El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XXXIV

XXXIV


Al final de la comida, el miércoles, Luisa que tal vez le pareció más indiferente o más contenta, lo que venía, en suma, a resentirlo con igual sinrazón, díjole que acababa de leer la Odisea.

—He hallado una cosa muy curiosa, añadió, dirigiéndose al doctor Sandoval que paladeaba cerca de ella su café; una cosa que no quise decirle cuando chica, porque ustedes se burlaban de mí. Las almas de los pretendientes, que se llevó Mercurio, daban chillidos de murciélago. Así mismo oí yo el alma de la chica—recuerdan?—que se murió en el hospital.

Refiriólo sin ironía ni afectación, fijando en Sandoval su clara mirada. Desde muchos años ya, nunca había vuelto a hablar de eso.

El doctor preguntóle si estaba bien segura de no haber leído antes la referencia, fuera del poema mismo.

Bien segura. Pero, no fuera a creer que volvía a sus rarezas infantiles.

Al contrario; pensaba distraerse un poco más, conforme se lo tenía recomendado. Iba a hacerse socia del Corazón de María, donde las muchachas proyectaban reunirse a coser para los niños pobres.

—Los jueves y sábados, añadió con naturalidad.

Suárez Vallejo, a quien no había mirado, sintió una recóndita impresión de consuelo.