El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XXXVI

XXXVI


Pasó dos días muy atareada, buscándose pretextos para evitar la soledad y caer, de noche, rendida. Huía de su propia esperanza como ante un riesgo mortal que era, a pesar de todo, la espantosa incertidumbre: Comprenderá?... Por qué me

miró así? Por qué ha cambiado de repente, con tanta indiferencia?... Comprenderá?... Comprenderá que lo querré siempre, sin pedirle nada, ni siquiera su afecto?...

Y esta resignación, casi suave al principio, paralizábala bruscamente en un atroz desamparo.

Asistió el jueves, con dedicación ejemplar, a la costura para los niños pobres. El viernes hizo con doña Irene la guardia del Santísimo Sacramento.

Cuando volvió para la lección, dejando, de paso, a la señora en otra cofradía que reclamaba su presencia, supo que Adelita había telefoneado la excusa de no concurrir, porque doña Encarnación la necesitaba.

Tato, que salía en eso muy elegante y perfumado con aquella esencia Jockey Club, que no le gustaba, pero que la chica habíale impuesto como prueba de amor, declarando insoportable cualquier otra, reveló el verdadero motivo de la ausencia a su hermana, quien lo zahería por demasiado oloroso:

—Pretexto!... —dijo con irónica resignación. Pero bien comprendes que no voy a jugarme su cariño por un capricho o unas gotas de extracto. Se ha dado por resentida conmigo, que soy el ofendido en realidad-política muy femenina por cierto-y me exige que vaya a verla. Y como es muy bonita y la quiero mucho, iré. En suma, es ella quien debe tener razón. No te parece?...

—Ojalá sea cierto que la quieres como dices. Esto es lo importante.

—Y que ella me quiera?... Eso no?...

—Me haces víctima de tu fastidio. No te siento enamorado. Bien enamorado. Piensas como un viejo: "las mujeres tienen siempre razón...". Un enamorado podrá decir disparates, pero no lugares comunes.

Tato le acarició la barbilla:

—Estás preciosa y te admiro. Retiro mi frase, en homenaje a tu sabiduría. Bravo, señorita! Razona usted sobre el amor como si estuviera enamorada.

Y ya en el zaguán:

—Qué le digo a Adelita?...

—Que la quieres mucho!

Sintió de golpe, como un alivio, el encanto de aquella despreocupada simpatía.