El cardenal Cisneros/XXVI

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


XXVI.

Jurados Doña Juana y D. Felipe en Castilla, pasaron á Zaragoza para que lo hicieran también los pueblos de Aragón, mientras el Rey se adelantaba hasta la frontera de Francia, por donde se temia una invasión, la Reina se dirigía á Madrid, y el Arzobispo se encaminaba á Alcalá. Quizás los breves dias que pasaron en Toledo fueron las últimas fugitivas alegrías que alcanzó en el mundo la Reina Católica, pues desde que entró en Madrid no cesó de estar afligida, hoy por una, mañana por otra desgracia. La primera, y no la menos aguda por cierto, fué la marcha del Archiduque de Austria para sus Estados hereditarios, sin consideración á la estación, á las lágrimas de su enamorada esposa que le suplicaba pasase al menos á su lado las inmediatas fiestas de Pascua, á las razones de Estado que le expuso la Reina para que prolongando su estancia en España, pudiera conocer los pueblos que habia de gobernar más tarde, ni aun pudieron conseguir los Reyes de aquel ánimo que parecía tan débil, y entonces era tan rebelde, que dejase de atravesar la Francia, entonces en guerra con ellos. Partió Felipe el 22 de Diciembre de 1402, quizás aterrado por la muerte súbita de algunos de sus amigos, y convencido de que los aires de España eran nocivos para gente del Norte; quizás llevado á su país natal por secretas aficiones, causa de los amargos celos de Doña Juana; quizás por antipatía hacia el Rey Fernando, alimentada por los flamencos, que no tardó en dar sus frutos, después de muerta la Reina. Doña Juana quedó sumida en un sombrío dolor que rehusaba todo consuelo, siniestro relámpago que anunciaba mayor tormenta con el tiempo, primer anuncio de aquella locura que historiadores y poetas trasmiten á la posteridad envuelta en una nube de vaga y dulce melancolía. En vano su cariñosa madre la atendía con solícito afán y la rodeaba de tiernos cuidados. Doña Juana parecía insensible á todo lo que no fuera su esposo, insensible hasta serle poco menos que indiferente la suerte del nuevo ser que llevaba en sus entrañas, fruto de aquel amor infausto.

En circunstancias tan angustiosas la Reina Isabel necesitaba consuelos, y en busca de ellos, se constituyó con su hija en Alcalá al lado de Cisneros. Fué de los primeros el Arzobispo en revelar á la Reina el estado de desvarío de su hija para la que no habia otro remedio que la presencia de su esposo, aconsejóle que anunciase á la Infanta que, al librar de su embarazo, en la próxima primavera, se embarcaría para Flándes, con lo cual se la daba el mejor consuelo, y por último hizo un sentido llamamiento á la genial entereza de la Reina para que se hiciera superior á aquella desgracia y recobrase el espíritu varonil de sus mejores días. No desmayó la Reina ya, de tal manera que después de la breve entrevista que tuvo con su esposo, venido de Cataluña sólo para consolarla y que partió al instante para defender á Perpiñan, amenazado de los Franceses, asombró á todos, y así lo consignan los historiadores de aquellos tiempos, con la energía que desplegó para reclutar las levas que habian de reforzar el ejército en campaña, con su sereno valor en medio de los horrores de la epidemia y con su firmeza de espíritu cuando la muerte le arrebataba amigos tan queridos como D. Gutierre de Cárdenas, Gran Comendador de la Orden de Santiago en el reino de León, y á D. Juan Chacón, Gobernador de Cartagena.

Entre tanto, la Princesa Doña Juana dio á luz con toda felicidad un hijo que recibió en la pila el nombre de Fernando, aquel que, tan querido de su abuelo, cuyo nombre llevaba, y de los Españoles, como nacido y criado en España, fué después Emperador de Austria, al paso que su hermano Carlos, nacido en Gante, extraño á nuestro pueblo, poco querido de su abuelo y menos aún por los Españoles cuando empezó á reinar, fué después el verdadero fundador de la Casa de Austria en España. El nacimiento del Infante D. Fernando fué causa de públicos regocijos en todo el reino y principalmente en Alcalá, en donde se hallaba la Corte. El Arzobispo de Toledo, como hombre que sabia aprovechar para el bien público las ocasiones que otros explotan en beneficio propio, para alcanzar títulos y grandezas que acaso los empequeñecen más, obtuvo de la Reina, con motivo de este fausto suceso para la Monarquía, una gracia de importancia suma para Alcalá, cual fué la exención de toda clase de impuesto. Fácilmente se comprende la alegría del pueblo al saber esta medida que tal atracción habia de ejercer sobre los hombres de letras y sobre la juventud estudiosa. Alcalá guarda todavía hoy en memoria de tan señalada merced, siquiera la igualdad de nuestros tiempos la haya abolido, la cuna del Infante, y en el corazón de todos sus hijos el nombre de Cisneros, que trasmiten cada vez más puro y brillante unas á otras generaciones en prenda de gratitud.