El cardenal Cisneros/XIX
Tócanos hablar ya de un negocio en que, si habremos de admirar la firmeza de ánimo, la constancia y entereza de carácter de Cisneros, no tendremos ocasión de aplaudir su tolerancia, su bondad y su respeto á la fe de los tratados. Nos referimos á la conducta que observó con los Moros de la recien conquistada Granada.
Conocidas son las capitulaciones de la rendición de aquel, si delicioso oasis, último rincón de los Árabes españoles, en que se respetaron tan escrupulosamente su religion, bienes, hábitos y costumbres, de modo que no se quiso realizar la conquista á sangre y fuego. Los Reyes Católicos, en consecuencia, obrando con singular tacto y consumada prudencia, dejaron al frente de Granada á dos autoridades que, por sus dotes de mando, eran las más á proposito para cimentar pacificamente su gran obra y atraerse la simpatía de los naturales, sin la cual, más que un bien, es un padrastro toda conquista. Estas autoridades fueron el Conde de Tendilla y el Arzobispo Talayera.
Era el Conde de Tendilla, hombre de prudencia en negocios graves, de ánimo firme, asegurado con luenga experiencia de reencuentros y batallas ganadas, según las palabras de su hijo el historiador de la Guerra de Granada, que juzga con harta severidad á otros deudos suyos, para ser tachado de parcialidad en este caso, fuera de que su juicio está confirmado por el de todos los cronistas é historiadores de aquel tiempo, y á más por la propia conducta de su padre en los conflictos en que intervino durante aquel mando. No trató el Conde á los Moros como pueblo conquistado, no los vejó, no los exasperó con francas violencias y simulados latrocinios, antes bien con su bondad y su dulzura se imponía á los Moros, olvidándose por completo de sus hábitos militares, y de emplear el terror, que es el arma favorita y el triste acompañamiento del mando de un soldado.
Fray Fernando de Talavera, que habia llegado, por la fuerza de sus virtudes y de su ciencia, á Confesor de los Reyes y á Arzobispo de Granada desde la cuna más humilde —expósito debia de ser, pues Oviedo en sus Quincuagenas dice que él fué del linaje de todos los humanos ó de aquel barro y subcesion de Adán— secundaba con no menos elevación los propósitos soberanos y la noble conducta del Conde. No se empeñaba en convertir á los Moros con la violencia, no apelaba á las amenazas, no recurría tampoco al terror, sino que se valia de medios más ilustrados y eficaces para llegar á la vez que á la fusión del pueblo vencido con el vencedor, á la conversión al Evangelio de todos aquellos infieles. Para catequizarlos con más fruto, aprendió á sus años el idioma de ellos, y lo hizo aprender á sus párrocos. Hizo más: mandó traducir al árabe los textos más apropiados de los Evangelios, hizo componer un vocabulario, una gramática y un catecismo en el propio idioma, y de esta manera hacia; entre ellos grandemente fructuosa su predicación. Asi iluminaba el entendimiento de los infieles, y se atraia su corazón con la práctica constante de todas las virtudes, con el infatigable ejercicio de su paciencia, de su dulzura y de su bondad. No era uno más de esos santos misioneros que andan por el mundo y parecen la triste realización del adagio vulgar: Haz lo que te digo y no lo que hago. Por el contrario, hacia lo que predicaba y predicó lo que hizo, e assi, dice con razón un cronista, fué mucho provechoso é útil en aquella ciudad para la conversión de los moros.
El Conde de Tendilla y el Arzobispo Talavera se completaban, y por decirlo asi, se confundían para conseguir el propio resultado, el uno para cimentar la conquista, el otro para convertir á los Árabes, ambos para servir á los Reyes Católicos. La obra, como se ve, se levantaba sobre cimientos sólidos; pero pedia tiempo. La fusión entre dos pueblos, entre dos razas, mucho más si están separadas por la religión, es obra de años, de siglos tal vez, y hay que resignarse á la lentitud; pero si se quieren abreviar los términos y condensar el tiempo, hay un medio rápido, ejecutivo, instantáneo de conseguirlo; el procedimiento de los Iroqueses, que derriban el árbol para cogeer el fruto; mas entonces si se destruye un pueblo, si se extermina una raza, se tiene en una conquista lo que hoy tiene Rusia en Polonia, un pueblo que aborrece y maldice á su verdugo, y un territorio, antes fecundado por el trabajo, antes floreciente con las artes y la industria, antes hermoseado por la agricultura, pero después solitario, inculto y regado por el llanto y la sangre de las víctimas.