El cardenal Cisneros/XXVII

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


EL CARDENAL CISNEROS.


XXVII.

Libre de su embarazo ya, la Infanta Doña Juana solo pensaba en unirse á su esposo lo más pronto posible. Dejó á su madre en Segovia, y ella se adelantó á Medina del Campo, donde recibió cartas del Archiduque en que le anunciaba que saldria á recibirla, pequeña prueba de afecto que exaltó la ternura de su enamorado corazon. A toda costa queria marcharse desde luego, sin despedirse de su madre la Reina, sin atender á lo que de ella exigia su alta dignidad, desoyendo las observaciones del Obispo de Burgos y de Don Juan de Córdoba, Gobernador de la ciudad. Al Obispo, al Gobernador, á sus Damas, á todos los que la contrariaban en su pensamiento de inmediata partida amenazó de muerte, quienes se vieron en la necesidad de cerrar las puertas del castillo y tener como reclusa á la Princesa, mientras se avisaba á la Reina. No hizo tampoco caso de las cartas autógrafas, llenas de ruegos y lágrimas, que ésta la escribió, y persistia en marcharse, llegando al extremo de burlar la vigilancia de sus damas y escaparse del castillo, en cuyo cuerpo de guardia fue encontrada. Ni persuasiones, ni consejos, ni ruegos, ni lágrimas la hicieron desistir de su idea: no quiso retirarse á sus habitaciones: no quiso comer: no quiso mudar de vestidos: un dia y una noche pasó así sin dormir, sin tomar alimento, sufriendo el frio y la intemperie. Vino de prisa el Arzobispo de Toledo para reducirla á entrar en sus habitaciones, pero fué tambien poco afortunado, y entonces la Reina Isabel, tan padecida y enferma como estaba, se vio obligada á venir personalmente y á consentir en la partida de su hija, como aconsejaba nuestro Arzobispo, única manera de cortar aquellos arrebatos, ya de visible extravio.

Desdicliadamente este viaje, que debia atajar la incipiente locura, dio ocasión á su completo desarrollo. Llegada á Flándes la Infanta, hubo de sospechar ó de saber que su esposo andaba distraído con una de sus damas, de singular hermosura, y sobre todo de una cabellera magnífica. Dió quejas amarguísimas á su marido, y espoleada por los celos, abrumó á desaires á la que tenia por rival, á quien se cortaron los cabellos para afearla, y hacerla perder el atractivo que más enamoraba al liviano Felipe. Con este motivo fué mayor el apartamiento de los dos esposos y la locura de Doña Juana, exacerbada por los ásperos desvíos de D. Felipe, llegó al extremo. Estas noticias, traídas á España, postraron más y más á la Reina, y aun afectaron profundamente al mismo Rey D. Fernando, naturaleza ménos cariñosa, de suerte que ambos vinieron á caer enfermos heridos por el mismo dolor. Cisneros atendía á los dos augustos enfermos con incansable, y ardiente solicitud; repúsose pronto D. Fernando, pero no así la Reina, grandemente desfallecida, y que entró en una de esas largas y penosas convalecencias que, más que á recobrar la salud, conducen lenta, pero infaliblemente, al fin de la vida.

En esta situación, el Arzobispo no podia separarse del lado de la Reina, á pesar de que lo llamaban á Toledo asuntos de interés, entre otros la reforma de su Cabildo como principio de una reforma general de las costumbres eclesiásticas de su diócesis. Dos veces habia ya ido allí con este intento en su, cabeza; pero una y otra tuvo que aplazar su ejecución, primero porque no quiso oscurecer con sus severidades los regocijos que se le hacían en su recepción, y después, porque habiendo ido con los Reyes y con toda la Corte con motivo de estar convocados los pueblos de las provincias de Castilla para reconocer el heredero de la Corona, no le pareció conveniente ni delicado hacer ruido y dar escándalo con las malas costumbres de los clérigos y disminuir el respeto que se les debia con esta censura pública y en esta ocasión solemne. Temiendo, pues, que nunca llegara sazón para realizar personalmente un pensamiento que tan saludable le parecia, comisionó para este objeto, á sus Vicarios generales, el Dr. Villalpando. y D. Fernando Fonseca, ordenándoles que comenzasen por el Cabildo de Toledo.

No es posible pintar el espanto de los canónigos cuando supieron la orden. Acordaron por de pronto oponerse con todo su poder. Dijeron que no permitirían ser visitados por otros que por los Arzobispos, rechazaron unánimes á los dos Comisarios y acudieron á la Santa Sede. Cisneros quiso contener este principio de rebeldía con su acostumbrada severidad, y al efecto mandó á sus Vicarios que prendieran y encerraran en castillos de su jurisdicción á los tres que aparecían como cabezas de los revoltosos. Atemorizados los otros acudieron á la Reina para quejarse de la persecución de que eran objeto, y por fortuna del Cabildo los Diputados que nombraron y fueron á la Corte eran personas de indudable talento y consumada habilidad, distinguiéndose sobre todo el magistrado D. Francisco Alvarez, hombre de autoridad por sus años y de fama por su inteligencia. Bien demostró la última en el discurso que dirigió á la Reina Católica, discurso discreto y habilísimo, en cuyo exordio habló de la confianza que les daba la justicia y religión de S. M., del dolor de hallarse obligados á quejarse del Arzobispo, á quien siempre hablan tenido tanto respeto y veneración, y de la necesidad en que se hallaban de haberse de justificar de la desobediencia y rebeldía de que se les acusaba, como si ellos hubiesen rehusado recibir su corrección. Señora —seguía diciendo el discreto y suavísimo Alvarez,— nosotros queremos ser corregidos, no por el capricho de los Comisarios, que no tienen rectitud en su inquisición ni autoridad en sus reprensiones, sino por un juicio prudente y severo, cual nosotros podemos esperarlo de un Prelado tan esclarecido y celoso en la disciplina como el nuestro. El Cabildo de Toledo siempre ha sido venerable, y no es decente sujetarle á otros que á aquel que es su cabeza. Vuestros antecesores, Señora, que han fundado esta Santa Iglesia, han querido que sus Ministros conservasen su dignidad y no fuesen sujetos sino á la censura de su superior legitimo: si nosotros lo merecemos, sea por aquel á quien Dios y la Religión hubieran dado poder.

Estas y otras razones, no menos delicadas y justas, del corto discurso que Alvarez pronunció, produjeron el mejor efecto en el ánimo de la Reina, quien dio una respuesta agradable á los Diputados del Cabildo de Toledo, salvando, como es de suponer, la autoridad y la dignidad del Arzobispo. Francamente manifestó aquella gran Reina su opinión á Cisneros, diciéndole que era ocasionado á inconvenientes someter la vida y actos de tantos hombres decorosos y de calidad, al juicio de algunos particulares que no tenian, como él, un corazón de padre, y que podian estar prevenidos ó apasionados. Agradecióle el Arzobispo tan buen consejo, tanto más cuanto que su propia conciencia no estaba tranquila por haber ido, no una vez sola, á Toledo con la resolución de hacer la visita sin haber cumplido su propósito; pidió permiso á la Reina para ir á la Diócesis, y aunque con gran sentimiento, porque en su estado enfermizo y valetudinario necesitaba de su concurso y consejos de continuo, concedióselo la magnánima Soberana, diciéndole con suma benevolencia al despedirle: Partid, Sr. Arzobispo, pues que tenéis tanta pena de estar fuera de vuestra Diócesis, que nosotros iremos bien pronto, el Rey y yo, con toda la Corte á residir en Toledo.

¡Ay! Aquella habia de ser la última entrevista entre la gran Reina y el gran Ministro. La muerte habia de arrancar bien pronto á la reconstruida y engrandecida patria aquella ilustre y magnánima Soberana, la figura más varonil y más bella de toda nuestra historia en la prolongación de los siglos.