​El Angel de la Sombra​ de Leopoldo Lugones
Capítulo XXXV

XXXV


Puesto el oído en la puerta obscura que daba sobre el costurero maternal, comprendió Luisa que su actitud había acabado por desvanecer toda sospecha.

Doña Irene y tía Marta llegaban a idéntica conclusión.

En la nocturna serenidad dió las once un reloj lejano.

Un divino soplo de amor palpitaba en la sombra inmensa.

La tía Marta hablaba con melancólica lentitud, como meditando:

—Mejor es así, pobre criatura! Tienes razón, Irene... Porque... aun cuando la necesidad lo imponga... ¡puede ser tan grave contrariar un afecto!...

—Y aunque no llegara a ese punto. Pero qué violencia tener que despedirlo con algún mal pretexto, o con un desaire, siendo tan caballero, tan culto, tan simpático... Y no habría remedio... Por eso era mejor hablar, prevenirse... Tristán, a pesar de su blandura, es en esto más intransigente que yo. Como todos los caracteres impresionables cuando se aferran a un principio. Ese joven...

—Pero yo no me refería a él. El hombre lucha, padece; pero anda, se distrae. El alma de toda mujer digna del amor, es siempre una tragedia desconocida. Porque hay un misterio que sólo el dolor enseña: muchos son los que pueden querernos, sernas fieles, darnos hogar, hijos, consideración, fortuna. El que puede revelarnos el amor es uno solo. Y con frecuencia, también, uno que pasa o que no llega...

—Y a qué viene, Marta?...

La otra continuó sin responder:

—Ese amor puede no ser placentero... Causarnos a veces la vergüenza... Quizá la muerte... Pero es la dicha! La dicha, que alcanzada aunque sea un instante, vale todo eso y encanta la vida entera. Con qué facilidad contrariamos un afecto ajeno... La facilidad criminal de la puñalada...

—Pero nuestra honra... Las obligaciones de nuestra clase...

—Ahí está la tragedia. El honor del hombre arriesga y lucha. Mata o muere. Porque saber morir, eso es el honor. Para nosotras no hay dilema. No hay más que morir. Morir del alma, que es la verdadera muerte. Y para eso basta un instante. La felicidad tiene su día sobre la tierra. Un día no más... y cuando pasa... La honra, el deber, son imposiciones de los otros. Los indiferentes... No niego que tengan razón. Pero ¿bastará tener razón para imponer una desdicha irreparable?

—La vida se rehace... El error sentimental de la juventud o de la pasión se repara...

—No se rehace. No se repara. El secreto de la tragedia a que nacemos destinadas, está en que la mujer no quiere sino una vez. Vive fiel a ese único amor, o muere sin haber querido nunca. Esto no lo saben o no pueden entenderlo las dichosas que han cumplido su destino. Y no lo digo por reproche. Al contrario... Pero una vez, la primera y última, he querido satisfacer mi conciencia.

Calló un instante. La noche profundizábase más tranquila y más pura.

—Mejor—repitió volviendo a su frase inicial—mejores que Luisa nada haya sentido. Un afecto imposible o desigual la mataría. Me causa, no sé por qué, la ansiedad de los seres predestinados.

En la sombría frescura de la serenidad, vibraba como un canto lejano el silencio transparente de la noche.

—Dios mío, Marta, me horrorizas sólo con decirlo! Cuando pienso lo que sería para Efraim, para Tristán... Enamorarse así... De un hombre... sea lo que sea... personalmente... Pero sin familia... sin padre conocido...

Bajo la impresión de haber estado soñando, Luisa encontróse en su aposento, temblorosa y helada. Había huído como un soplo ante la brusca revelación.

Era eso, entonces!

Todos, la misma tía Marta que acababa de hablar con tanta nobleza, hallábanse dispuestos a la iniquidad. Todos, todos, la sociedad entera, contra él solo, contra uno solo que no era culpable.

Allá en el seno del silencio y de la sombra, tendida en su lecho, fijos los ojos en la tenebrosa pureza palpitada de estrellas que consentían desde la eternidad, juró la constancia heroica, la trágica entrega, alma por alma, dolor por dolor, falta por falta si lo exigía su fe, abriendo los brazos con irrevocable ademán a su amor y a su destino.