El Angel de la Sombra/XXXIII
Las dos lecciones siguientes parecieron restablecer la normalidad; y el miércoles por la noche, Suárez Vallejo comió como antes con los Almeidas. Tía Marta había intervenido, para reprochar a todos la injusta frialdad que sobrevenía hacia él, como si no se tratara, dijo, de una noble acción disimulada con tanta modestia. Pero desde el pasado viernes, acaso con motivo de alguna insinuación de aquellas visitas cuyas miradas de mal contenido interés recordaba con ansiedad, Luisa sorprendió entre Doña Irene y su hermana conciliábulos nocturnos.
Iluminada por su amor, ahora oculto como un secreto precioso, comprendió que de eso mismo se trataba; y temblando ante un riesgo cuya gravedad presentía invencible, no vaciló un instante en cometer la acción que habría tenido, hasta entonces, por suprema vileza. Espió desde la puerta intermedia, pegada a la sombra, sin rubor y sin miedo, en esa tensión de voluntad tremenda que sobre un hilo, un tiritante hilo de esperanza y de dolor, defiende al ser adorado contra las potencias de la fatalidad.
Tratábase de discernir si alguna inclinación hacia Suárez Vallejo podía nacer en ella. Pero hasta entonces, al menos, la tía Marta nada había notado. Ambas hermanas convenían, por lo demás, en que dado el carácter de Luisa, cualquier contrariedad, sobre todo si era injusta para él, podía provocar el temido efecto. Lo mejor, puesto que nada se advertía, era seguir como hasta entonces, y apresurar, acaso, un veraneo separador, dado lo prematuro de la estación calurosa.
La impresión del peligro templó a Luisa con dura limpidez. Sólo su mirada, de valerosa y sombría fijeza, aseguró al amado la irrevocable fe en la fugacidad de dos in stantes propicios.
Pero él, desconcertado por su actitud, recaía en la pasada decepción. El domingo, sobre todo, no había cambiado fuera de la lección una palabra con él. Abstraíase como al principio en aquella luz remota de su propia mirada.
Entonces decidió pedir en definitiva la comisión de visitar el consulado sospechoso, el peor, el más lejano, con que así se prolongara su ausencia.
Obtúvola sin dificultad, como esperaba.