El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XXVIII

XXVIII


Es de imaginar la sorpresa de doña Irene y don Tristán, que habíala buscado a la salida del concierto, mientras Tato acompañaba a Adelita y a su mamá, en ya evidente anticipo de noviazgo.

La señora hablaba de telefonear al doctor, doblemente impresionada por el suceso y por el vago remordimiento de haber dejado a su hija, reprochándose en silencio un excesivo abandono. Costóle a aquélla disuadirla, asegurando que nada había sentido, hasta que resolvió en definitiva la inutilidad del llamamiento, un triple enérgico papirotazo de don Tristán a la copa de su chistera.

Suárez Vallejo recomendó calma, en resguardo contra exageraciones y comadreos; y después de un relato que abrevió cuanto pudo, retiróse para evitar nuevas expresiones de gratitud.

El regreso de Tato renovó la narración y el comentario; y como a pesar de la orden recibida, la servidumbre había permanecido en pie, eran más de las tres cuando estaban todavía en aquéllo.

Luisa hablaba poco, pero era visible su contradictoria inquietud. Sombría y alegre a un tiempo, hacía lo posible por no acostarse; y como invitara a Tato para quedarse juntos en el patio hasta ver salir el lucero, doña Irene exclamó:

—Pero qué ocurrencia! Lo que te conviene es dormir. Dices que nada tienes, y bien se ve que algo te pasa. Como es natural... ¡Con semejante emoción!...

Cohibida de golpe, aceptó la opinión materna, dlanda las buenas noches con recobrada obediencia de niña. Ya en su habitación, desvistióse en silencio, rápidamente; paseó la mirada con vaga extrañeza por el ámbito; y encarándose ante el espejo con su propia imagen, afirmóse en alta voz:

—Lo que me pasa, pobre mamá, es que estoy enamorada.