maldita lengua!
Conocieron con esto que era Momo, y huyeran también si no les emprendiera él mismo preguntándoles qué buscaban, que parecían extraños en lo perdido. Respondiéronle venían en busca de la buena reina Honoria. Y él al punto:
—¿Mujer y buena, y en esta era?: yo lo dudo. En mi boca, por lo menos, no lo será. Yo las conozco todas, y a todos, y no hallo cosa buena. El buen tiempo ya pasó, y con él todo lo bueno. (En boca del viejo, todo lo bueno fue, y todo lo malo es.) Con todo eso, yo os quiero hoy servir de brújula: vamos discurriendo por la ciudad, probemos ventura, que no será poca hallarla, siendo una de aquellas cosas de que piensa estar lleno el mundo, cuando más vacío.
Oyeron que estaba uno persuadiendo a otro perdonase a su amigo y se quietase, y respondía él:
—¿Y la honra?
Decíanle a otro que dejase la manceba y el escándalo de tantos años. Y él:
—No sería honra ahora.
A un blasfemo, que no jurase ni perjurase, y respondía:
—¿En qué estaría la honra?
A un pródigo, que mirase a mañana, que no tendría hacienda para cuatro días:
—No es mi honra.
A un poderoso, que no hiciese sombra al rufián y al asesino:
—No es mi honra.
—Pues, hombres de Barrabás —dijo Momo—, ¿en qué está la honra? ¡No digo yo!
A otro lado oyeron decir a uno:
—Mira fulano en qué pone su honra.
Y respondía éste:
—¿Y él, en qué la pone?
—¡Mira éste, mira aquél, y miradlos a todos en qué la ponen! Decía un linajudo, muy preciado de honrado, que a él le venía muy de atrás, allá de sus antepasados, de cuyas hazañas vivía.
—Esa honra, señor mío —le dijo Momo—, ya no huele bien, rancia está. Tratad de buscar otra más plática. Poco importa la honra antigua, si la infamia es moderna. Y si no os vestís de las ropas de vuestros antepasados porque no son al uso, ni salís un día con la martingala de vuestro abuelo, porque se reinan de tal vejedad, no pretendáis tampoco arrear el ánimo de sus honores: Buscad en nuevas hazañas la honra al uso.
No faltó quien les dijo hallarían la honra en la riqueza.
—No puede ser —dijo Momo—, que honra y provecho no caben en ese saco.
Encamináronse a casa de los hombres famosos y plausibles, y hallaron se habían echado a dormir. Encontraron un caballero nuevo corriendo ilustre sangre, y al punto dijeron:
—Éste sí que sabrá della.
Halláronle que estaba sudando y reventando, más que si llevara un mundo a cuestas; gemía y suspiraba sin cesar.
—¿Qué tiene este hombre? —dijo Andrenio—. ¿De qué trasuda?
—¿No ves —dijo Momo— aquel punto indivisible que carga sobre sus hombros? Pues ése es el que le abruma.
—¡Mira ahora —replicó Andrenio— qué Atlante parando espaldas a un cielo! ¡Qué Hércules apuntalando la monarquía de todo el mundo!
—Pues ese puntillo —ponderó Momo— les hace a muchos sudar y tal vez reventar; por conservar aquel punto en que se metió o le metieron, anda toda la vida gimiendo, fáltanle las fuerzas, añádense las cargas, crecen los gastos, menguan las haciendas: y el punto no ha de faltar.
—Si la habéis de hallar —les dijo uno— ha de ser en lo que arrastra.
—Honra que va por tierra, ponerse ha de lodo —dijo Critilo.
—Digo que sí, que lo que arrastra honra.
—Eso no —saltó Momo—, Yo digo al revés, que lo que honra arrastra, y esta negra honrilla trae arrastrados a muchos. ¡Oh, a cuántos traen arrastrados las galas y cadenas de las mujeres, las libreas de los pajes, y andan corridos cuando más honrados! Dicen que hacen lo que deben; yo digo al revés, que deben lo que hacen, y dígalo el mercader y el oficial y los criados.
Hallaron otro y otros muchos que estaban echando los bofes y la misma hiel por la boca.
—Peor es esto —dijo Andrenio.
—Pues si en algunos se ha de hallar la honra —dijo Momo— ha de ser en éstos.
—¿Y por qué?
—Porque revientan de honrados.
—Cara les cuesta la negra de la honrilla.
—Y lo peor es que cuando más la piensan conseguir, entonces la alcanzan menos, perdiendo tal vez la vida y cuanto hay.
—No os canséis —dijo uno—, que no la hallaréis en toda la vida, sino en la muerte.
—¿Cómo en la muerte?
—Sí, que aquel día es el de las alabanzas, y tras la muerte le hacen las honras.
—¡Oh, qué donosa cosa! —dijo Andrenio—. En un saco de tierra, poca honra cabrá. Cara es la honra que cuesta el morir; y si un muerto es tierra y nada, toda su honra será no nada.
—Mucho es —ponderaba Critilo— que ni hallemos a Honoria en su corte, ni la honra en una tan populosa ciudad.
—Honra y en ciudad grande —dijo Momo— muy mal se encuadernan. En otro tiempo aun se hallara la honra en las ciudades, pero ya está desterrada de todas. Asegúroos que todo lo bueno se perdió en ésta el día que echaron della aquel gran personaje tan digno de eterna observación y conservación a quien todos respetaban por su gran caudal y gobierno: él salía por una puerta, ¡qué lástima!, y todas las ruindades entraban por otra, ¡qué desdicha!
—¿Qué varón fue éste —preguntaron— de tanta importancia y autoridad?
—Era el gobernador de la ciudad, y aun dicen hijo de la misma reina Honoria. No había Licurgo como él, ni hubo jamás república de Platón tan concertada como ésta; todo el tiempo que él la asistió no se conocían vicios ni se sonaba un escándalo, no paraba malhechor ni ruin, porque todos le temían más que al mismo gobernador de Aragón. Mas recababa su respeto que las mismas leyes, y más le temían a él que a las dos columnas del suplicio. Pero luego que él faltó se acabó todo lo bueno.
—¿No nos dirías quién fue un personaje tan insigne y tan cabal?
—De verdad que era bien nombrado, y me espanto mucho no deis en la cuenta. Este era el prudente, el tentó, el temido ¿Qué dirán?, sujeto bien conocido, que los mismos príncipes le respetaban y aun le temían, diciendo: ¿Qué dirán de un príncipe como yo?, que debiendo ser el espejo, que compone todo el mundo, soy el escándalo que lo descompone. ¿Qué dirán?, decía el título, que no cumplo con mis obligaciones, siendo tantas, que degenero de mis antepasados, famosos héroes, que me dejaron tan empeñado en hazañas y yo me empeño en bajezas. ¿Qué dirán de mí?, decía el juez, que atropello la justicia, debiéndola yo amparar, y de juez me hago reo. ¡Eso no dirán de mí! Cuando más acosada la casada, acordábase dél y decía: ¿Qué dirán de mí?, que una matrona como yo, de Penélope me trueco en Elena, que pago mal el buen proceder de mi marido con mi mal parecer. ¡Eso no, líbreme Dios de tan mal gusto! Hasta la recatada doncellita se conservaba en el jardín de su retiro, diciendo: Yo, que soy una fragante flor, ¿había de dar tan mal fruto? ¿Yo, siendo una rosa, ser risa del mundo? ¿Yo, ver ni ser vista? ¿Yo, por hablar, dar qué decir? ¡De eso me guardaré ya muy bien! ¿Qué dirán, decía la viuda, que a muerto marido, amigo venido, que del riego de mi llanto nace el verde de mis gustos, que tan presto trueco el requiem en aleluya? No dirán tal, decía el soldado, que yo me calcé botas de fuina. ¿Qué dirán de un español, que entre galos soy gallina? ¿Qué dirían de un hombre de mis prendas?, decía el sabio, que de alumno de Minerva me hago vil esclavo de Venus. ¿Qué dirán los mozos?, decía el viejo, y ¿qué dirán los vecinos?, decía el hombre de bien. Y con esto, todos se recataban. ¿Qué dirían mis émulos?, decía el cuerdo; ¡qué buen día para ellos y qué mala noche para mí! ¿Qué dirían los subditos?, decía el superior, y ¿qué diría el superior?, decían los subditos. Desta suerte todo el mundo le temía y le respetaba, y todo iba, no de concierto, pero muy concertado. Faltó él, y faltó todo lo bueno ese mismo día: todo está ya perdido, todo rematado.
—¿Pues qué se hizo un Catón tan severo, un Licurgo tan regular?
—¿Qué se hizo?; que no pudiéndolo sufrir unos y otros, no pararon hasta echarle.
Bárbaro vulgar Ostracismo se conjuró contra él, y por ser bueno, le desterraron al uso de hoy. Sabed que con el tiempo, que todo lo trastorna, fue creciendo esta ciudad, aumentándose en gente y confusión, que toda gran corte es Babilonia; no se conocían ya unos a otros, achaque de poblaciones grandes; comenzaron con esto poco a poco a desestimar su gran gobierno, de ahí a no hacer caso dél, luego a atrevérsele. Como todos eran malos, no se espantaban unos de otros, no decían éstos de aquéllos; cada uno se miraba a sí y enmudecía, metía la mano en el seno y sacábala tan sarnosa, que no se picaba de la ajena. No decían ya ¿qué dirán?, sino ¿qué diré yo dél que no diga él de mí y mucho más? Desta suerte, mancomunados todos, echaron fuera el ¿Qué dirán?, y al punto se perdió la vergüenza, faltó la honra, retiróse el recato, huyó el pundonor; ya no se atendía a obligaciones, con que todo se asoló; al otro día, la matrona dio en matrera, la doncella de vestal en bestial, el mercader a escuras para dejar a ciegas, el juez se hizo parte con el que parte, los sabios con resabios, el soldado quebrado, hasta el espejo universal se hizo común. Así, que ya no nay honra ni se parece. ¡Eh!, no nos cansemos en buscar tarde lo que otros no pudieron hallar ni al medio día
—¿Pues en una ciudad tan famosa? —ponderaba Critilo.
—Trocóse en fumosa —dijo Momo—, con tanto humo y tanto hollín, y todo confusión.
—Tú te engañas —replicó en alta voz un otro personaje que allí se dejó ver, por ser bien visible en lo grueso y bien visto en lo agradable, muy diferente de Momo, y aun su antagonista, en su aspecto, trato, genio, traje, hechos y dichos.
—¿Qué sujeto es éste? —preguntó Andrenio a uno de los del séquito, que era tan mucho como popular.
Y respondióle:
—Bien dijiste, sujeto a todos y de todos.
—¡Qué colorado que está!
—Como el que de nada se pudre.
—¡Qué aprovechado!
—Trata de vivir.
—Parece hombre de lindos hígados y mejor melsa. ¿Cómo ha engordado tanto en estos tiempos?
—Come el pan de todos.
—Parece simple.
—Es conveniencia, porque en siendo uno entendido es temido y luego aborrecido.
—No muestra saber de la misa la media.
—Harto sabe, pues sabe decir amén.
—¿Y cómo se llama?
—Tiene muchos nombres, y todos buenos: unos le llaman el buen hombre, otros el buen Juan, escolán de amén, manja con tuti el buen pan, pasta real. Pero su propio nombre en español es sí, sí, y en italiano bono, bono. Y así como a Momo se le dio el nombre de no, no, que corrompida la ene por ignorancia o malicia, quedó en mo, mo, así a éste, de bono, bono le quedó el bo, bo, porque todo lo abona y todo lo alaba. Pues, aunque sea la más alta necedad, dice: «Bueno, bueno»; al más solemne disparate: «¡Qué bien!»; la mayor mentira: «¡Sí, sí; al peor desacierto: «¡Está bien!»; a la más calificada bobería: «¡Lindamente!» Desta suerte, vive y bebe con todos, y de todo engorda, que tiene linda renta en la ajena bobería.
—Pues si eso es, llamáranle Eco de la necedad. Pero, dime: ¿cómo no le tuvieron por dios los antiguos, así como a Momo, y con más razón, por ser más plausible y más agradable?
—Hay mucho que decir en eso. Sienten unos que, aunque siempre trata de lisonjear, como cada uno piensa que se le debe lo que se le dice, ninguno lo agradece; sirve a muchos y ninguno le paga, y morirá comido de lobos. Otros dicen que realmente no es de provecho en el mundo, antes de mucho daño. Lo cierto es que la malicia humana no ha estimado tanto sus simplicidades cuanto temido las quemazones de Momo.
Alborotóse mucho éste luego que le vio; trabóse entre los dos una reñida pendencia. Acudieron todos los apasionados de ambos, haciéndose a dos bandas: los sátrapas, los críticos, entendidos, bachilleres, podridos, caprichosos, satíricos y maldicientes se empeñaron por Momo; al contrario, los panarras, buenos hombres, amenistas, lisonjeros, sencillos y buenas pastas se hicieron a la banda de Bobo. Critilo y Andrenio se estaban a la mira, cuando se llegó a ellos un prodigioso sujeto y les dijo:
—No hay mayor necedad que estárselas oyendo. Si venís en busca de la Honra, seguidme, que yo os guiaré a donde está la honra del mundo entero.
Dónde los llevó, y dónde realmente la hallaron, se queda para otra crisi.